Las formas para tratar la locura han sido tan diversas como sus interpretaciones. El exorcismo, el confinamiento, la lobotomía, el psicoanálisis y los modernos fármacos son sólo algunos de los tratamientos que se han utilizado sin ser plenamente efectivos, lo cual muestra el misterio que rodea la pérdida de la razón.
Este libro reconstruye la significación cultural, médica y social que ha adquirido la locura en distintas civilizaciones a lo largo del tiempo. Una lectura obligada para entender que los límites entre la razón y la sinrazón no son fijos.
Ciudad de México, 29 de febrero (SinEmbargo).- Este libro reconstruye la significación cultural, médica y social que ha adquirido la locura en distintas civilizaciones a lo largo del tiempo. Desde la moderna psiquiatría hasta el teatro, desde la Biblia a Freud, distintos enfoques han buscado conceptualizar y explicar la pérdida de sentido -la alienación, la demencia, la locura- de aquellos individuos que habitan un espacio social al cual no logran integrarse.
Las formas para tratar la locura han sido tan diversas como sus interpretaciones. El exorcismo, el confinamiento, la lobotomía, el psicoanálisis y los modernos fármacos son sólo algunos de los tratamientos que se han utilizado sin ser plenamente efectivos, lo cual muestra la persistencia del misterio que rodea a la locura. En esta obra convergen el análisis sociológico y una meticulosa historia de la medicina. Una lectura obligada para entender que los límites entre la razón y la sinrazón no son fijos.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento del libro Locura y civilización: Una historia cultural de la demencia, de la Biblia a Freud, de los manicomios a la medicina moderna, del sociólogo británico especializado en psiquiatría, Andrew Scull. Cortesía otorgada bajo el permiso de Fondo de Cultura Económica.
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I. UN ENFRENTAMIENTO CON LA LOCURA
¿LOCURA y civilización? ¿La locura es indudablemente la ausencia misma de la civilización? Después de todo, los pensadores ilustrados solían argumentar que la razón es la facultad que distingue a los seres humanos de los animales. De ser así, la sinrazón es lo que yace más allá del límite y en cierto sentido se corresponde con el punto en que el ser civilizado se convierte en el salvaje. La locura no está en la civilización, sino que es completamente exterior y ajena a ella.
No obstante, tras una reflexión, las cosas no son tan simples. Paradójicamente, la locura no sólo existe en oposición a la civilización o exclusivamente en sus márgenes; por el contrario, ha sido una preocupación central para artistas, dramaturgos, novelistas, compositores, sacerdotes, médicos y cieníficos, por no mencionar la cercanía con que afecta a casi todos, ya sea por encuentros propios con trastornos de la razón y la emoción, o a través de los de familiares y amigos. De modos importantes, por lo tanto, la locura forma parte indeleble de la civilización, no se ubica fuera de ella. Se trata de un problema que invade con insistencia nuestra conciencia y nuestras vidas cotidianas. Por consiguiente, es a la vez liminar y su absoluto opuesto.
La locura es un tema perturbador, cuyos misterios aún nos desconciertan. La pérdida de la razón, el sentido de alienación del mundo del sentido común en que el resto de nosotros imagina habitar, la devastadora confusión emocional que se apodera de nosotros y no nos deja ir, todos forman parte de la experiencia humana compartida a lo largo de los siglos y en cada cultura. La demencia obsesiona a la imaginación humana. Es al mismo tiempo fascinante y aterradora. Pocos son inmunes a sus terrores. Nos recuerda continuamente cuán tenue puede ser nuestra sujeción a la realidad. Desafía nuestro entendimiento de los límites mismos de lo que implica ser humano.
Mi tema es la locura en la civilización. Su relación y sus complejas y polivocales interacciones son lo que me propongo explorar y entender aquí. ¿Por qué locura? Es un término que tiene matices anacrónicos, incluso indica una indiferencia insensible por el sufrimiento de aquellos a los que hemos aprendido a llamar enfermos mentales, un recurso maleducado —o incluso algo peor— a un vocabulario que a la vez estigmatiza y ofende.
Sumar más desgracias a los locos, aumentar el estigma que los ha envuelto por siglos, no podría estar más lejos de mi intención. El dolor y la miseria que conlleva la pérdida de la razón para sus víctimas, para sus seres queridos y para la sociedad en general son algo que nadie que se enfrente a este tema puede o debe ignorar, menos aún minimizar.
Aquí yacen algunas de las formas más profundas del sufrimiento humano: tristeza, aislamiento, enajenación, desgracia y la muerte de la razón y la consciencia. Por esta razón, una vez más y con mayor insistencia en esta ocasión, ¿por qué no optar por un término más suave —enfermedad mental o perturbación mental, por decir algo— en vez de utilizar de modo deliberado la que ahora consideramos la palabra más severa: locura?
