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Jorge Javier Romero Vadillo

23/01/2025 - 12:03 am

Contraterrorismo: la guerra contra las drogas recargada

La etiqueta no sólo busca reforzar la narrativa de que México es incapaz de manejar su propio problema de seguridad, sino que tiene como objetivo claro que el Gobierno mexicano reactive la guerra contra las organizaciones de narcotraficantes.

Se trata de una versión recargada de la guerra contra las drogas que, evidentemente, tiene implicaciones en la relación bilateral. La insistencia en calificar como terroristas a los cárteles mexicanos no es sólo un gesto simbólico; es una herramienta de presión política y económica.
"En cuanto política de drogas, llamar terroristas a los cárteles no resuelve nada. Es evidente que el problema de salud a Trump le importa un bledo, como demuestra el nombramiento de Robert Kennedy, un charlatán chiflado, como Secretario de Salud". Foto: Juan José Estrada Serafín, Cuartoscuro

¿Qué significa realmente la designación del Gobierno de Estados Unidos de los cárteles de drogas como grupos terroristas? ¿Cuáles son las consecuencias legales y operativas que se derivan de ello? El decreto de Donald Trump para etiquetar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas internacionales tiene mucho de teatralidad política. En términos del combate interno a los cárteles, no representa un cambio sustancial en la persecución de activos o en las restricciones impuestas a sus integrantes. Todos los cárteles mexicanos ya están incluidos en las listas de la Ley de Designación de Cabecillas Extranjeros del Narcotráfico (Kingpin Act) y otras regulaciones del Departamento del Tesoro, como el programa de sanciones contra organizaciones criminales transnacionales (TCO). Esto significa que los bienes de estas organizaciones en Estados Unidos ya están bloqueados, al igual que cualquier transacción relacionada con ellas, lo que deja poco margen para nuevos impactos legales.

Lo que sí cambia, y de forma ominosa, es la posibilidad de aplicar a los integrantes de estas organizaciones medidas de excepción surgidas durante la vigencia de la Patriot Act. Aunque esta legislación fue diseñada para combatir el terrorismo internacional tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, muchas de sus disposiciones siguen vigentes. Estas han creado un marco jurídico que permite detenciones arbitrarias, procesos judiciales opacos y el uso de métodos extraordinarios bajo el pretexto de la seguridad nacional. Calificar a los cárteles como terroristas abre la puerta para que a sus miembros se les trate con ese mismo criterio, lo que en la práctica puede justificar violaciones a los derechos humanos y al debido proceso.

Es evidente que esta etiqueta no aborda las raíces de la violencia asociada al narcotráfico ni mejora las estrategias de control sobre estas organizaciones. Por el contrario, exacerba una guerra contra las drogas que, lejos de resolver el problema, ha alimentado la violencia, la corrupción y la militarización en México y América Latina. Mientras tanto, permite a Estados Unidos seguir evadiendo su responsabilidad en la crisis de opioides y mantener su negativa a echar a andar programas masivos de reducción de daños y prevención de muertes por sobredosis.

El objetivo de Trump es imponer la idea de que la culpa recae exclusivamente en los países productores y traficantes, una narrativa que no sólo exonera a Estados Unidos de su papel central en la crisis de las drogas, sino que refuerza los prejuicios racistas que alimentan su discurso político. Acusa a México como el principal responsable del problema para avivar el miedo hacia la población migrante y reforzar la percepción de que los mexicanos son una amenaza para la seguridad nacional. Esta estrategia, que apela a los sectores más reaccionarios de su base electoral, no es nueva: es la misma lógica que justificó la construcción del muro fronterizo, las redadas masivas y la separación de familias migrantes durante su primer mandato.

En lugar de reconocer la responsabilidad estadounidense en la demanda desmesurada de drogas y la incapacidad de su sistema para abordar la salud mental y las adicciones, Trump optó por culpar a los cárteles, una narrativa que criminaliza a las comunidades mexicanas y latinas en general, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Este uso político del narcotráfico como excusa para justificar medidas xenófobas y autoritarias no sólo es falaz, sino que también exacerba las tensiones sociales y erosiona las posibilidades de cooperación real para abordar la crisis.

Se trata de una versión recargada de la guerra contra las drogas que, evidentemente, tiene implicaciones en la relación bilateral. La insistencia en calificar como terroristas a los cárteles mexicanos no es sólo un gesto simbólico; es una herramienta de presión política y económica. Bajo este argumento, Estados Unidos puede justificar medidas más agresivas de intervención, tanto en el ámbito económico como en el militar. México va a ser tratado no como un socio estratégico, sino como un estado fallido al que hay que tutelar y corregir.

La etiqueta no sólo busca reforzar la narrativa de que México es incapaz de manejar su propio problema de seguridad, sino que tiene como objetivo claro que el Gobierno mexicano reactive la guerra contra las organizaciones de narcotraficantes. Trump y su administración esperan que México despliegue nuevamente una estrategia de militarización y confrontación directa, sin preocuparse por los costos sociales y humanos que esa política ya ha tenido. Pretenden que México radicalice una estrategia que, además de que ha fracasado en detener el tráfico de drogas durante casi dos décadas, ha dejado un rastro de daños enormes en las comunidades mexicanas, con costos sociales altísimos y sin resolver absolutamente nada.

Frente a la presión de Washington y el deseo de congraciarse con su vecino del norte, el Gobierno de Claudia Sheinbaum aprovechará la extensión de las medidas de prisión preventiva oficiosa, que eliminan de facto el principio de presunción de inocencia en México. Estas medidas convertirán al sistema de justicia en un instrumento de encarcelamiento masivo. Como bien dice Catalina Pérez Correa, al Gobierno mexicano la presión en este tema le ha servido de excusa para profundizar la estrategia punitivista y ampliar el estado de excepción.

La respuesta más probable será llenar las cárceles con narcomenudistas, la cadena más débil de las organizaciones criminales, mientras los verdaderos responsables del tráfico de drogas siguen operando sin muchos inconvenientes. Esta política es ineficaz y perpetúa el ciclo de criminalización y marginación de quienes ya viven en condiciones de extrema vulnerabilidad.

Sin embargo, el mayor riesgo para los derechos humanos es que esta presión externa se convierta en la coartada perfecta para que el ejército continúe actuando con total impunidad. Las fuerzas armadas, que ya operan sin controles civiles, podrían intensificar sus operativos arbitrarios bajo el pretexto de combatir a organizaciones "terroristas."

En cuanto política de drogas, llamar terroristas a los cárteles no resuelve nada. Es evidente que el problema de salud a Trump le importa un bledo, como demuestra el nombramiento de Robert Kennedy, un charlatán chiflado, como Secretario de Salud. Eso sí, la etiqueta es un instrumento político formidable para estigmatizar a los mexicanos, un instrumento racista, como lo fue en su momento la guerra original declarada por Nixon en 1971. Mientras tanto, las drogas seguirán ahí, sin regulación sensata, en manos de especialistas en mercados clandestinos, que han demostrado su enorme capacidad de adaptación a las condiciones de la guerra.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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