Ciudad de México, 24 octubre (SinEmbargo).- La presencia de António Zambujo en el metropolitano Teatro de la Ciudad se produjo en una noche lluviosa y hostil, pese a lo cual gran parte de la comunidad portuguesa afincada en México y, por supuesto, los melómanos de hueso colorado, no faltaron a la cita con el artista nacido en Beja en 1975 y sin duda una verdadera luminaria en el ignoto universo de la canción portuguesa contemporánea.
Difícil no comparar al joven cantante y guitarrista con el célebre bahiano Caetano Veloso, quien por otra parte participó en el reciente disco de António, Quinto, estableciendo una triada que podría servir de guía para quien desee adentrarse en el mundo de la música en portugués.
Si de Joao Gilberto nace Caetano, de Veloso bien podría nacer Zambujo, sin que esta alineación le quede grande al natural de Beja, quien por otro lado parece haber hecho una síntesis más que gozosa entre el minimalismo asertivo del mítico Joao y la sensualidad aplomada del septuagenario artista bahiano.
António, que abrió el fuego con “A casa fechada”, tema de Quinto, es por otro lado un intérprete de muchos recursos gracias en parte a una voz exquisita y virtuosa, capaz de recorrer toda la escala sonora sin caer por ello en espectáculo circense o basto.
Por el contrario, la gran virtud de Zambujo reside en dosificar su arte, asentándolo principalmente en la sensibilidad extrema, en esa honestidad que caracteriza a artistas de su talla y que consiste en cantar de acuerdo a la letra y a la música, empeñado en conmover más que en mostrar pericia en su oficio.
El más brasileño de los cantantes portugueses sale airoso de la comparación con Caetano, merced a una personalidad propia y a un conocimiento musical que le permite ir del jazz a la bossa nova, del fado al cante alentejano, con una ductilidad y seguridad en sí mismo que dejan alelado al espectador.
Zambujo no es Veloso. Y es él también.
Todo lo que en Caetano Veloso es sensualidad del juego previo al encuentro amoroso, en Zambujo se transforma en pasión desatada y en el encuentro amoroso en sí.
El portugués suelta amarras y al cuidado de su ancho pecho se despeina la sombra esquiva de esa cosita loca llamada amor.
El fado, en su arte endemoniado, se vuelve un asunto estrictamente masculino y en su garganta prodigiosa la canción portuguesa contemporánea cobra osadas alas hacia el poso del mundo, hacia su origen.
Se ha dicho de él, por otra parte, que hace “neofado”, como reflejo de una renovación musical de la que se hace cargo acompañado por un cuarteto de músicos absolutamente prodigiosos que en la ejecución de temas como “Flagrante” (hit en Portugal), “A Tua Frieza Gela” (escrita con Maria do Rosário Pedreira) y “Fortuna”, entre otros, hizo gala de una destreza refinada y en armonía perfecta con la cabeza de grupo.
En el contrabajo y la dirección musical, Ricardo Cruz hizo gala de una imaginería inagotable, sumada a una eficacia interpretativa por momentos deslumbrante.
Poesía sonora en la guitarra portuguesa de Bernardo Couto y toda una orquesta adentro del clarinete de José Miguel Conde, sin dejar de nombrar al soberbio Joao Moreira, una lección magistral de lo mucho que con poco puede hacer una trompeta cuando el horizonte es la música y no los fuegos artificiales.
Los fantasmas de Amalia Rodrigues y de Vinicius de Moraes (impresionante la versión de “Valsinha”) fueron convocados en un concierto que resultó corto, pero que al mismo tiempo dejó esa sensación indescriptible de haber sido testigos de algo importante: el despliegue de un artista con destino de leyenda, gracias a una paleta multicolor donde su voz de oro sirvió de faro en la espesa y lluviosa noche defeña.