Los psiquiatras, las autoridades designadas actualmente en lo relacionado con los misterios de las patologías mentales, suelen considerar el uso de dichos términos como una provocación, un rechazo de la ciencia y sus bendiciones, de las que, según aseguran, ellos son un ejemplo. (De modo bastante extraño, precisamente por esa razón, locura es una palabra que acogen de modo desafiante aquellos que rechazan categóricamente las afirmaciones de la psiquiatría, que rechazan la etiqueta de pacientes psiquiátricos y prefieren referirse a sí mismos como sobrevivientes psiquiátricos.) Por consiguiente, ¿la elección del título y la terminología es perversa?, ¿o se trata de un indicio de que, como algunos escritores influyentes —el difunto Thomas Szasz, por ejemplo—, considero que la enfermedad mental es un mito? Para nada.
Es mi opinión que la locura —una perturbación masiva y duradera de la razón, el intelecto y las emociones— es un fenómeno que se puede encontrar en todas las sociedades conocidas y plantea desafíos profundos de tipo práctico y simbólico para el tejido social y para la idea misma de un orden social estable. La aseveración de que se trata solamente de construcciones o etiquetas sociales es, a mi parecer, un sinsentido romántico o una tautología inútil.
Aquellos que pierden el control de sus emociones, sean melancólicos o maniacos, aquellos que no comparten la realidad del sentido común que percibe la mayoría y el universo mental que habitamos, que alucinan o hacen afirmaciones en torno a su existencia que las personas a su derredor consideran delirios, aquellos que actúan en formas que discrepan profundamente con las convenciones y expectativas de su cultura y que ignoran las medidas correctivas usuales que su comunidad pone en movimiento para hacerlos desistir, aquellos que manifiestan una extravagancia y una incoherencia extremas o que habitan la despojada vida mental de los dementes conforman el núcleo de los que consideramos irracionales y son la población que por milenios se consideró loca o a la que se referían con algún término análogo.
¿Por qué escribir una historia de la “locura” o de la “enfermedad mental”? ¿Por qué no llamarla una historia de la psiquiatría? A estas preguntas tengo una respuesta simple. Ese tipo de “historia” no sería para nada una historia.
Mi plan es discutir el encuentro entre la locura y la civilización por más de 2000 años. Durante gran parte de ese tiempo, la locura y sus cognados —demencia, frenesí, manía, melancolía, histeria y otros similares— fueron los términos de uso general, no sólo entre las masas o incluso entre las clases educadas sino universalmente. Es innegable que la locura no sólo era el término que se utilizaba cotidianamente para entender la sinrazón, sino que se trataba de una terminología que acogían aquellos hombres de medicina que buscaban explicar sus estragos en términos naturalistas y, en ocasiones, tratar a los enajenados. Incluso los primeros loqueros [mad-doctors] (pues así se llamaban a sí mismos y así los conocían sus contemporáneos) no dudaban en usar la palabra que se mantuvo en el discurso cortés —acompañada de otros términos como “demencia” durante casi todo el siglo XIX, y sólo gradualmente llegaría a convertirse en tabú.
En lo referente a la psiquiatría, se trata de una palabra que no surgiría sino hasta el siglo XIX en Alemania. La rechazaron con vehemencia los franceses (quienes preferían un término propio: aliénisme) y el mundo angloparlante, que, como aludí en el párrafo previo, comenzó llamando mad-doctors a los hombres que se especializaban en el tratamiento de los locos.
Sólo después, cuando las ambigüedades y el desprecio implícito —el insulto que encarnaba ese término— parecieron excesivos, esta protoprofesión acogió toda una gama de alternativas sin una preferencia clara: “superintendente de asilo”, “psicólogo médico” o (en un guiño a los franceses) “alienista”. La única etiqueta que los especialistas en trastornos mentales del mundo angloparlante no podían tolerar, y contra la que lucharon hasta los primeros años del siglo XX (cuando finalmente llegó a ser el término preferido), era “psiquiatra”.
De modo más amplio, el surgimiento de un grupo de profesionales, conscientes de sí mismos y organizados, que afirmaba tener jurisdicción sobre las perturbaciones mentales y que había obtenido un cierto grado de garantía social para sus aserciones, es en buena medida un fenómeno de un periodo que se inició en el siglo XIX.
Actualmente, la locura se observa principalmente a través de una lente médica y el lenguaje que los psiquiatras prefieren se ha convertido en el medio aprobado oficialmente a través del cual la mayoría —aunque no todos— habla sobre estos temas. No obstante, esto es el resultado de un cambio histórico y, en un sentido más amplio, un desarrollo muy reciente. La creación de dichos profesionales, su lenguaje y sus intervenciones elegidas son fenómenos que discutiremos e intentaremos comprender, pero no son —ni deben ser— nuestro punto de partida.
Por consiguiente, utilizaremos locura, un término que incluso ahora pocas personas tienen dificultades en entender. El uso de esta palabra antigua tiene además la ventaja de resaltar otra característica sumamente importante de nuestro tema que un enfoque puramente médico ignoraría. La locura tiene una importancia más amplia para el orden social y las culturas de las que formamos parte y tiene resonancia en el mundo de la literatura, el arte y las creencias religiosas, así como en la esfera científica; implica además estigma, y el estigma ha sido y sigue siendo un aspecto lamentable de lo que significa estar loco.
