Jaime García Chávez
22/04/2024 - 12:01 am
La disputa por la Suprema Corte también es electoral
López Obrador ha traicionado la rica herencia que en esta materia nos dejó el liberalismo mexicano del siglo XIX, en particular la experiencia de una década de la República restaurada; pero sobre todo ha abandonado su ofrecimiento de que respetaría a jueces, magistrados y ministros para marcar un contraste con otros tiempos en los que se actuó por consigna, o bien de manera inane frente al arrollador poder presidencial.
Cuando la lucha por el poder en nuestro país se veía centrada en la pugna por la Presidencia de la república y la configuración del Congreso de la Unión, apareció en escena que no tan sólo eso está en juego, sino que se encajó al mismísimo Poder Judicial de la Federación a la disputa para consolidar la hegemonía que se ha venido enseñoreando sobre el país.
La coyuntura y su futuro desenlace hace previsible que se quiera establecer un nuevo régimen político de espaldas a lo que se pensó como una consolidación democrática y de ruptura con el sistema republicano, con su división de poderes, contrapesos y reconocimiento del Estado de derecho. Para decirlo en palabras llanas, el Presidente López Obrador, y su elegida Claudia Sheinbaum, van por todo el poder y eso debiera preocupar a muchos más mexicanos para estar en guardia sobre una amenaza que se cierne y que parece avasallante, aunque no lo sea.
Entiendo que hay un ciclo largo para interpretar cómo llegan y perduran proyectos como el de López Obrador. Pero no solamente. Cuando el PAN arribó al poder presidencial en el 2000 tuvo dos sexenios a su cargo, con el contratiempo del 2006, que deshonró al partido fundado por Manuel Gómez Morín a finales de los años treinta del siglo pasado.
Al final tuvieron sus doce años y se fueron cuando se restauró al priismo más corrupto de que se tenga memoria, encabezado por Enrique Peña Nieto y un séquito de gobernadores altamente corrompidos, como los Duarte de Veracruz y Chihuahua. El poder tiende a reproducirse, y ya instalado cuenta con las ventajas connaturales a los recursos públicos, y eso estamos viendo ahora como palanca esencial de un eventual triunfo de Morena en el relevo lopezobradorista, con todo el continuismo que han venido anunciando sus candidatos de manera arrogante.
No estamos, a final de cuentas, en una elección cualquiera. Aquí la amenaza que se cierne sobre el país es que a una Presidencia con ínfulas imperiales y un Congreso de la Unión obsequioso, se pretenda doblegar y destruir al Poder Judicial de la Federación, en particular al importante papel que desempeña la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Esto no se debe entender, de mi parte, por haberme dedicado al ejercicio de la abogacía desde la oposición, como un elogio lisonjero al Poder Judicial. Puedo decir que sé de cierto que requiere grandes transformaciones y reformas, pero no la destrucción y la apropiación del mismo a los designios de un solo poder omnímodo y, porqué no decirlo, de entronizamiento de un hombre fuerte de México que se va a convertir en el poder tras el trono y usar las leyes como plastilina en sus manos para darle cuerpo a esa continuidad.
Algunos analistas han dicho que López Obrador, al barrer a la Suprema Corte, lo que pretende es que su narrativa histórica prevalezca y se reconozca que su férrea voluntad de transformar al país no se vio coronada con el éxito sexenal porque hubo ministros de la Corte, magistrados de tribunales y jueces de distrito que le estorbaron el despliegue de lo que él llama Cuarta Transformación, concepto ambiguo sin sostén, porque si a números ordinales vamos, antes estaría, por sólo señalar dos ejemplos, cómo llegó la juventud a la escena política en el 68 y el momentum de la mujer que hoy es incontenible en el reclamo de sus derechos.
Los tres poderes están en juego, y el debate sobre la denuncia anónima que se presentó hace unos días y que involucra a Arturo Zaldívar, exministro y expresidente de la Suprema Corte, y a su operador, Carlos Antonio Alpízar, lo ha evidenciado. Cierto es que también se señala a Jorge Arturo Camero Ocampo y a Amparo Hernández Chong, pero para afirmar que resistieron las presiones que el equipo cercano de Zaldívar ejerció en su contra como represalia por su comportamiento en torno a proyectos del Presidente.
De la militancia política de Zaldívar y Alpízar no hay duda. Están bajo el manto protector del oficialismo. El primero renunció a su cargo de ministro destruyendo su propia historia, su propio y previsible rol y se entregó a la tarea de ser el ariete para doblegar al Poder Judicial, del que algún día se dijo orgulloso. Hoy Zaldívar está en la campaña de Sheinbaum y es un fiel morenista más. A Alpízar por su lado, cuando tuvo que dejar al Poder Judicial, se le abrió un espacio en la Secretaría de Gobernación, y por tanto se convirtió en un protegido del poder presidencial.
Pensar que estos personajes actúan de buena fe, como dicen los abogados, o que son neutrales en la polémica, es padecer la candorosa enfermedad de la ingenuidad. Ellos juegan como soldados de primera línea para atrapar y doblegar al Poder Judicial, ponernos al servicio presidencial, y que la nación entera carezca del contrapeso que se le asigna por la Constitución en la división de poderes.
Temas como el de amnistía y la agresiva y reciente reforma a la institución del amparo o juicio de garantías, habla también claro de las pretensiones de consolidar una hegemonía nunca antes vista en el país. Y si bien es cierto podemos advertir vientos favorables a esa nave autoritaria, la realidad es que a largo plazo esa pretensión va a colapsar.
Se quejan de que haya una denuncia anónima y tengo para mí que lo mejor sería que denunciantes de carne y hueso se pusieran de pie a la mitad del foro para denunciar la corrupción. Pero no nos engañemos, la pasta humana no da para tanto. Hay miedo a perder el trabajo, a interrumpir proyectos de vida que orillan a que haya denuncias sin nombre, reconocidas además en el derecho mexicano y postuladas incluso en iniciativas de ley por diputados morenistas. En una sociedad como la mexicana, se han hecho necesarias esas “bocas de león” que existían en Venecia hace muchos años para recibir quejas que, sustentadas de manera abierta, podían significar la muerte del denunciante.
Que haya denuncias anónimas parece más una necesidad que una virtud, pero qué puede hacer quien recibe como autoridad una denuncia del calado de la que se entabló contra Zaldívar, ¿guardarla, archivarla, o darle trámite conforme a la fracción segunda del artículo 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial? Esto es más que un dilema existencial de quien tiene la denuncia en sus manos. Es algo por lo que debe responder y hacerlo con apego al funcionamiento institucional.
López Obrador ha traicionado la rica herencia que en esta materia nos dejó el liberalismo mexicano del siglo XIX, en particular la experiencia de una década de la República restaurada; pero sobre todo ha abandonado su ofrecimiento de que respetaría a jueces, magistrados y ministros para marcar un contraste con otros tiempos en los que se actuó por consigna, o bien de manera inane frente al arrollador poder presidencial.
Un analista ha dicho que este es un asunto personal de López Obrador para escribir sus memorias y magnificar su papel histórico. Puede ser, pero más grave el peligro que nos amenaza y la ausencia de respuestas para encararlo.
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