Esta novela habla sobre el romance, las drogas, la alta velocidad y cómo ser escritor de tiempo completo sin morir en el intento. El narrador necesita vivir al límite, hacer de cada día una película y saltar al vacío sin ayuda de un doble. Los novelistas, piensa, son siempre lo que cuentan. No hay para él asunto más serio que este juego, cuya materia prima son las cicatrices.
Ciudad de México, 21 de noviembre (SinEmbargo).- He aquí una retorcida historia de amor. Nuestro prospecto de héroe ha de ganarse su papel en ella con las reglas que impuso desde niño. No hay para él asunto más serio que este juego, cuya materia prima son las cicatrices. Necesita vivir la vida al límite, hacer de cada día una película y saltar al vacío sin la ayuda de un doble. Los novelistas, piensa, son siempre lo que cuentan.
Esta novela tiene que ver con el romance, la cárcel, las drogas, la alta velocidad y el trabajo de tiempo completo de ser escritor y no morir en el intento: «Somos aventureros y nos toca morder toneladas de polvo». Porque si la aventura secreta del narrador termina cuando escapa de la escena, esta vez contará la historia de la historia. Toneladas de polvo antes de aterrizar en la última línea.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El último en morir, del escritor mexicano Xavier Velasco —autor de Diablo Guardián (Premio Internacional Alfaguara de Novela 2003), El materialismo histérico (relatos, 2004), Luna llena en las rocas (crónicas, 2005), Éste que ves (novela, 2006), Puedo explicarlo todo (novela, 2010) y La edad de la punzada (novela, 2012)—. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.
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I. Un día fuimos dos
¿Por dónde ha de empezar uno el relato? Por donde más le duele, si es posible. Esas horas de llanto mal tragado que le echaron de bruces a la edad adulta.
Uno escribe siempre contra la muerte.
Rosa Montero, La loca de la casa
Tengo veinte años y a mi mayor aliada tendida en una cama de hospital. Es el día de mi santo, de modo que nos toca ir a comer porque también es santo de mi padre y jamás perdonamos el ritual. Hace ya varios días que mi mamá no duerme con nosotros, desde que Celia salió de la casa entre dos camilleros, habituados a oír sin escuchar las quejas de un paciente adolorado. Entiendo que es el fin y soy cobarde. Sé que Celia no volverá a la casa, pero finjo ante el mundo que no me he dado cuenta porque ella todavía me llama “niño” y yo he encontrado asilo en su candor. Alguna vez me dijo que no quería morirse en nuestra casa, para ahorrarme la pena y la impresión, y ahora que estoy delante de esta cama no encuentro qué decirle, ni sé si podrá oírme, de lo enferma que está.
Cuando llega el momento de irnos a comer, la tomo de una mano y siento su respuesta. La aprieto ya, me aprieta, y es como si nos diéramos un abrazo secreto porque los dos sabemos que estamos despidiéndonos y entiendo sus palabras sin palabras, ya me voy, muchachito, pórtate bien y acuérdate de mí. Ella, que siempre me lo perdonó todo, me está diciendo con este apretón que otra vez me perdona por no estar a la altura del momento y correr a esconderme de su adiós. Por una vez me dice, nos decimos, sin que nos hagan falta las palabras, cuán importantes somos en la vida del otro, por más que yo sea un nieto sacatón y me esmere en negar el abismo que está a punto de abrirse.
Alguien dentro de mí quiere que esto suceda de una vez, con tal de no tener el tiempo suficiente para asumir entera la aflicción. Me niego a ver el miedo, el desamparo, la nada que se acerca, y entonces me comporto como si el hombre lobo no estuviera asomado a la ventana de mi cuarto de niño. Me digo que ya es hora de mostrar la madurez que jamás he tenido, que estas cosas suceden todo el tiempo y ya Celia me dio lo que podía darme, pero no profundizo para no echar por tierra un autoengaño que en los próximos días me hará sentir tan fuerte como ingrato.
