Héctor Alejandro Quintanar
27/12/2024 - 12:05 am
2024: año del debacle opositor
"El año de 2024 ha significado no sólo la extinción de un PRD lleno de mercenarios y porros de las derechas, sino también ha sido el año donde los otrora partidos más importantes del siglo XX, PRI y PAN, han quedado reducidos a sus peores crisis modernas".
Uno de los errores más grandes de la actual oposición partidista mexicana y sus voceros oficiosos en medios y redes consiste en pensar que la elección del año 2018 fue una especie de generación espontánea; un hecho anómalo nacido de una jornada electoral singular, donde los votantes ejercieron su sufragio con base en la ceguera y el enojo, para darle el poder a un grupo de resentidos populistas y con ello poner en vilo a la democracia.
Luego de ello, ese grupo de entre comillas populistas logró mantenerse en el poder gracias a dádivas clientelares y discursos melosos, lo cual les dio patente de corso para persistir en la presunta destrucción institucional luego de ganar, supuestamente a la mala, la contienda presidencial de 2024.
Además de la carga ofensiva que contiene esta interpretación, sobresale en ella también su apabullante ignorancia. En esa mirada absurda hay muchos prejuicios pero nada de la materia prima fundamental para hacer análisis político, que es la historia. Y esa disciplina es la que explica bien por qué el 2024 ha sido el año en que las derechas partidistas han consolidado su degradación.
Resalto aquí tres momentos fundacionales a ese respecto.
Uno de ellos es añejo y se remonta a 1991, año de las concertacesiones entre PRI y PAN, proceso que consolidó dos cuestiones. La primera, el giro ideológico irreversible en el PRI, que abandonó el nacionalismo revolucionario para subsumirse a la inercia neoliberal y con ello compartir agenda con su enemigo histórico, el PAN. La segunda, el hecho de que ambos partidos se mostraron abiertos a ponderar las prácticas antidemocráticas, como avalar el fraude de 1988 o usar los votos como transacción de negociaciones, con tal de impulsar un proyecto anti popular o simular pluralismo en estados de la República.
Ese es el origen del PRIAN, hecho que no sólo fue denunciado por izquierdistas como López Obrador, sino por el foro democrático del PAN, integrado por históricos militantes como Bernardo Bátiz, Jesús González Schmall o Eugenio Ortiz Gallegos.
A partir de entonces, las acciones conjuntas de ambos partidos en temas cruciales fueron la regla, así sea para privatizar la vida pública o para legalizar latrocinios, como el Fobaproa.
Un segundo episodio es 2005, fecha fundacional de nuestra historia contemporánea, porque fue un momento donde ya se vivía en la presunta transición democrática, con el PAN en el poder presidencial desde 2000, año que, en el imaginario político mexicano, debió dejar atrás para siempre las prácticas antidemocráticas del llamado viejo régimen.
Pero Fox demostró su vocación tan autoritaria como la del viejo PRI, y trató de encarcelar a un personaje inocente sólo porque éste era un gobernante con un proyecto presidencial legítimo que encabezaba todas las encuestas y ponía en riesgo la continuidad de PAN. Ahí, Fox, en connivencia con la dirigencia del PRI y la mayoría de sus diputados, decidieron que poner en riesgo la continuidad del PAN en el poder equivalía a poner en riesgo a la democracia, por lo que emplearon a la PGR, en un uso faccioso de la justicia, para tratar de impedir que fuera candidato un adversario entonces perredista, a quien desaforaron.
Ese año mostró que el discurso de la democratización y el gradualismo de la transición podían destruirse por la venalidad de un presidente autoritario, quien llevó su sevicia hasta las últimas consecuencias, cuando, luego de ser derrotado por una movilización popular en 2005 que impidió el desafuero, ejerció un fraude electoral en 2006. Ese bienio demostró que PRI y PAN coincidían en que debían recurrir al fraude y al discurso fascistoide con tal de hacer a un lado por vías ilegítimas a rivales legítimos. Y de ahí viene la crispación que hoy viven ciertos sectores de la vida pública mexicana.
El tercer momento es 2020. Luego de la coyuntura de 2006, los perpetradores del fraude y las víctimas del mismo tomaron derroteros radicalmente opuestos: por un lado, el gobernante espurio Calderón entregó el país al crimen organizado y en 2012 optó por validar a Peña Nieto por encima de su propio partido, en un festival de sangre y corrupción que sintetizaba el toque de fondo que había significado la alianza PRIAN.
Por el contrario, las víctimas del fraude de 2006, es decir los votantes mexicanos y el movimiento encabezado por López Obrador, optaron por la ruta larga pero segura: en vez de claudicar o pensar en negociaciones con adversarios deslegitimados, prefirieron debilitarlos por la vía democrática, al hacer trabajo de base para convencer ciudadanos, impugnar las contradicciones de las élites gobernantes y convocar, a ras de tierra y por tres lustros, a sus adversarios de abajo a sumarse a su proyecto.
El resultado fue obvio: 2018 llevó a ese movimiento a una victoria arrolladora e inédita, ante la cual, la respuesta del PRIAN no fue la de autocriticarse sino la de formalizarse, en una alianza de adefesios que, desde 2020, no sólo optaron por sumar desprestigios y asumir un discurso apocalíptico y disparatado de la “deriva autoritaria”, sino que sin darse cuenta le dieron toda la razón a la izquierda que, desde 1991, acusó y denunció la existencia de un PRIAN embebido de corrupción y promotor de una agenda neoliberal.
La historia es un proceso del cual nadie escapa. El año de 2024 ha significado no sólo la extinción de un PRD lleno de mercenarios y porros de las derechas, sino también ha sido el año donde los otrora partidos más importantes del siglo XX , PRI y PAN, han quedado reducidos a sus peores crisis modernas.
El escenario abierto por esa crisis es, así, producto de una serie de traspiés que no nació con malas campañas electorales de José Antonio Meade o Ricardo Anaya en 2018, sino en el consuno que sus respectivos partidos hicieron hace lustros para impulsar una agenda elitista y con ello pasar por encima no sólo de las necesidades populares, sino las reglas mínimas de convivencia democrática.
Y la debacle persistirá mientras no aprendan a competir con base en esas reglas, si es que algún día se dan cuenta de ello.
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