ADELANTO | Dos amigos ingresan a la Cueva del Diablo y desentrañan la leyenda en El libro de los guardianes

01/11/2019 - 8:00 pm

Gerardo y Moncho, quienes viven en las faldas de un cerro, se dirigen a una cueva a pesar de las inquietantes leyendas y advertencias de familiares y vecinos. Ahí, habrán de encontrarse frente a frente con el horror encarnado, pero también con Los Guardianes, una cofradía antiquísima cuyo propósito es exterminar a esa entidad maligna.

“Mi padre había estado varias veces en una cueva que, según los lu­gareños, era del Diablo. […] Si va solo, el Diablo se le aparecerá. Si va con otra persona, una de las dos no saldrá. Si va en grupo, todos regresarán pero jamás volverán a dormir sin tener terroríficas pesa­dillas”, relata el libro escrito por el recientemente fallecido Ramón Córdoba.

Ciudad de México, 2 de noviembre (SinEmbargo).- Gerardo y Moncho, dos amigos adolescentes, se dirigen a una cueva a pesar de las inquietantes leyendas y advertencias de familiares y vecinos. Ambos viven en las faldas de un cerro, cerca de la cueva donde habrán de encontrarse frente a frente con el horror encarnado, y por suerte, también con Los Guardianes, una cofradía antiquísima cuyo propósito es exterminar a esa entidad maligna.

"Este libro es una gran aventura iniciática, donde la cotidianidad más entrañable se sumerge en las zonas oscuras del cosmos sin que uno alcance a percibir los muros que al menos en teoría las separan. Hay tanto sitio aquí para el humor, la reflexión y la añoranza como para el Horror que las acecha y el combate mortal que ello demanda”, apunta el escritor Xavier Velasco en el prólogo.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, el primer capítulo de El libro de los guardianes, escrito por el recientemente fallecido Ramón Córdoba Alcazar, quien ingresó a la industria editorial en 1981 y fue editor de Alfaguara por más de 25 años. Cortesía otorgada bajo el permiso de Ediciones B.

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1

Un cuarto para mí solo

Cuando busco en mis recuerdos los motivos que me im­pulsaron a la que entonces imaginé como una magnífica aventura que podría contar a hipotéticos amigos presentes y futuros, y años después, a inimaginables hijos y nietos, encuentro invariablemente un relato escuchado cuando era un niño, una noche de tormenta que dejó a todo mi ba­rrio sin energía eléctrica. Como eso era frecuente en cada temporada de lluvias, mi madre estaba siempre bien pro­vista de velas y las guardaba muy a mano. Las montaba en los cuellos de botellas de refresco vacías, disponía dos o tres en la cocina, que además era también nuestro co­medor, y dejaba otras sin encender, listas para acompañar a quien deseara pasar al baño o retirarse a su habitación, lo que ocurría solamente cuando ella misma, haciendo notar lo avanzado de la hora, daba por terminada la ex­tremadamente larga sobremesa que seguía a la cena. Muy a su pesar, debo decir, pues le encantaba tenernos a todos así, juntos, bromeando, conversando de todo con gusto y sin prisas, y de seguro bendecía los continuos apagones que propiciaban ese milagro, que rompía la rutina de cor­tas frases casuales, monosílabos y gruñidos intercalados en las frecuentes pausas comerciales de los programas de televisión que solían acompañar nuestra diaria conviven­cia vespertina.

Esa noche memorable cenamos tajaditas de queso co­tija asadas en el comal, hongos silvestres (recolectados por mi padre) guisados con un poco de epazote, frijoles re­fritos y tortillas calientitas, aderezado todo eso al gusto con una salsa verde martajada. Agua de limón con chía y café de olla. Se habló de todo un poco, y la velada duró mucho más que otras porque era viernes y a la mañana siguiente nadie debía levantarse temprano, ni siquiera mi mamá; además, contra cualquier pronóstico, todos está­bamos en casa, incluso Anastasio y Adán, mis hermanos veinteañeros, cuyas notables aptitudes en la pista de baile, especialmente las de Tacho, los hacían ser invitados conti­nuamente a fiestas y reuniones sociales. Y es que esa noche no hubo ni reuniones ni fiestas sino, como ya lo dije, oscu­ridad y tormenta.