Me gustaría desear que se mejore, pero me he abandonado a un derrotismo que de alguna manera me consuela, o mejor: me anestesia. Voy y vengo con el humor de siempre, traigo la música a todo meter y busco a mis amigos por teléfono con la frecuencia de todos los días. Hay tantas cosas nuevas en mi vida reciente que no me queda tiempo para poner en duda el porvenir glorioso que según yo me espera, porque hace ya dos meses que soy coordinador de un suplemento cultural y de aquí a unas semanas empezaré a estudiar una nueva carrera.
Esto último, por cierto, sólo Celia lo sabe, pues nadie más se cree ese disparate de que espero algún día vivir de hacer novelas. ¿Quién más, si no mi abuela, sería capaz de permitirse el lujo de entusiasmarse con semejante proyecto, cuyos primeros trámites han consistido en botar la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública? Nada más de nombrarla me acalambro. Después de un par de años de resignarme a medias a un futuro que al fin encuentro inaceptable, preferiría ir a dar a un hospital psiquiátrico antes que formar parte de un partido político. Ahora sólo me falta figurarme cómo le voy a hacer para evitarme el drama familiar. ¿No dije acaso que soy un cobarde? ¿Y qué tal si empezara por las buenas noticias? “¿Qué les parece que a partir de enero voy a ser yo quien pague mi colegiatura?”
Es viernes, muy temprano, y ya suena el teléfono. Mi papá debe de estar en el baño, pero antes saldrá él enjabonado a que yo deje de hacerme el dormido. ¿Quién, que no sea mi madre con las peores noticias, va a llamar a la casa a estas malditas horas? Por supuesto, es la peor de las noticias, y mi padre-tocayo no la disimula. Me quedo tieso, helado, hueco, impávido. No abro los ojos para no tener que ir hasta el teléfono y decirle no sé qué cosa a Alicia, hija de Celia y hermana de Alfredo: mi mamá, que a partir de este día y a lo largo de demasiados meses llorará como niña desamparada. Nadie que yo conozca sabe entregarse como ella al dolor, mientras que yo lo niego y ando por ahí chiflando canciones pegajosas, igual que un carterista principiante. Oigo venir los pasos de Xavier y abrigo la esperanza inoperante de que espere a más tarde para “despertarme”.
—Tu mamita se acaba de morir —me lo suelta de lejos, sin dar un paso dentro de la recámara, y yo sólo sepulto la jeta en la almohada, escupo unos murmullos ininteligibles, me revuelvo debajo de las sábanas porque no me imagino qué debería hacer y por más que me esfuerzo no consigo llorar. ¿Y cómo, si he logrado convencerme de que no es a mí a quien le pasa esto?
Vista así, desde afuera, la muerte de mi abuela parecería un mensaje de los tiempos. Tengo al fin un trabajo y una nueva carrera, nada va a ser igual de aquí al próximo mes. Pienso en eso a intervalos, en el camino de la casa al hospital, mientras mantengo viva una conversación insulsa con Xavier. No sé por qué me esfuerzo en que parezca que éste es un día como cualquier otro y me siento perfectamente bien. O tal vez sí lo sepa: no soporto la compasión de nadie. Prefiero que me odien a que me tengan lástima y estoy haciendo todo lo que puedo por no tenérmela en estos momentos. Nada que sea muy fácil, una vez que la he visto tendida en la camilla y me he negado a descubrirle la cara. Nunca quiso que yo la viera muerta y tampoco yo quiero recordarla así. Tanto que se arreglaba, dudo que me dejara mirarla en esa facha.
Mi mamá sí que llora. No solamente acaba de perder a su madre, también le tocó ver a los médicos salir del cuarto y abandonar su cuerpo sin molestarse al menos en recomponer su última postura. La orfandad de mi madre se inaugura delante del cadáver de la suya, cuya cabeza cuelga de la orilla derecha de la cama. No deja de contarlo, tiene el espanto impreso en la mirada y un dolor que no logro compartir porque estoy ocupado en demostrar que no me pasa nada.
Si pudiera, estaría de regreso en la casa. Solo, de preferencia, con la música puesta. Intuyo que lo saben y por eso deciden que sea yo quien vaya a casa de mi Celita y le traiga un vestido color negro. Uno muy elegante, ilustra Alicia, búscalo en el armario de la recámara.
