Óscar de la Borbolla
20/01/2025 - 12:03 am
El Oasis de la Insignificancia: Anatomía del preguntar
"Nada en este universo resiste la pregunta ¿por qué? Dios, la ciencia, los padres de familia, los maestros, las autoridades en cualquier campo se derrumban ante la simple pregunta ¿por qué?".
Cuando uno está de acuerdo y, más aún, cuando uno se siente en la más compacta comunión, no hace preguntas; da por bueno lo que se le propone o lo que tiene delante, lo considera bien a secas o perfectamente normal; aunque también la falta de preguntas puede significar que lo que a uno se le presenta o le propone no le importa o no lo entiende en absoluto. En cualquier caso, quien no pregunta deja todo como está. El que pregunta, en cambio, introduce una distancia: quien pregunta manifiesta que no le basta lo que le proponen o no es suficiente lo que está; quiere más; quiere entender mejor o, francamente, cuestionar lo que aparece ante él.
No hay un preguntar que sea inocente: la pregunta crea una separación, pues con ella la comunión deja de ser compacta. La pregunta es de hecho lo que funda nuestra condición de seres humanos, lo que crea el abismo que nos separa del resto de los seres que componen el mundo, pues nos convierte en animales no naturales: las cosas no preguntan y tampoco ningún otro ser vivo lo hace. Preguntar es lo propiamente humano.
Y sin embargo, hay muchísimas personas que no preguntan, aunque ninguna, que no lo haya hecho, al menos, una vez. ¿Qué instancias o instituciones niegan o van en contra de nuestra naturaleza? ¿Quiénes odian las preguntas? La verdad absoluta prohíbe toda pregunta que no sea aquella que le permita aclararse más. La verdad absoluta no permite distancias, nos obliga a mantenernos en la más compacta comunión. Las religiones también odian las preguntas, son sacrilegios para ella. Y no se diga los tiranos que exterminan a los disidentes, a los críticos, a quienes se atreven a desertar del coro de quienes refrendan con alabanzas los designios del déspota. Pero también los grupos o individuos que creen tener razón, los convencidos de cualquier verdad odian las preguntas. En una palabra, el enemigo del preguntar es el poder, el poder del tamaño que se quiera le tiene miedo a las preguntas, reconoce el potencial destructivo que tiene toda pregunta y, sobre todas, a la que más temen es a aquella que interroga con el sintético ¿por qué?
Nada en este universo resiste la pregunta ¿por qué? Dios, la ciencia, los padres de familia, los maestros, las autoridades en cualquier campo se derrumban ante la simple pregunta ¿por qué? Se quedan sin habla, sin respuesta, se enmarañan en pobres justificaciones y cuando no, nos obligan a ahogar nuestras preguntas o tachan de impertinente y peligroso a quien insiste en preguntar, y es que el ¿por qué? resulta tan dañino que hasta la alegría, ese feliz estado que a veces nos invade, se desvanece —como bien lo hizo notar Schopenhauer—, cuando uno se pregunta: ¿por qué estoy alegre?
Hoy, sin embargo, pocos se preguntan. Pocos convierten el preguntar en su pasión; la mayoría duerme tranquila con su pequeña verdad y ni siquiera comprende o se interesa por preguntar. Casi todos levantan los hombros y desde la derrota pareciera que dicen: ¿para qué?
@oscardelaborbol
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