Mi padre nos tuvo muy entretenidos contando cómo era la vida en “su rancho”, a pesar de que lo sabíamos con detalle y hasta podríamos haberlo repetido de memoria y en orden cronológico. A la lejanía de años de nostalgia, su querido pueblo bicicletero en Morelos, que era tam­bién el de mi madre, se había convertido en la imaginación de ambos en una fuente inagotable de hermosos paisajes, personajes memorables, flora y fauna únicas, sabores ini­mitables y quizá irrecuperables, hechos extraordinarios y hasta extravagantes, y sobre todo, en modelo de cos­tumbres y modos de vida simples, honestos, inteligentes, ecosustentables, se diría ahora, y muy distintos a cuanto podía y puede verse en esta ciudad, neurótica como ella sola, donde todos parecen comidos por la prisa y el desdén a la vida sencilla.

Si lo escuchábamos con agrado y sólo mi madre, de tanto en tanto, decía cosas como “Ay, viejo, eso ya lo has contado miles de veces”, era porque mi padre siempre fue un extraordinario contador de historias: las empeza­ba con entusiasmo, iba ganando impulso adicional mien­tras narraba, y su entonación, sus pausas, sus ademanes adquirían poderes que ahora no dudo en llamar hipnóti­cos. Daba voz particular a cada personaje, hacía efectos de sonido, gesticulaba... Encantaba, seducía, nos volaba la mente, nos convencía de cuanto planteaba, así nuestras cuatro o cinco visitas a ese pueblo, al que sin misericordia he llamado bicicletero, contradijeran en mucho las ideali­zaciones de mis padres. Sonrío al recordarlos tan conven­cidos y tan nostálgicos. Creo que entiendo su cariño por el lugar que los vio nacer, su apego, sus ganas de hacer del mundo un lugar idéntico a ese pequeño pueblo lleno de bondad y de verdor, y hasta orgulloso poseedor de una pequeña laguna llena de peces, y por si fuera poco, ubi­cado en las vertientes de una serranía rebosante de tradi­ción, misterio y magia.

Ahora entiendo que las huellas de nuestros primeros años nos calan tan hondo que el resto de nuestra vida ca­minamos sobre ellas.

Pero en esa ocasión, esa noche en que, con placer evi­dente y para beneplácito de la única mujer presente, todos repasamos nuestros platos con trocitos de tortilla hasta de­jarlos relucientes, surgió un ingrediente nuevo en el rela­to, al menos para mí, pues los demás ya habían escuchado la historia al menos una vez, como luego supe: mi padre había estado varias veces en una cueva que, según los lu­gareños, era del Diablo. Apenas la mencionó, mi madre dijo: “Ay, viejo, no empieces con esos argüendes, que vas a espantar al niño”. ¿Niño? Ni tantito, pensé yo, que ya me sentía bastante crecido a mis diez años, pero deseoso de escuchar un cuento de miedo no dije nada, porque sólo habría conseguido poner a mi madre en guardia. A esas alturas de mi vida, pocas cosas lograban asustarme, y los buenos relatos de terror, leídos o escuchados, aún conse­guían hacerlo. Qué deleite sentir esa clase de miedo.

Pero bueno, casi pierdo el hilo, así que mejor continúo: “No te apures, vieja, que aquí este muchacho ya está bastante grandecito”, dijo mi padre, alborotándome el ca­bello cariñosamente y haciéndome sentir con tan simple gesto que yo había crecido a la estatura de un hombre en ese mismo instante, y sin más trámites continuó con su relato, empezándolo desde el mismísimo principio de los tiempos: hacia el poniente de su pueblo, en el mero borde de la sierra, había muchas cuevas, la mayor parte muy pe­queñas, que a veces servían como refugio contra la lluvia a los arrieros, con todo y ganado, o a los simples paisanos en faena o de paseo (o para amores clandestinos, pienso ahora), pero los lugareños preferían evitarlas todas e in­cluso ni siquiera acercarse a la zona, pues en medio de ellas estaba la única grande, tanto que nadie sabía sus ver­daderas dimensiones, llamada la Cueva del Diablo.

Se contaba la historia de que en su interior se mataron a machetazos dos compadres por chismes de cornudos y que en noches sin luna podían verse dos machetes, gober­nados por manos invisibles, entrechocando en la oscuri­dad al grado de sacar chispas. También se decía que allí un hijo ambicioso había matado a su padre, por la espalda y a balazos, porque le urgía entrar en posesión de su herencia para gastársela con una mala mujer que lo traía estúpido; pero el padre alcanzó a maldecirlo y por eso el fantas­ma del asesino vagaba por las inmediaciones, gimiendo espantosamente porque tener tanta riqueza le atrajo sólo desgracias sin fin que lo empujaron a darse un tiro en el paladar, y para hacerlo eligió la cueva, exactamente donde había ocultado bajo tierra el cadáver de su padre.