Al fin solo, enciendo el autoestéreo y echo dentro el cassette que sin mucho pensarlo supe que me hacía falta. Eberhard Schoener, Video Magic. Si estuviera escribiendo uno de mis artículos para el suplemento diría que es un idilio romántico-electrónico, salpicado de dulces tonalidades tétrico-vampíricas que elevan el espíritu aun en casos de grave frigidez, pero yo sé que es música de funeral. Llego al departamento de mi abuela, le doy vuelta a la llave y la puerta no se deja empujar. Algo la está trabando desde el piso. Empujo con más fuerza y logro abrirme paso por la rendija que he podido agrandar unas cuantas pulgadas. Miro entonces al suelo, todavía sin prender la luz del hall, y descubro una alfombra de periódicos bloqueando el movimiento de la puerta.
“Ya no los va a leer”, me repito, atontado, y esa pura certeza me encoge las entrañas. A veces lo que duele no es lo que sucedió, sino lo que ya no va a suceder, y de eso está repleto este departamento. El único lugar en el planeta donde yo, cuando niño, era invencible. Mi reino desde siempre. El comedor, la sala, las jaulas de los pájaros (hace ya años sin pájaros), la cómoda en cuyo primer cajón guardaba la baraja española, el parkasé, la tabla que de un lado era La Oca y del otro Serpientes y Escaleras. Llego hasta la recámara dando pasos de autómata y me siento en el lado derecho de la cama, junto al buró, que es donde ella dormía. Prendo la lámpara, miro hacia el tocador y salta mi retrato, escoltado por dos muñecas de porcelana. Nada más despertar, se topaba de frente conmigo cada día.
¿Adónde se va el orden de las cosas, una vez que se ha ido quien las ordenaba? ¿Qué sentido ya tiene que una figura esté aquí y dos más allá, quién sabría explicarme por qué estos frascos estaban afuera y esos otros guardados en el cajón, a quién le importa ahora que ella fuera la dueña de todas estas cosas que acaban de perder su lugar en el mundo? ¿Me habría imaginado mi Celita, mi Mana, mi Mamita, llorando como un huérfano junto a su buró? ¿Alguien sabe la cantidad de duendes que se me están muriendo aquí y ahora, los cientos de secretos que compartí con ella en este cuarto, las historias, las risas, el privilegio de mirar al mundo desde una inmensa cima donde ningún peligro podría haberme alcanzado? “No te tardes”, me han dicho allá en el hospital, pero me quedan varias lágrimas más y no pienso guardármelas, no ahora. Las muñecas, las fotos, la lámpara, el cajón, todos estos objetos que mi Celia ya nunca volverá a tocar, ¿quién va a llorar por ellos si me voy?
Me digo que me espera un día espantoso, pero regreso al coche y siento que la máscara recobra su dureza. Para mejor probármelo, seré yo quien avise a parientes y amigos, de modo que estaré colgado del teléfono en las horas que vienen. En lugar de informarles que Celia se murió, hablaré de complicaciones médicas y concluiré que “ya no se pudo hacer nada”, sin siquiera un amago de nudo en la garganta, llegada la noche procuraré escaparme al carro cuanto pueda, encender el estéreo y oír la voz de Sting cuando aún no era famoso y trabajaba al lado de Andy Summers, acólitos los dos de Eberhard Schoener. “Rézale a mi mamá”, suplica Alicia, que nunca escucha música cuando está así de triste, pero a mí eso se me da tan poco que mañana, en la misa de cuerpo presente, no habrá quien me convenza de comulgar.
—¿Ni por ella? —me orillará Xavier, con la vista en la caja.
—¿Ser hipócrita? Claro que ni por ella —me entercaré, jugando al tipo duro.
