LAS INQUIETUDES DE JULIUS

22/10/2011 - 12:00 am

Las conmemoraciones sirven de pretexto tanto para añorar como para festejar. También para sentir nostalgia y, cuando se puede, para tratar de recordar, tan fielmente como la memoria lo permita, aquella experiencia más que primaria, primera al momento de vivir algo o tener contacto con alguien.

Una de estas conmemoraciones, literariamente hablando, se da ahora con Un mundo para Julius, la gran novela de Alfredo Bryce Echenique que este octubre festeja 40 años de haber sido publicada, por lo que ha sido reeditada Por Alfaguara en edición de lujo, con variedad de ensayos introductorios, de acuerdo a la región de comercialización; en el caso de la edición mexicana, el honor ha sido concedido al escritor Xavier Velasco.

¿Hay una primera sensación, algún primer recuerdo de aquella complicidad con Julius? Desde luego que sí, tanto para el autor como para el lector. Y todo ello da pie para otra anécdota, para otra novela que no debió haber sido, sino cuento.

Sí, Un mundo para Julius fue concebida por el autor como un pequeño cuento de 12 cuartillas que llevaba por título Las inquietudes de Julius; originalmente comenzaba con un niño de familia adinerada que había muerto y un periodista que viajaba a averiguar cómo y por qué había muerto un niño tan afortunado. Era un cuento en el que sólo existían Julius y su hermana Cinthia. La hija inteligente y el niño hipersensible; el argumento era sencillo: en una casa de gente muy rica, frívola, los niños sufren la ausencia permanente de sus padres y conocen el amor en el mundo de la servidumbre, en los devotos empleados domésticos que los quieren. Un tema recurrente en la narrativa peruana, ha dicho el propio Bryce en días pasados, al presentar la novela en la Feria de Arequipa. Ésa es la anécdota de autor.

Y cuando se revisan las anécdotas se escucha a los autores y vuelven a pensarse sus obras, no queda sino coincidir en la esencia. Escucho una vez más, desde Arequipa a Bryce: “En esta novela, lo que hice fue desarrollar una serie de temáticas, la fatalidad, el amor, el cariño, la rebelión, en sordina. Nació así. En el camino encontré la ironía, a mi país, a más personajes y todo lo que había abandonado; la sensación de abandono, de distancia, y pensé en todos los autores que podían haberme influido. Escribía y escribía. Entonces, la que en aquel entonces era mi esposa, me dijo: ‘si no paras de escribir, me divorcio’; yo puse el punto final y le regalé unas vacaciones. Aunque, después de las vacaciones y del punto final, ella igual le puso, al matrimonio, punto final”.

Pero el punto final de Un mundo para Julius no ha llegado; han sido puntos suspensivos, no sólo ha quedado en las letras latinoamericanas sino que ha estado, guiñándole continuamente el ojo a una gran variedad de lectores. Está ahí, desde su tiempo, como un momento muy específico de la literatura peruana, como un punto nodal en la obra de Bryce, tras Huerto Cerrado (volumen de cuentos) y el cual se dice que no había tenido gran recepción. Es Bryce y su búsqueda no sólo literaria sino personal que permite que Julius nos sea entrañable.

Según el canon literario, los libros se vuelven “clásicos” si éstos sobreviven a su momento histórico 50 años; esta novela ha llegado a los 40 y lo es, sin crisis de por medio y tan vigente (ha dicho el propio autor) como si fuese una novedad. ¿Dónde está el misterio? ¿Lo hay? No se trata de misterios sino de dolores. De ausencias. De grandes amores. Las mejores obras literarias son aquéllas que, de tan personales, se hacen universales porque viajan hacia el alma humana y transforman al lector desde lo más íntimo. En el caso de Julius, es una novela peruana que, de tan peruana Bryce ha comentado que, al día de hoy, la “recomiendan” para entender al país. Sin duda, creo que ello se debe a que entrega un panorama de sus sujeciones identatarias: el hilo conductor entre la creación del ser y la creencia de quien se es. En crisis. En rebeldía. En contraposición. Una época que está ahí, asequible para no sólo entender sino comprender quién se es a partir de donde se existe. Y al momento de leer, ¿uno reflexiona, conscientemente en torno a todo este subtexto? No estoy segura de que ello suceda en una primera lectura. ¿Y cuando uno escribe, se lo plantea? El propio autor ha dicho que no. Que de haber pensado todo ello que los críticos han encontrado en Julius, seguro no lo habría escrito y que, lo que sí pensó fue en un adiós al Perú (vivía en Francia en aquel momento) y en un hola al Perú. Un “Hola Perú, ¿cómo estás?”. Le dice él, pensándolo, sintiéndolo en sus resquicios, sin datos históricos ni académicos, sino bajo la piel, encontrarse con su peruanidad, su manera de llorar, de reír, de extrañar como un peruano.

