Leopoldo Maldonado
04/06/2021 - 12:01 am
Hablemos de los medios
Durante décadas, los principales dueños de los medios de comunicación y no pocos periodistas declinaron de su alianza con la ciudadanía y la sellaron con el poder político en turno.
Los medios de comunicación a nivel global, en su mayoría gestados en contextos antidemocráticos, enfrenan una dura crisis de credibilidad. Y es por ese motivo que hoy muchos gobernantes con altos niveles de popularidad aprovechan el desencanto social frente a las empresas de comunicación para fustigarlos.
Bajo esta óptica, es que el Presidente López Obrador ha dedicado una cantidad considerable de su tiempo a pontificar sobre los medios y, por su puesto, descalificarlos. Ya hemos dicho que no es el papel del Jefe de Estado erigirse en tribunal de la decencia, el decoro o la calidad editorial de los medios de comunicación. Esa posición tiene como intención un fin político abiertamente expuesto por el propio titular del Poder Ejecutivo: aquellos medios o periodistas que no estén con la 4T son “conservadores” y son sus adversarios. Con razón podemos dudar del criterio que utiliza para adjetivar la labor de la prensa todos los días.
Sin embargo, no podemos pasar por alto los resortes sociales que han llevado a la progresiva desconfianza hacia los medios de comunicación en México. De entrada, contrario a lo que furibundos detractores de la prensa señalan hoy, los medios de comunicación en el México pos-revolucionario no se gestaron como un “cuarto poder” (poder mediático), sino como un apéndice del poder político hegemónico. Precisamente uno de los pilares del PRI-Gobierno fue el control férreo, pero sutil de los medios de comunicación como vehículos de propaganda y ideologización.
Es innegable la manera en cómo ejercía censura desde la Secretaría de Gobernación y sus homólogas locales. No podemos olvidar el monopolio del papel periódico que tenía la empresa PIPSA hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, y cómo ese control sutil mutó al condicionamiento de líneas editoriales mediante el ejercicio discrecional del gasto de publicidad oficial.
Qué decir del “chayote” y otras prácticas deleznables que marcaron el quehacer periodístico de nuestro país. Cómo olvidar el monopolio de televisión que transitó a oligopolio, al igual que el existente en radiodifusión nacional. La estrategia de mantener pocas familias, pocos dueños de medios con quienes negociar, presionar, apretar las líneas editoriales se mantiene.
El actuar de los barones (y varones) de los medios en México, motivados más por los intereses económicos que por el potencial democratizador sus empresas, es causa del descrédito generalizado que sufren las empresas de comunicación. Por ejemplo, ante el crecimiento exponencial de la violencia contra la prensa derivada de la “guerra contra las drogas”, los grandes ausentes –además del Estado- han sido los propietarios de la gran mayoría de medios de comunicación, quienes además de no garantizar derechos laborales mínimos, tampoco ponen las condiciones de seguridad para sus periodistas que se juegan la vida día con día.
Adicionalmente la mayoría dueños de los medios son quienes han pugnado porque no existan limites a la propiedad cruzada de empresas de comunicación. También son ellos quienes fijan hasta dónde llegan las garantías de “pluralidad y diversidad” y para los derechos de las audiencias. Además han pugnado por la falta de criterios claros, objetivos y transparentes en la asignación de la pauta de publicidad oficial.
La consecuencia de todo ello es una sociedad que recibe información manipulada y sesgada sobre hechos de interés público. Imperdonable para una sociedad marcada por múltiples agravios. Tenemos como botón de muestra la invisibilización de la matanza del 2 de octubre de 1968, la justificación de la represión estatal contra los movimientos armados de los sesenta y setenta, el ocultamiento de fraudes electorales, la estigmatización y criminalización de miles de víctimas de la reciente “guerra contra el narco” (basta recordar la amplia difusión de la “verdad histórica” del caso Iguala). Durante décadas, los principales dueños de los medios de comunicación y no pocos periodistas declinaron de su alianza con la ciudadanía y la sellaron con el poder político en turno.
Hace apenas diez años vivimos lo que puede considerarse una rebelión ciudadana contra la hegemonía mediática y por la promoción de la pluralidad y diversidad informativas. Ese hito lo encontramos en el movimiento #YoSoy132 que se opuso a un candidato impuesto por las televisoras (a la postre Presidente), lo que a su vez provocó una reforma constitucional en materia de telecomunicaciones cuya implementación a profundidad se mantiene como asignatura pendiente y urgente.
A pesar de la adversidad, siempre hay periodistas honestas y honestos que rompen el cerco de silencio. Hoy ese compromiso democrático se ha ampliado y se mantiene a través de proyectos colectivos y voluntades individuales inquebrantables. Grandes investigaciones periodísticas sobre temas de derechos humanos y corrupción publicadas durante el sexenio pasado fueron el clavo en el ataúd de un proyecto político en abierta y acelerada descomposición.
Sin importar el gran impacto de estos esfuerzos informativos, la percepción social negativa sobre la prensa impera. En la encuesta realizada por Latinobarómetro, sólo el 35 por ciento de las personas dijo tener algo o mucha confianza en ellos. Esa desconfianza hacia los medios tradicionales es potenciada por los actores políticos. Pero nunca para empujar a una democratización de los mismos, sino para imponer un cerco censor de nuevo cuño. Términos como “fake news-noticias falsas”, “desinformación”, “infodemia”, que sin duda son tendencias preocupantes en la dinámica de la comunicación social, son instrumentalizados para descalificar y desacreditar contenidos críticos hacia lxs gobernantes.
En el caso mexicano, lejos estamos del desmonte de las viejas estructuras autoritarias que encausaron el quehacer periodístico. Más bien estamos en su re-encauzamiento por parte de nuevos actores políticos que desplazaron a los mandones de antes. La discrecionalidad en la pauta de la publicidad oficial, la condonación de tiempos fiscales a concesionarios de radio y TV y la persistencia de condiciones de inseguridad para las y los periodistas, son muestras palmarias de que la verdadera preocupación no es construir medios más plurales, críticos e independientes, sino que la ausencia de ellos beneficie al Gobierno en turno. Esto significa que el problema no es que adulen y manipulen a favor del poder, sino que desistan de adular y manipular a quienes hoy lo ocupan.
En suma, la crítica del papel de los medios de comunicación es un derecho que no nos debe ser expropiado por quienes ahora buscan beneficiarse del statu quo. Una agenda democrática para reconfiguración de los medios es urgente, pero esa iniciativa debe ser ciudadana, plural y en lenguaje de derechos sin demérito que pueda traducirse en políticas públicas que le den cauce. La idea central radica en la apropiación social de los canales de comunicación para que representen la pluralidad y abran su espacio a las voces que durante años se negaron a escuchar.
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