Necesito estar solo. Me canso de poner esta cara de business-as-usual y tener que lidiar con tanta gente amable, comprensiva y católica que haría mejor largándose a la mierda. Por lo pronto, aprovecho para informar a Alicia y a Xavier, que están por un momento solos en un rincón, que Celia y yo teníamos un secreto. Mucha astucia, la mía. Tendría que darme un poco de vergüenza venir a aprovecharme de estas horas tan negras para soltar la sopa de la nueva carrera. “Una buena noticia y una mala”, les ofrecí y empecé por la buena. A partir del mes que entra, yo pago mis estudios. La otra noticia es que me cambio de carrera. No quiero ser político, decidí estudiar Letras. Puesto en otras palabras, desde enero me voy a mandar solo. “Mamita lo sabía”, les recalco, y lo aceptan con tanta mansedumbre que de vuelta me siento un abusivo. Necesito salir, digo que voy al baño y me esfumo hasta el coche. Me hace falta mi música de funeral. Volver a hablar con ella, sin rezos ni sollozos. Regresar a esas madrugadas largas, tenderme al lado izquierdo de la cama y escuchar otra de esas historias que Celia me contaba cada viernes, como si desde entonces supiera cuál sería mi vocación y abriera el cofre lleno de mi herencia.
—Celita... —le confieso, sin más testigo que la voz cantante— lo logramos. Voy a ser novelista.
II. Metamorfosis ambulante
De por qué no hace falta más que tinta y papel para construir la máquina del tiempo.
Todos tenemos algún lado macabro, por no decir algunos o quizá demasiados. Un traidor intrigante nos habita y nos empuja a ratos hacia el precipicio. En mi caso una corte de intrigantes, entre los cuales no es cosa infrecuente que mis hadas resulten minoría. No sé si eso me alcance para explicar cómo y cuánto me gusta, desde niño, coleccionar problemas, o si quepa atribuir una astucia especial a las mentadas hadas, que sin así decirlo encuentran productiva esta lujuria por el entuerto, el punto es que trabajo fabricando verdades mentirosas y tengo en el armario docenas de camisas de once varas.
Cito esta zona turbia tan temprano porque una cosa es que seas profesional de la mentira y otra muy diferente que no acabes contando la verdad. Y si he de hacerlo así, no está de más empezar por decir que escribo estas palabras a escondidas del mundo, como si fuera algún crimen moral cuya pura mención tendría que fulminarme de vergüenza, y para colmo lo hago sin necesidad, por el puro placer de abrirle un frente más al novelista. Me explico: este proyecto subrepticio nace a espaldas de mis seres queridos y hasta del Dúo Dinámico (Bárbara y Willie, mis agentes literarios) que espera en Barcelona a que al fin se me antoje terminar de escribir la próxima novela.
Yo diría que no es cuestión de antojo, pero tampoco estoy en posición de negar que hace tiempo se me antojaba mucho escribir estas líneas, y si hasta hoy me había contenido era porque me consta que no hay en este mundo amante más celosa que la novela en curso. Adriana, mi mujer, se ha enseñado a tratarlas como hijastras simpáticas y esquizofrénicas. Sé, pues, que si le contara de este libro haría cuanto pudiera (es decir, cualquier cosa) por celebrar mi giro intempestivo, pero entonces ya no estaría jugando, y en realidad mi única razón para escribir un libro es perderme en un juego solitario del que no sé cuándo podré salir, o me dará la gana tan siquiera.
Por lo demás, éste será su libro, tal como lo confirma la dedicatoria, y por eso disfruto como una travesura viéndola ir y venir sin formarse una idea de lo que realmente hago aquí sentado. Fue así que empezó todo, en la escuela primaria donde ya desde entonces era yo ducho en procurarme líos. El secreto, la fuga, la invención, los constantes simulacros, todo eso y más hacía parte de un juego tan absorbente que terminé jugándolo mañana, tarde y noche dentro de mi cabeza. Concebir las historias, dejarte hipnotizar por tramas inasibles, gozarlas y sufrirlas como una fechoría, engarzar las mentiras que la solaparán, mirar con cierta lástima callada a todos esos niños a cuyos juegos nunca fuiste invitado y de pronto parecen ya no sólo aburridos sino estorbosos, ¿existió alguna vez un juego mejor que éste? ¿Ves cómo hasta la fecha no paras de jugarlo?