 

Aquella primera lectura de Un mundo para Julius

Leí Un mundo para Julius hace 20 años. Rozaba los 15 y, en la búsqueda de otros mundos, alguien que conocía mis gustos literarios me obsequió este otro mundo, seguro (o segura, pues he olvidado quién me lo obsequió) de que éste me interesaría. Lo leí con avidez y no tardé más de una semana en consumir sus páginas.

La propia edad me llevaba a otros mundos. De sus páginas, recordaba el “Darling”, expresión inglesa con la que la mamá de Julius se refería a sus hijos, cariñosamente. Desde otro lugar, el mundo de fantasía del niño, su “Palacio” y su fortuna tan desafortunada, me parecía un cuento de hadas que, además de ser inexistente (a partir de mi propia realidad) sólo provocaba tristeza. Me identifiqué siempre con Julius. Pensaba en lo que me hubiera gustado jugar con él y que me hubiese dejado compartir su carroza. Matar a un par de vaqueros y tener un encuentro breve con Cinthia me consumía las horas. Las anécdotas de sus sirvientes, la estancia en el colegio, tocar el piano y no así el violín. ¿De verdad huele la música?, me preguntaba continuamente.

Julius me parecía (y me sigue pareciendo) un niño encantador. Tan parecido a la nostalgia y al dolor mismos del vivir, como la mirada tierna y la esperanza. La posibilidad de construir, desde la fantasía, todas aquellas carencias que uno, desde sí mismo no puede saciar.

Recuerdo también,  una profunda tristeza, semejante a aquélla cuando leí Corazón. Diario de un niño, de Edmundo de Amicis, e incluso, para mi sorpresa, viene a mi memoria aquella repisa blanca que estaba arriba de mi cama, con mis libros, donde permanecieron, por varios años y hasta el momento en que me mudé de casa de mi madre, muy juntitos, estos ejemplares junto con una pequeña edición (que aún conservo) de El Principito.

No sólo han pasado, en Julius, 40 años; en mí, de aquél primer encuentro, 20 más y unas cuantas relecturas, principalmente de subrayados de épocas aquellas en que mi madre y mis maestros, constantemente me regañaban por hacerlo: ¡los libros no se subrayan!.. Esa lección nunca la aprendí. Pero así es esto, “… así es la vida, todos crecen, todos vuelven”.

 

Espacios redimensionados. Una lectura reciente

Lo que facilita la revisión de un texto literario (y en gran medida lo transforma) es que, a los años ni el lector ni el presente histórico son los mismos. Revisar implica también re-pensar y re-contextualizar, a partir de dos momentos: aquél en el que el libro fue escrito y vio la luz la primera edición y aquél en el que se relee, tanto en lo personal, como en el colectivo. Nadie somos los mismos, ni siquiera las páginas del libro que, se redimensionan, se reescriben a sí mismas ante cada par de ojos que lo miran.