Había un vasto repertorio de historias de otras muer­tes ocurridas en el mismo sitio: la que le dio una mujer celosa a la causante de sus celos, la que le provocó a gol­pes un bandolero a un indefenso anciano, y muchas otras, de las cuales, por cierto, no había un solo testimonio de primera mano. O sea: una maraña de habladurías añejas. Chismes de lavadero. Puros cuentos repetidos de boca en boca y aderezados poco a poco, conforme circulaban y recirculaban, con detalles truculentos. Pero eso sí, to­dos relacionados con la Cueva del Diablo, lugar en que, desde que se tenía memoria, habían ocurrido hechos espantosos.

¿Por qué esa cueva parecía atraer a los asesinos, quie­nes además la utilizaban como escenario para sus críme­nes? ¿Qué no era propicio otro sitio? Hubo quien se pre­guntara eso, y la respuesta popular es que sí, la cueva tiene una especie de imán que atrae a la gente malinten­cionada y la inspira a cometer sus bajezas justo ahí. Ese imán tiene nombre propio: el Demonio; el Diablo. A quien esto no le quede claro o a quien dude de tan enorme ver­dad le bastará con entrar en la cueva: si va solo, el Diablo se le aparecerá. Si va con otra persona, una de las dos no saldrá con vida. Si va en grupo, todos regresarán vivos pero jamás volverán a dormir sin tener terroríficas pesa­dillas...

—Ya, viejo, que asustas al niño —dijo mi madre mien­tras amorosamente le apretaba un cachete a su hablantín marido.

—No te preocupes, vieja, que ya te dije: este mucha­cho está muy, pero muy crecidito —respondió él.

Pese a que Adán y Tacho me miraban con un tanto de ironía, como conteniendo la risa, de nuevo sentí una olea­da de orgullo.

—Lo cierto —dijo mi padre poniéndose repentina­mente serio— es que yo estuve tres o cuatro veces en esa cueva, siempre acompañado por mi amigo Chano y a mediodía, nomás por si acaso. La primera, para ver si era verdad algo más que decían, y sí lo era: a pocos metros de la entrada, en una de las paredes rocosas, hay marcado un costillar, como si alguien lo hubiera graba­do ahí recargándose con una fuerza sobrehumana, y en una gran roca negra al pie del costillar están las incon­fundibles huellas paralelas de un casco sin herrar y de una pata de gallo enorme, proporcional al casco. El Dia­blo, dicen, se apareció ahí. Su cuerpo de fuego dejó esas marcas.

Pausa. Sabia pausa, debo decir: ese hombre, al que siempre en aquellos tiempos llamé papá y al que ahora sólo puedo llamar padre, sabía que nos tenía en vilo. En especial, desde luego, a mí.

—Yo no sé si fue el Diablo o, como es más probable, al­gunos paisanos se tomaron el trabajo de hacer esas marcas para espantar a los tarugos, pero sí sé que estaban muy bien hechas y que al verlas Chano y yo sentimos miedo, aunque no lo admitimos entonces, como buenos machos, pese a es­tar tan jovencitos: tendríamos unos... doce... trece años. Pero a pesar de eso, como dije, regresamos unas semanas después. A lo mejor queríamos convencernos de que no habíamos imaginado esas huellas. O ya habíamos agarra­do confianza. O nomás por tarugos. O queríamos tentar a la suerte. El caso es que ahí estábamos de nuevo, y sí, las huellas seguían allí: muy bien remarcado el costillar y muy bien perfiladas la pata de gallo y la pata de caballo, como si la tierra no quisiera estar cerca de ellas y se resistiera a rellenarlas, a ocultarlas de la vista…

De nuevo, pausa.

—Si están poniendo atención, juaaaaa juaaaa, ya se habrán dado cuenta de que Chano y yo salimos vivos. Ninguno mató al otro, pues, como debió haber ocurrido según dice la leyenda. Lo que sí es que a la hora de estar ahí, revisando las patas y el costillar impresos en las ro­cas, no dejamos de mirarnos de refilón de tanto en tan­to, como si sospecháramos que en cualquier momento el Diablo podría meter la cola y lanzarnos a una lucha asesi­na. Ahora me carcajeo a gusto, pero entonces no, ni tan­tito. Salimos vivos, pues, pero esa cueva y yo teníamos un pendiente. Y una vez me tocó enfrentarla solo.