Ya sé que es de mal gusto entre los idealistas, y acaso un desprestigio para quienes suponen que un autor ha de ser desdichado para escribir bien, pero cabe aclarar que vivo muy contento. Escribo en el jardín, todos los días —un trabajo que nunca me ha sabido a trabajo—, me rodea una jauría de gigantes de los Pirineos y en momentos me escapo a intercambiar cariños terapéuticos con una tapatía tan espectacular como entrañable, ¿qué más puedo pedir? Exactamente: la fruición de meterme en un problema, ocultarlo y armarme con una doble vida, que en este caso vendría a ser triple. Una mujer, dos obras en proceso: la idea me entusiasma lo bastante para hacerme pensar que puedo con las tres. Bien lo decía Morrissey: Trouble loves me.
Hace un par de años ya que me compré el cuaderno naranja marca Leuchtturm que ahora estoy estrenando. Antier llegó el paquete con la tinta Iroshizuku rojo bermellón que desde hoy participa en este juego. James Bond solía iniciar sus aventuras con una visita al taller del científico Q, quien procedía a surtirlo de armas ultra secretas a la medida de la nueva misión. ¿Y no empiezan así los juegos entre niños, “yo era James Bond y tú eras Moneypenny”? Pues bien, hoy he elegido ser el otro: ese que se escapaba volando del pupitre, el colegio, la niñez y la época en dirección a un mundo de mentiras que parecía más verdadero que el suyo, mientras yo pretendía, con escasa verosimilitud, que era un niño estudioso y dedicado. El que jamás dejó de jugar y hablar solo y todavía hoy lidia con la acechante sensación de ser en todas partes extranjero. ¿Pero de qué me extraño, si hasta mi propio oficio me delata como un ensimismado?
No fui quien lo eligió, sino al revés. Mientras creí que aún estaba a tiempo, me resistí a este raro destino laboral cuya materia prima es la incertidumbre. No es verdad que uno deba vivir triste, aunque sí, todo el tiempo, atribulado. Vale decir que lo he probado todo, y de pronto obtenido ingresos más o menos aceptables, pero tengo este vicio testarudo cuya práctica me hace abandonarme al gozo de ser otro sin que nadie termine de enterarse qué es lo que en realidad ocurre en mi cabeza. Paso al fin tantas horas encerrado en mi propia máquina del tiempo que vivo permanentemente turulato. En cualquier situación, cuando menos lo pienso me transformo en el vago taciturno que va por la banqueta peleando con fulanos que no existen, por el momento al menos. No sé si es para lo único que sirvo, pero ya la experiencia demostró que no me da la gana servir para otra cosa.
He perdido la cuenta de las veces que dije —a amigos, periodistas, editores, familia— que nunca escribiría un libro como éste. Luego de dos novelas autobiográficas —una de infancia, otra de adolescencia— creía tener claro que mi vida perdía interés literario a partir de ese punto, si bien ya hemos quedado en que los buscadores de líos acostumbramos llevar más de una vida, así sea por meras cuestiones prácticas.
Y esa otra, la segunda, seguramente la que más me desvela, es la que me he propuesto contar en estas páginas. La que le cuadra al demonio en jefe a quien sirvo día y noche, por cuyo mal ejemplo me reservo el derecho a contradecirme. Lo dice la canción de Raul Seixas: Prefiero ser esa metamorfosis ambulante, a tener aquella vieja opinión formada sobre todo.
Escribo sin nostalgia, y si vuelvo al pasado es por esta cosquilla de explicarme lo que de cualquier modo sé que es inexplicable. No entiendo por qué escribo, ni para qué, ni sé decir en qué preciso instante se hizo tarde para cambiar de idea y llevar una de esas vidas saludables para las que siempre hay un manual de instrucciones. No se es una metamorfosis ambulante siguiendo los dictados de la razón, como prestando oídos al runrún chocarrero del instinto.