Alfredo Bryce Echenique es mucho más que Un mundo para Julius. El dolor con humor. El humor del dolor, está en él, en su narrativa, en su estilo. Su tono ante cada texto está ahí y su visión del mundo es mucho pero mucho más amplia que aquel mundo no sólo onírico sino profundamente reflexivo. Un mundo, dicen los expertos, más cercano y autobiográfico de lo que cualquier lector podría atisbar. Puedo acercarme a su obra, como quien se acerca a un amigo. A sus historias y a sus textos como quien busca, continuamente aproximarse a una mente que le agrada, a una palabra escrita que, desde el papel, construye universos particularmente dolientes sin desgarrarse las vestiduras. Es una peculiar manera de expresarse en el dolor desde la reticencia misma a sentirlo, desde un espacio de negación en el que se asume que éste existe pero se subvierte en el humor fino dando pie a la ironía y a la racionalización del mismo.

Hay en esta novela tres espacios dimensionados: el mundo real, el mundo deseado y ese Mundo para Julius, el imaginario posible. Ese mundo, ha de irse construyendo. Surge de él para él y está ahí, continuamente, en nebulosa, construyendo y de construyendo el espacio real. Cargándolo de emociones, sensaciones y pensamientos no siempre estructurados, donde la relación con el mundo se da a partir de referencias e imágenes muy concretas, propias de un niño que, va relacionándose con el mundo desde una no-relación: “de espaldas, bien tieso, con las manos pegadas al cuerpo y las puntas de los pies separadísimas”.

Así mira ciertas cosas del mundo, Julius. Y las vive, aunque no las entienda, su cuerpo las percibe, las siente. Y ahí, desde el cuerpo, ése delgadísimo, de Julius, es otra historia la que se construye, y es entonces en el imaginario posible donde habita el niño, en el imaginario aquél, de palacios y carrozas, con su hermana Cinthia viva, ella siempre inteligente ayudándole a poner palabras a las sensaciones, a los olores y la incapacidad de no poder hacerlo ante su ausencia: “Las palabras fueron de mi voluntad de niño, de mi voluntad de niño, la etiqueta pegada al pomo de mi voluntad de niño, loción para después de afeitarse de mi voluntad de niño…”.

Julius como protagonista de una historia que, a pesar de ser suya, la siente ajena. Él necesita otro mundo. Un mundo para él, donde todo no es tan despampanante al tiempo que desde el deseo indescifrable, es a ratos más equitativo, aunque no necesariamente, porque la realidad transforma. La tristeza no permite vivir. El dolor “bloquea” el entendimiento. La angustia no da cabida a la razón y el amor, el “amor lindo” que previene y proviene de la madre, Susan, su madre, Darling, es ausente pero idealizado; el otro amor, el que surge de los sirvientes, a veces “huele a ajos” y a Julius, todo lo que le huele mal, le huele a ajos. Porque hay códigos y “el código castiga severamente a los que mienten en asuntos de filiación” y tío Juan Lucas, no es “su tío”, sino su padrastro y, “huérfano se queda al que se le electriza su mami”.

Sí, “Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando por ejemplo una flor…”, y a los 11 años vivía en otro palacio con “techos mata ruidos”, una carroza que no era más la suya, donde, más solo que siempre ya no existía siquiera el “Comedorcito-Disneylandia”.

Hubo en Julius “un primer día más triste de su vida”, ése el que lo marcó  y tras el cual, su mundo hubo sido transformado; el otro mundo, el real en continua rivalización y competencia. A partir de la diferencia, del racismo, de la comparación hiriente, casi cruel aunque no por ello falsa, caminando en ambos mundos, tan frágil y distinto, Julius no es sino el murmullo de la indiferencia de los otros. Un silencio que avanza de a poco, como fantasma,  que sonríe a los recuerdos, añorándolos y donde la fiesta, el baile, la “diversión” es una falacia.

Julius está ahora, a sus once años desde su suite, solito,  ahogado en “un llanto largo, silencioso, llenecito de preguntas, eso sí”, en torno a la vida, la soledad, el dolor. ¿La angustia? No desaparece, se incrementará ante cada relectura, cada que Julius sea re-escrito en la memoria de unos ojos que miran impávidos como se termina con la alegría, cómo ésta no sirve más, cómo no sirve para nada, “sólo para recordar”.

 

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