Jorge Javier Romero Vadillo
15/06/2023 - 12:03 am
La sucesión crítica
"El Presidente López Obrador, profundo conocedor de la política a la mexicana, quiere reeditar la fórmula para resolver su sucesión".
Desde la aparición de los primeros Estados, hace unos cinco mil años, la sucesión de los hombres fuertes ha sido crítica. Con frecuencia, a la muerte de un caudillo hábil y poderoso, estallaban los conflictos y las guerras civiles entre quienes se consideraban con los méritos o la fuerza para sucederlo. Tan delicados son los procesos sucesorios en los arreglos personalizados típicos de los Estados naturales, de suyo autocráticos, que en distintas latitudes se fueron diseñando instituciones que permitieran la estabilidad y evitaran los estallidos de violencia que con frecuencia destruían toda la prosperidad acumulada, cuando no acababan con la organización estatal misma y revertían a las sociedades al “estado de naturaleza” hobesiano.
El mecanismo recurrente para evitar el conflicto sucesorio fue el desarrollo de las dinastías, a pesar de lo incierto que resulta apostar porque el hijo herede los atributos políticos del padre. Por lo demás, la historia es prolija en episodios fratricidas entre descendientes mal avenidos e inconformes por el proceso hereditario. Sin embargo, la fórmula de la sucesión de padres a hijos fue históricamente tan eficaz para mantener la estabilidad que hoy no solo sobreviven coronas hereditarias simbóicas en democracias avanzadas, sino que, en muchos regímenes autocráticos, incluso en los supuestamente más igualitarios, como los comunistas de Cuba o Corea, la solución sucesoria ha tenido carácter dinástico.
En México, durante el siglo XX, se desarrolló un sistema sucesorio peculiar, pero eficaz. En los tiempos del régimen del PRI se usaba con frecuencia, entre los entendidos, la expresión “política a la mexicana” para referirse al intricado conjunto de reglas no escritas, maneras de hacer las cosas y ficciones aceptadas de la revolución institucionalizada. Un conjunto de rituales que simulaban cumplir con la Constitución y las leyes en el ámbito electoral y en la gestión pública, pero que en realidad transcurrían por otra ruta: la de la disciplina y la lealtad con el Presidente en turno y la rápida adaptación a los gustos y querencias del sucesor, de acuerdo con la máxima marxista –de Groucho– que reza “estos son mis principios, pero si no le gustan aquí tengo estos otros”.
La clave de la estabilidad priista radicó en que institucionalizó un mecanismo para evitar las crisis de sucesión, especialmente cruentas a lo largo de la vida independiente del país. El ejemplo más trágico de este tipo de crisis en la historia mexicana fue el del porfiriato: después de treinta años de orden y progreso, cuando el hombre necesario mermó y no logró resolver su sucesión con continuidad, vino el gran estallido violento que arrasó con buena parte de los construido.
Después, cuando la nueva coalición política se hizo con el control de la maquinaria con ventaja en la violencia, de nuevo las crisis sucesorias se repitieron una y otra vez, con rebeliones militares y asonadas, hasta la creación del Partido Nacional Revolucionario en 1929. El pacto que le dio origen a la primera forma del partido del régimen posrevolucionario se basaba en el reconocimiento del general Plutarco Elías Calles como árbitro final de las disputas por las parcelas de poder estatal y funcionó hasta que el general Lázaro Cárdenas le arrebató esa facultad al llamado “jefe máximo” para adoptarla él mismo desde la Presidencia de la República.
Sin embargo, Cárdenas decidió, determinado por su circunstancia, marcada por los tiempos históricos del mundo, renunciar a la personalización caudillista del arbitraje político y trasladó la facultad a la institución presidencial. Desde entonces, cada presidente fue tan autócrata como Porfirio Díaz, pero solo por seis años, con la prerrogativa de decidir quién sería su sucesor sin contestación alguna. Se trataba de un complejo sistema de reglas del juego sin opción de salida, con mecanismos de disciplina muy sólidos, pues la no reelección inmediata de legisladores, el sistema de botín de la administración pública y las elecciones no competitivas hacían que cualquier intento de defección fuera suicida.
El mecanismo sucesorio garantizaba la estabilidad porque forzaba la disciplina. Además, siempre existieron los premiso de consolación para los derrotados: mejor quedarse con una parcela menor del botín estatal que salir del juego de la política, con sus consecuencias distributivas.
El Presidente López Obrador, profundo conocedor de la política a la mexicana, quiere reeditar la fórmula para resolver su sucesión sin rupturas en su coalición y con el mismo objetivo: cuidarse las espaldas en la retirada y, de paso, intentar mantener su influencia una vez concluido su mandato. Hasta ahora parece que la pesada carga de la herencia institucional va a jugar a su favor, pues, aunque ahora existen opciones de salida, el cálculo de los herederos es que la ruptura no los conduciría muy lejos, sobre todo porque a pesar del desastre de la gestión de este gobierno, no hay posibilidades de éxito si se juega por fuera, con una oposición exangüe, mientras que los costos de la ruptura pueden ser muy altos, tal vez porque las colas a pisar son muy largas.
Como ninguno de los suspirantes a la herencia tiene gran arrastre propio, ni capacidad de concitar simpatías entre la oposición, es muy probable que la jugada le salga al Presidente, aunque es muy poco probable que las ataduras duren mucho más allá de la elección. No veo cómo la olla podrida que es Morena resista unida después de la elección de 2024, aun si ganan la elección sin problemas. Porque lo que es seguro es que sea quien sea el ungido, una vez en el poder querrá hacer su propio juego y pronto el ex será un lastre, por más que se pretenda el gran líder, nuevo seductor de la Patria, vigilante desde el rancho de Palenque como si de un nuevo Manga de Clavo se tratare.
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