Hoy, el segundo día del nuevo juego, miro a Adriana pasar a unos metros de mí, le hago una broma boba y pretendo que todo sigue igual, aunque seguramente ya pudo darse cuenta de que ahora estoy usando tinta roja. En unas pocas horas, cuando haya retomado la novela y este cuaderno vuelva a su escondite, verá que escribo con tinta morada. No suelen escapársele esas cosas. Pienso en el dramaturgo perturbado que encarnaba Jack Nicholson en El resplandor y me divierte imaginar a Adriana temiendo en un suspiro por mi salud mental. Dudo que lo haga, al fin, porque ya me conoce y está habituada a montajes como éstos. De pronto me hago el muerto, o me pongo una máscara y salto de la nada para darle un sustazo, o le escondo sus cosas sin motivo, o me invento una falsa desazón tan sólo por el gusto de envolverla y arrebatarle una de las sonrisas sin las cuales sería ese escritor adusto y amargado que me he negado a ser desde que empezó el juego, o más exactamente desde que descubrí que no había marcha atrás porque el oficio ya me había elegido y el juego acabaría con la muerte. Mientras eso sucede, tengo algo que contar.
III. Idilium tremens
De cuando el “compañero paracaidista” todavía estudiaba para ser presidente de la República, pese a las estruendosas evidencias en sentido contrario.
Desde la alta montaña del idilio, el menor paso en falso topa de frente con un acantilado. Como si la hechicera de la sonrisa angélica despertara chimuela, gruñona y halitosa. Pero de eso se trata justamente este oficio. Claro que hay papanatas que al paso de los años no encuentran nada chueco ni inservible en las líneas de amor que una vez pergeñaron, sólo que esos jamás llegan a novelistas. No releemos lo que ya escribimos con el ánimo de aplaudirnos solos, sino al modo del ingeniero aeronáutico cuyo quehacer consiste en rastrear uno a uno sus probables errores. Cuestión de vida o muerte, pues al igual que ocurre con los aviones, un solo desperfecto puede ser suficiente para que una novela se nos venga abajo. Para colmo, lo que hoy es un acierto bien puede parecer más tarde lo contrario. Mañana, en dos semanas, el año próximo, eso nunca se sabe y menos todavía si se halla uno al principio, ya sea de la novela o, ay, de su carrera.
Lo cierto es que al principio no hay novela, ni quizá novelista. Existe, en todo caso, la desproporcionada presunción de que esas pocas páginas son el inicio de una larga historia, igual que a los románticos perdidos les toma diez minutos vislumbrar los hijitos que tendrán con el enésimo amor de su vida. A la imaginación le gustan los atajos, tanto como le estorba la realidad. La usamos cuando niños, sin el menor escrúpulo, y es un poco más tarde que le da por pasarnos la factura, no bien caemos prendados de nuestra fantasía y ésta nos hace ver como unos tristes cándidos.
Digo “nos hace ver” porque en mi caso, al menos, tenía la costumbre de andar por ahí ventilando mis idilios presuntos. “¿Ves a aquella guapota de la blusa verde?”, le preguntaba a algún amigo cercano. “Pues vela respetando, porque va a ser mi esposa”, disparaba enseguida, con aplomo de viejo meteorólogo. Y algo no muy distinto hacía con las primeras páginas de las novelas que luego terminaba por abandonar. Torpe y cobarde para la seducción, esperaba que la futura madre de mi prole cayera enamorada del autor de esas líneas en principio “perfectas”, y al paso de los días enclenques, paticojas, blandengues, crecientemente dignas de ir a dar a la hoguera junto con mi amor propio.
Hasta donde recuerdo, nunca obtuve de aquellas consultas imprudentes una reacción que me satisficiera. Elogio, duda, queja, risa o indiferencia terminaban sabiéndome a lo mismo. Quiero decir que me sentía un pelmazo, y muy probablemente se notaba. ¿Qué esperaba que viera mi prospecto de novia detrás de aquellos párrafos que quizás escondían más de lo que mostraban? ¿Los primeros ladrillos de la casa donde seguramente nos reproduciríamos? He perdido la cuenta por igual de las páginas truncas y las futuras madres de mis hijos que dejé en el camino del delirio, sólo sé que unas y otras se peleaban dentro de mi cabeza por ganar el total de mi atención. Cosa muy complicada para quien rara vez lograba concentrarse cinco minutos en el mismo tema. Ni lo intentaba, aparte, y eso bien lo sabían los profesores, que todavía en la universidad debían lidiar con mi entraña de niño malcriado, pues no sólo vivía distraído de pizarrón y clases, sino además hacía cuanto podía por robar la atención de mis compañeros, y más exactamente la de mis compañeras.
