Trabajar puede ser visto como un privilegio o una condena. Son muchas las voces que se quejan ante la perspectiva de pasar medio siglo acudiendo a una oficina, realizando labores monótonas, conviviendo con desconocidos más que con la familia. Sin embargo, dentro de esas mismas voces, se pueden escuchar otras que apuntan a lo afortunados que se sienten por tener trabajo, generar dinero para sus hogares, ser capaces de sacar adelante a los hijos.
El trabajo es el mecanismo por medio del cual las sociedades funcionan. Es la única manera conocida (al menos de forma colectiva y global) para hacer que la economía rinda frutos. No voy a hablar de cadenas productivas ni mucho menos. Lo cierto es que la perspectiva para los que se acercan a la edad adulta (con tristeza debemos admitir que, en ocasiones, se inicia más temprano) son unos cincuenta años de trabajo antes de poder descansar, jubilarse, vivir de las rentas. Y eso, cuando se cuenta con la seguridad social suficiente, cuando se han sabido ahorrar recursos, cuando se ha pensado en el futuro. De lo contrario, el panorama podría resultar mucho más abrumador.
Si a tal cantidad de años de vida productiva se le suman encuestas que señalan que una gran mayoría de las personas están inconformes o a disgusto con su trabajo, las cosas son mucho peores. Sin embargo, parece no existir otra alternativa viable salvo convertirse en millonario de la noche a la mañana. Pero esos afortunados son muy pocos. Así que es mejor no ilusionarse y prepararse para la jornada siguiente.
Es interesante cómo la literatura no siempre sitúa a los personajes en situaciones laborales. Así como los ubica en una casa, en una ciudad determinada y en su propio tiempo, sería necesario hacerlos trabajar. Sin embargo, uno puede transitar por una infinidad de libros sin toparse con personas trabajadoras. Claro está que, en contraparte, hay muchas novelas ocupadas de dar cuenta de la burocracia, de la denuncia laboral, de hacer que los personajes estallen por sus propias actividades.
En la lista que hoy propongo, muy acorde al Día del Trabajo que ya está en puerta, ofrezco cinco novelas en las que los personajes ejercen oficios por demás extraños. Aunque no me encanta el adjetivo, lo utilizo para señalar desde mis carencias: no conozco a nadie que se dedique a eso. De hecho, si conozco el oficio es gracias a estos libros que, una vez más, han contribuido a expandir el espacio vital.
Una soledad demasiado ruidosa
Hanta lleva 35 años trabajando en el mismo lugar: un inmundo depósito de basura donde llegan, cada tanto, enormes cantidades de papel usado. Él se encarga de empacarlos, de convertirlos en bloques sólidos. Ya luego llegará el turno de llevarlos al incinerador. Es una labor de las que poco se conocen en la superficie y, sin embargo, él está satisfecho. Sucede que ama a los libros pese a la obligación que pesa en su alma: muchos son los que deberá destruir. Sin embargo, no lo hará en medio de una rutina sucia y llena de depredadores. Con pósters, carteles o cualquier cosa con imágenes llamativas, decorará los bultos aglutinados en una masa espesa gracias al agua con que se apelmazan. Bohumil Hrabal consiguió volver entrañable a un personaje duro, casi monstruoso. Una de esas breves novelas que valen cada una de sus páginas: sin duda, un viaje a través de cada uno de nuestros sentidos.
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El general del ejército muerto
Hace años que ha terminado la guerra. El general ni siquiera participó de ella. Sin embargo, los tratados entre las dos naciones lo llevan a ese territorio otras veces repudiado. Su misión nada tiene que ver con las armas, con la necesidad de conquistar o proteger; algo para lo que se preparó toda la vida. No, su misión es incluso tétrica: deberá recuperar los cadáveres de todos sus compatriotas caídos en el campo de batalla. Para ello, debe ayudarse de un cura, de mapas, de los testimonios de las familias de las víctimas, de un experto en geografía. Sin embargo, nada le garantiza que los cuerpos en estado de descomposición con los que se topa sean los que busca. Aunque eso no le impide llevar registros, comparar con los enormes listados, buscar algún indicio que sirva como identificación. Con una cadencia única, Ismaíl Kadaré consigue que ese ejército vaya cobrando vida, hasta conseguir que el general, en efecto, tenga un batallón al cual guiar.
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La esquina de los ojos rojos
El panorama descrito por Rafael Ramírez Heredia es epítome de la violencia. En el barrio bravo conviven sicarios, comerciantes, policías coludidos, narcotráfico y venganzas. Todos los personajes son adoradores de la Santa Muerte. A ella le piden y le ruegan y ésa parece ser la única ley. Sin embargo, quienes han sufrido una pérdida no se pueden conformar. De ahí que sean necesarias las revanchas. En medio de ese barrio transita un hombre al que no se le acercan ni los perros. La razón es muy simple: es un buzo del drenaje profundo. Un lugar que podría ser tétrico salvo porque no se puede ver nada. En sus jornadas, cubierto por completo por un traje hermético que no alcanza para evitar la peste, camina en el interior de los tubos de aguas negras, palpando las paredes en busca de grietas, moviendo los obstáculos. Sabe que si por un momento perdiera la guía estaría condenado a volverse un cuerpo más en medio de esa masa viscosa y envolvente en donde apenas hay cabida para un par de pensamientos.
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Libertad
Son muchas las anécdotas que se cuentan en esta novela de Jonathan Franzen. Sobre todo, porque es una de esas sagas familiares que suelen transcurrir a lo largo de varias décadas. Los protagonistas son Walter y Patty Berglund, un matrimonio norteamericano de clase media. Sin embargo, es su hijo el que nos interesa para este listado. Joey Berglund se encuentra, muy joven, con la rara oportunidad de ser un proveedor para la industria bélica estadounidense. A partir de ese momento, se dedicará a vender piezas de repuesto para diferentes armas y vehículos que están sometidos a la tensión de la guerra. Queda claro que esta encomienda es una crítica del propio Franzen al sistema. Sobre todo, porque pronto se descubre que la mayor parte de esos embarques no contienen sino chatarra. Es una novela monumental en la que bien cabe un oficio por demás extraño.
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El cantante de muertos
Un cantante de muertos es, quizá, uno de los oficios más macabros. Tanto, que no se puede vivir sólo de eso. Sin embargo, el padre de Pablo Rodas corre cuando se solicita a alguien para cantar frente al ataúd, con la presencia del difunto aún en el aire, en medio del corro de deudos. Y si el padre lo hace es porque, en su momento, el abuelo también lo hizo. De no ser porque éste no es un oficio como cualquier otro, Pablo no tendría problemas. Sin embargo, la familia carga con una tara indeleble que les impide relacionarse de buen modo con el resto del mundo. Además, a Pablo le resulta inevitable soñar con muertos. Por eso es que decide terminar con esa lúgubre tradición familiar. Antonio Ramos Revillas consigue un relato muy vivo de un mundo poblado por difuntos.
Como se puede ver, oficios hay de todo tipo. Además, algunos trascienden las épocas o son significativos sólo en determinados periodos históricos. No es lo mismo, por ejemplo, un dentista que quien, durante La Colonia, vaciaba metal hirviendo en los socavones de las muelas. Tal vez, uno no puede asegurarlo, la historia nos depare oficios aún más extraños. La certeza que podemos tener es que la literatura también dará cuenta de ellos.