Como si fuera parte de los efectos especiales de la his­toria, llegó de fuera el vivo resplandor de un relámpago casi al mismo tiempo que un tremendo trueno cimbró las ventanas y a nosotros. Luego del susto inicial, reímos con ganas, comentando lo oportuno que había sido el estruen­do, como si mi padre lo hubiera diseñado así para aderezar su relato. Él, por supuesto, dijo que exactamente así lo ha­bía planeado. Reímos más. Cuando al fin recuperamos el aliento y nos recompusimos, la historia continuó:

—Una tarde, cuando ya más que pardeaba, regresaba del monte, distraído por los dulces pensamientos que me inspiraba la posibilidad de que mis apás y mis hermanos y yo nos fuéramos a vivir muy cerquita de Cuernavaca, donde podría estudiar más allá del tercer año de primaria, quizás incluso hasta aprender un oficio como relojería o imprenta, o ser mecánico... o ser telegrafista, o algo así. Tan metido estaba imaginando cosas y haciendo tremen­dos planes que equivoqué la senda hacia el pueblo, y tam­bién se equivocó mi burro Canelo, con todo y su carga de leña, y para cuando fui a darme cuenta estábamos justito frente a la Cueva del Diablo, a muy pocos metros de la entrada. Qué tontería, qué pendejada, la verdad: como si equivocar la vereda fuese tan fácil.

Pausa corta, sólo para beber café de su taza. Yo estaba de nuevo como electrizado, y el resto de la audiencia también.

—Yo tenía ya como catorce años —dijo clavándome la mirada—, y al darme cuenta de dónde estaba se me para­ron los pelos de la nuca y casi me zurro allí mismo. Para acabarla de acompletar, justo en ese momento las nubes ta­paron el sol moribundo y una racha de viento frío meneó la hierba, zarandeó las ramas de los árboles y silbó entre las piedras. Juuuuuuuu. Juuuuuuuu. Shhhhh. Fuuuuu. Ay, nanita, qué miedo. Y para colmo, vi o creí ver mu­chas pequeñas sombras negrísimas, como de una bandada de pájaros o de murciélagos, moviéndose rápidas sobre la tierra, como si volando vinieran a mi encuentro por la ve­reda. Aterrado, sentí sus movimientos por todo el cuerpo, como si se deslizaran por mi piel. Atiné a mirar hacia arri­ba: nada sino nubes, cielo ya casi oscuro, unas cuantas estrellas perdidas como chícharo en cazuela y ni rastro de otra cosa. ¿Qué son esas sombras, Dios mío? Me per­signé repetidamente pero no atiné a rezar, como me había aconsejado mi mamá que hiciera ante cualquier peligro visible o invisible, de este mundo o del otro. En vez de eso me quedé como clavado sobre mis talones, con el corazón disparado a mil y la respiración agitada, esperando ver... pues sí: al mismísimo Diablo. Juuuuuuuu. Juuuuuuuu. Shshshshshshshshssssss. Mi burro, mientras tanto, movía las orejas y levantaba una pata y luego la otra, obviamente muy ansioso de continuar la marcha. Ávido de largarse de ese lugar. No sé cuánto tiempo pasó. Unos segundos. Unos minutos. Una hora. Para mí fue una eternidad.

»El viento cesó de pronto, como si alguien hubiera apa­gado un ventilador. Luego hubo silencio. Nada. No más sombras. No más repulsión en la piel. Respiré hondo y advertí que el Canelo, ya tranquilo, había encontrado un tramo de pasto un tanto reseco, pero de seguro muy sa­broso, que lo mantenía entretenido. Se me aligeró un poco el miedo. Intenté pasar saliva, pero tenía la boca arenosa. Empezó a sonar a lo lejos la campana de la iglesia llamando al rosario... Primero me hizo brincar por lo inesperado de sus tañidos, pero también me dio la señal que esperaba sin saberlo. ¡Arre, burro!, le di un manotazo en el cuadril al Canelo y me mantuve al trotecito a su lado, bien prendido del aparejo para ayudarme a no tropezar, pues ya casi no distinguía el suelo, y así, sin mirar ni tantito hacia atrás, me alejé de ese lugar, tratando de pensar en cosas agrada­bles, sin lograrlo. Hasta entonces me di cuenta de que tenía empapadas la frente y las sienes de un sudor pegajoso, gé­lido como dicen que es el aliento del Diablo. Pero lo real­mente atemorizante es que esa noche soñé con las extrañas sombras que tanto me espantaron. En mi sueño, iban acu­mulándose sobre mi cuerpo hasta cubrirlo del todo y en­tonces yo me transformaba en una de ellas. Así nomás, sin dolor, sin sensaciones más allá de esos nervios desesperan­tes como los que nos dan al sentir las patas rasposas de los insectos sobre la piel. Pero luego de la transformación, ya no quedaban en mí ni deseos, ni ambiciones, ni nada más que una horrible necesidad de devorar cualquier forma de vida. Sí, exactamente eso; al menos, no sé explicarlo mejor. Desperté muy agitado, como si hubiera corrido durante varios minutos, ardiendo, todo empapado de un sudor hirviente, como dicen que son los güevos del Diablo.»