Jamás fue la Universidad Iberoamericana el sitio ideal para estudiar una carrera como Ciencias Políticas, pero en mi personal escala de valores la excelencia académica iba siempre detrás del magnetismo propio del sexo opuesto, y en tal renglón la Ibero nunca tuvo rival. Por si eso fuera poco, la fortuna me había hecho objeto del honor de formar parte de una generación rebosante de mujeres hermosas. Fue por ellas, también, que devoré y glosé con absoluta entrega las primeras lecturas. De El príncipe a El estado y la revolución, dediqué a mis trabajos escolares un esmero que habría rivalizado con aquellos embriones de novela que venía intentando, según yo formalmente, desde que empecé a usar rasuradora.
Durante el primer mes de la carrera estuve —cosa nunca antes vista— entre los cuatro o cinco alumnos destacados del salón. Tal como me propuse algunos meses antes de inscribirme, conservaba la sincera intención de hacerme presidente de la República. Me imaginaba hablando ante las multitudes, y unas horas más tarde trabajando en otra de mis novelas, pero no había llegado al tercer mes cuando esa fantasía comenzaba a hacer agua. Me seguía llamando la atención la idea coquetona de adueñarme de un podio, no así la perspectiva de tener que enfrentarme a un escritorio y alquilarme como administrador. Sólo cuanto cupiera en una gran película merecía una pizca de mi atención, y de eso se encargaba también mi amigo Morris.
Nadie mejor que aquel compinche de la prepa había tenido una vida —es decir, una infancia— digna de ser filmada. Era, además, un vagazo irredento. Hijo de un millonario mundialmente famoso, aspiraba asimismo a ser magnate y emular las hazañas de Rico McPato. Para su desconsuelo, sin embargo, el padre había muerto un par de años atrás y la mamá le soltaba el dinero a cuentagotas. Se le veía a diario lejos de sus salones de clase y con frecuencia de visita en los míos, por aquello de las compañeritas.
Fue él quien tuvo la idea de hacer algún dinero plantando una ruleta en la cafetería de la universidad. “La casa siempre gana”, decía, con certeza de wise guy de Las Vegas. Por mi parte, en honor a los jesuitas que administraban la institución, me permití bautizar el garito como Casino de Jesús. Y así empecé también a faltar a las clases, amén de irme ganando la fama disoluta que muy dudosamente ayudaría a proyectarme entre mis compañeros como ese mandatario que todavía ocupaba un lugar en mis sueños.
A lo largo de tres gloriosas semanas, los ingresos del Casino de Jesús fueron más que bastantes para llevar vida de sibaritas. Ello, más la experiencia que habíamos ganado pagando una bicoca en los supermercados a cambio de incontables botellas de champaña (yo les cambiaba el precio, Morris iba por ellas diez minutos después), nos permitía alimentar el guión de la road movie que día a día protagonizábamos. “Vida de novelista”, me decía yo en secreto, como quien lanza un guiño a la fortuna y da la espalda a sus hechos y dichos. Porque a decir verdad nada rivalizaba con la adrenalina que te invadía el cuerpo cuando venías huyendo de una patrulla y haciendo buches de Dom Pérignon, entre emoción, horror y risotadas. Ninguno de los dos habría confesado que la universidad, y de paso el mañana, le importaba una cáscara de pepino, ante tantos semáforos en rojo que era urgente brincarse sin el mínimo asomo de contemplación.
—¿Qué diría tu mamá, si supiera la ficha de hijo que tiene? —me burlé un día del prospecto de magnate—. Déjame adivinar: “¿Cuándo te ha faltado algo?”.
—Exacto, eso diría —concedió, muy sonriente—. Pero se me hace feo pedirle así nomás veinte mil dólares.