Jorge Javier Romero Vadillo
06/06/2024 - 12:02 am
¿Qué pasó?
Al menos predominó la paz el día de la jornada electoral, hubo ganadores incontrovertidos y una victoria contundente de Claudia Sheinbaum. Unas elecciones que apuntan al nacimiento de una nueva colación hegemónica de larga duración, lo que, ahora sí, podría convertirse en un nuevo régimen, fundado sobre la pesada carga de la herencia institucional priista.
Una de las cosas bonitas de las democracias es que son formas de ganar con palabras y no con balas el control sobre la gestión de una buena parte de la renta social. El domingo pasado, en México se disputó legítimamente el poder de manera relativamente pacífica, aunque ahí están los ominosos signos de la existencia del conflicto armado en muchas regiones del país, que hicieron a la pasada campaña electoral la más violenta en lo que va del siglo. Al menos predominó la paz el día de la jornada electoral, hubo ganadores incontrovertidos y una victoria contundente de Claudia Sheinbaum. Unas elecciones que apuntan al nacimiento de una nueva colación hegemónica de larga duración, lo que, ahora sí, podría convertirse en un nuevo régimen, fundado sobre la pesada carga de la herencia institucional priista.
Lo primero que pasó es que se prueba que la democracia en sociedades tan desiguales como la mexicana suele propiciar la formación de coaliciones mayoritarias distributivas –que sólo benefician a los incluidos dentro del propio grupo– propensas a minar los mecanismos de control judicial y a los organismos que requieren de legitimidad supra mayoritaria. El triunfo abrumador de Morena, convertido en un monopolio supra mayoritario, puede ponerle fin al sistema de controles y contrapesos del orden constitucional que de manera incipiente se había ido creando y deja en manos de un solo grupo de lealtades el control de cantidades ingentes de rentas.
También ocurrió que el régimen de la transición ha concluido con la derrota contundente de la coalición que pactó la transición en 1996. Finalmente, López Obrador obtuvo su victoria: acabó con el PRIANPRD, los partidos que pactaron la transición democrática, pero no supieron defenderla, ni tuvieron el talento de usar el poder para combatir la escisión económica y social que agravia a la sociedad mexicana, aferrados a sus dogmas anti fiscales y al despropósito de que los bajos salarios eran una ventaja competitiva para la inserción de México en el mercado norteamericano.
Las reformas de los sucesivos presidentes entre 2000 y 2018, algunas fundamentales para la construcción de un auténtico orden democrático, nunca fueron bien defendidas y siempre fueron contestadas desde el proyecto de López Obrador como neoliberales, es decir gringas, es decir, ajenas a la auténtica democracia que late en el corazón del pueblo bueno: la de la asamblea, la de las comunidades, la del apoyo a los caciquillos y liderzuelos a cambio de que les resuelvan problemas o los doten de servicios que les deberían corresponder por derecho. En cambio, los partidos de la transición que se coaligaron nunca pudieron presentar una buena defensa del proyecto que veían amenazado. Sólo clamaron contra el lobo.
López Obrador se empeñó en la recuperación de la Presidencia todopoderosa y minó todo el andamiaje institucional diseñado para controlar al Presidente de la República, nunca suficiente entendido por la mayoría de la sociedad. Ahora sale del Gobierno como el reconstructor del control hegemónico del poder presidencial, renuevo del fundado por Lázaro Cárdenas y consolidado por Miguel Alemán, aunque con un notable retroceso respecto al segundo, pues Alemán logró constreñir el papel político del ejército, mientras López Obrador les ha devuelto protagonismo a los militares
López Obrador deja, sin duda, un tiradero: escombros de la demolición sin ningún cimiento de algo nuevo, sólo varillas oxidadas en las que aspira sostener el segundo piso de su fundación, como ocurre en las casas de los pueblos del campo mexicano o en las colonias pobres.
Desorden y violencia por todos lados, desempeño económico menos que mediocre y señales ominosas de que su proyecto es cuasi autocrático, asentado en las fuerzas armadas, trufado de actos plebiscitarios, como la elección de los jueces y control centralizado de contratos, obras, compras y todo lo que pueda dejar dinero a los gestores administrativos nombrados a dedo.
Resulta innegable, empero, que López Obrador ganó legítimamente en la comunicación de su proyecto y ha tenido un éxito político imposible de desconocer. Convenció a la gran mayoría de que ese es el camino conveniente: un Presidente providencial con capacidad de tomar decisiones y claramente justiciero, porque a él no lo frenan los güeros; en todo caso, lo ayudan porque les invita tamales y chocolate en Palacio Nacional. El resultado del domingo pasado es el triunfo de un discurso machacado cotidianamente durante seis años y que tuvo eco en una parte incontestable de la sociedad, la cual no percibió la maldad del Gobierno que concluye, en buena medida porque nunca ha sido realmente beneficiada por buenos gobiernos.
El desastroso manejo de la pandemia, uno de los peores del mundo, no le hizo mella a López Obrador: para la mayoría de la población los 800 mil muertos no fueron responsabilidad de la pésima gestión sanitaria, sino de la fatalidad. En cambio, durante estos seis años al menos cobraron un poco más y recibieron apoyos que, si bien no les cambiaron la vida, se las hicieron un poco menos ardua.
López Obrador ganó el relato porque entiende como pocos el modelo mental compartido por buena parte de la sociedad mexicana. Conoce los mecanismos culturales que generan acción colectiva y los utiliza con la eficacia de los grandes demagogos. Sin duda, ya es el personaje más relevante de la política mexicana en lo que va en el siglo y me temo que no para bien. El legado de López Obrador está envenenado. Si Claudia Sheinbaum insiste por la ruta de la reconstrucción del presidencialismo autocrático, sin el carisma ni la capacidad discursiva de López Obrador, difícilmente va a mantener unida a una coalición formada por individuos conocidos por su fluidez ideológica y su mal conformar.
Claro que cuenta con al apoyo de las Fuerzas Armadas, que pueden convertirse, como antes de 1946, en el árbitro de las disputas locales, pues a final de cuentas son los militares quienes tienen el conocimiento de las organizaciones criminales que disputan el territorio para vender protección y negocian con ellas el reparto de rentas, aunque lo han hecho tan sin ton ni son que han sido incapaces de reducir sustancialmente la violencia.
Una eutopía refundadora sería que, si bien la Presidenta tiene la fuerza suficiente (o casi) para modelar la Constitución a su antojo, convocara al acuerdo para revisar conjuntamente la Constitución con los derrotados, para alcanzar un nuevo arreglo cuasi unánime. Que son urgentes las reformas al Poder Judicial y a las fuerzas de seguridad es evidente. El problema es si las reformas van a generar mayor eficacia y justicia o van a someter al Poder Judicial al capricho presidencial, como en los tiempos del PRI, y van a consolidar el camino del control militar de áreas sustanciales de la operación estatal, empezando por las de seguridad, pero con una larga lista de funciones civiles usurpadas.
Lo que pasó, de manera principal, es que Claudia Sheinbaum hereda un desastre apoyado masivamente. Tiene ahora la legitimidad absoluta para levantar los escombros y buscar un nuevo pacto amplio, que incluya a los derrotados, para darle toda la legitimidad necesaria. Pero como su coalición es ahora abismalmente grande, sus incentivos para la negociación son muy bajos. La tentación autocrática está ahí y me temo que tienta al carácter de la señora Presidenta.
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