Aún en nuestros tiempos, las respuestas definitivas en torno a esta condición siguen eludiéndonos en el mismo grado. Las fronteras mismas que separan a los locos de los cuerdos son asunto de discusión. La American Psychiatric Association, cuyo Manual diagnóstico y estadístico (DSM) ha alcanzado una influencia global, en buena medida gracias a sus vínculos con la revolución psicofarmacológica, ha sometido su Biblia a iteraciones y revisiones en apariencia interminables.
No obstante, a pesar de los muchos esfuerzos que se han realizado para llegar a una resolución, el DSM sigue inmerso en la controversia, incluso en los niveles más altos de la profesión misma. Dependiendo de cómo se decida contar, este manual se encuentra actualmente en su quinta o séptima revisión; asimismo, la publicación de su última encarnación se ha retrasado por años debido a riñas y controversias públicas en torno a su contenido.
Conforme su lista de diagnósticos y “enfermedades” prolifera, los esfuerzos frenéticos por distinguir cantidades cada vez mayores de tipos y subtipos de trastornos mentales parece un juego elaborado y oculto de fantasías. Después de todo, a pesar de la plétora de aserciones que afirman que la enfermedad mental se origina en una bioquímica cerebral defectuosa, en deficiencias o excedentes de algún neurotransmisor, que es producto de la genética y de marcadores biológicos que quizás algún día resulten rastreables, la etiología de la mayoría de las enfermedades mentales sigue siendo desconocida, sus tratamientos son en buena medida sintomáticos y su eficacia es, por lo general, dudosa.
Quienes sufren de psicosis serias sólo componen uno de los pocos segmentos de nuestras sociedades cuya expectativa de vida ha disminuido a lo largo de los últimos 25 años: una medida reveladora de la brecha entre las pretensiones de la psiquiatría y su desempeño. En esta área, por lo menos, aún no hemos aprendido a establecer fronteras.
Apostar por que entregar la locura al auxilio de los médicos tendría una recompensa práctica ha tenido cierto éxito; de modo más notorio en relación con la sífilis terciaria, un trastorno terrible que quizás era responsable de 20% de las admisiones de hombres a asilos a principios del siglo XX. No obstante, en la mayoría de los casos se trata de una apuesta que aún debemos cobrar. Sin importar las proclamas periódicas y apasionadas en el sentido contrario, las raíces de la esquizofrenia o de la depresión seria siguen envueltas en el misterio y la confusión. Asimismo, sin rayos X, imágenes por resonancia magnética (IRM), tomografías por emisión de positrones o pruebas de laboratorio que nos permitan proclamar sin lugar a dudas que una persona está loca y otra sana, las fronteras entre la razón y la sinrazón siguen siendo cambiantes e inciertas, discutibles y controvertidas.
Corremos el riesgo enorme de malinterpretar la historia cuando proyectamos categorías de diagnóstico y entendimientos psiquiátricos contemporáneos hacia el pasado. No podemos hacer diagnósticos retrospectivos con seguridad incluso en lo que compete a enfermedades cuya realidad contemporánea e identidades parecen haberse establecido de modo mucho más seguro que la esquizofrenia o el desorden bipolar, por no mencionar una hueste de diagnósticos psiquiátricos mucho más controvertidos.
Los observadores del pasado registraban lo que ellos consideraban relevante, no lo que nos gustaría saber. Además, las manifestaciones de la locura, sus significados, sus consecuencias, dónde se establece la línea entre cordura y demencia —tanto entonces como ahora— son cuestiones a las que afecta profundamente el contexto social en que surge y se controla la sinrazón. El contexto es importante y es imposible obtener un punto de vista arquimídeo de la nada, más allá de las parcialidades del presente, que nos permita evaluar de modo neutral e imparcial las complejidades históricas.
La locura se extiende más allá de la sujeción médica. Ésta continúa siendo una fuente recurrente de fascinación para escritores y artistas, así como para sus públicos. En las novelas, las biografías, las autobiografías, las obras de teatro, las películas, las pinturas, la escultura, en todas estas esferas y en más, la sinrazón sigue asediando a la imaginación y aflorando de maneras poderosas e impredecibles. Todos los intentos por acorralarla y contenerla, por reducirla a una esencia única, parecen estar destinados al fracaso. La locura sigue provocándonos y confundiéndonos, sigue asustando y fascinando, desafiándonos a sondear sus ambigüedades y sus estragos.
En el presente volumen buscaré darle su reconocimiento a la medicina psicológica, pero nada más; un reconocimiento que resalte cuán alejados nos encontramos aún de entender de modo adecuado las raíces de la locura, y aún más, de respuestas efectivas a las desgracias que conlleva; uno que reconozca que la locura tiene una prominencia y una importancia social y cultural que empequeñece cualquier conjunto único de significados y prácticas.
Así que comencemos.