—Ya, viejo, que estás asustando al niño con tus ar­güendes, te lo advertí. Y además, no digas leperadas en esta casa —interrumpió mi madre, que no dejaba de supervisar en mi cara la evidencia de mi susto. Mis hermanos intentaron burlarse de mí, pero luego de acallarlos con un gesto, mi padre sonrió.

—No te espantes, mijo, que todo esto nomás son cuen­tos pa pasar el rato. Como lo hacíamos allá en el rancho cuando llegaba la noche. Ya te he contado que no había ni radio, ni tele, ni luz eléctrica, para acabar pronto; sólo había velas, de cera, eso sí, no de vil parafina como estas.

—No me espanto, pa, de veras —dije con toda la fir­meza de que fui capaz, pero él me dio unas palmaditas en el hombro y abruptamente cambió el tema.

Nos hizo reír de nuevo con las archisabidas peripecias del tío Goyo, quien cierta ocasión en que él y su hijo Pas­tor arreaban al ganado de los cerros hacia las tierras bajas vio que trotando entre la manada iba un venado; sin armas a mano, chin, cortó una buena vara de membrillo y ocul­tándose entre la animalada se fue acercando al venado, tanto que logró darle un par de golpes en la mera cabeza, sin conseguir otra cosa que ahuyentarlo, así que adiós al sabroso asado que ya se imaginaba. Sin embargo, al año si­guiente, cuando de nuevo arreaban al ganado, vio que, ¡ah, caray!: con la vacada se movía un arbolito; fue acercándo­sele con cautela, y cuál no sería su sorpresa al ver que entre los cuernos del venado al que vareó el año anterior crecía un pequeño árbol de membrillo. Qué raro, pero al mismo tiempo qué coherente: con los varejonazos, el animal había quedado injertado y quizás hasta diese frutos, con el tiem­po. ¿Qué sabor tendrían esos membrillos? Desde luego, no a la fruta que todos conocíamos y que ahora resulta tan difícil conseguir. ¿Tendrían sabor a venado?

Mientras escribo todo esto no puedo dejar de sorpren­derme al recordar lo increíblemente inocentes que éramos en aquellos años mi familia y yo. Así era el país y también el mundo, creo. Bendito modo de ser, que nos permitía disfrutar de cosas tan simples como un buen relato y asus­tarnos imaginando hechos fantásticos o insólitos... Pero en fin, como iba contando, luego de un buen rato de hacer recuento de las aventuras chuscas de una parte de nuestra parentela, esa noche nos fuimos a acostar, cada quien con su vela en mano y yo, por fortuna, ya bastante relajado, tan atontado por el sueño que no tardé en dormir profun­damente, sin pesadillas ni sueños.

* * *

Pocos años después de esa gran noche, hacia mis quince, cuando ya ni siquiera mi madre me llamaba “niño”, a mis padres se les clavó en la mente la idea de tener casa pro­pia, y no sin batallar bastante la hallaron en la entonces periferia de esta ciudad, en un extremo de la bien llamada mancha urbana, que por entonces era mucho menos de la mitad de lo que es hoy en este valle de lágrimas, como diría mi madre. La encontraron construida casi como si la hubieran diseñado, al menos en cuanto a la disposición de sus espacios, y además al borde de milpas y arboledas, en las faldas de un pequeño cerro cuyo nombre no men­cionaré porque en él está la verdadera Cueva del Diablo y, lo digo muy en serio, mejor será para todos mante­nerse a prudente distancia de ella. Aunque, bueno, todo hay que decirlo, tampoco creo que mi advertencia y mi discreción logren evitar nada: con una mínima dedica­ción, cualquiera puede saber de qué cerro se trata y en­contrar la cueva sin demasiado esfuerzo, además de que las circunstancias respecto a su accesibilidad han seguido cambiando.

La casa nueva, de una planta, amplia y hasta con patio de buen tamaño y una zona de matorrales que mi madre no tardaría en transformar en jardín y huerto, por fin me dio un cuarto para mí solo y a todos nos proporcionó cer­teza, seguridad, confianza, alegría. Empezamos a habi­tarla cuando estaba todavía en obra negra, como se había comprado, y en el lapso de unos cuatro años, con esmero, ciencia y paciencia, mejoró hasta quedar, como la definía mi madre, “decente”. Su fachada daba hacia el oriente, a la última calle del casi nuevecito barrio al que pertenecía, y más allá se extendían grandes pastizales moteados con hierbajos y luego una arboleda. Hacia atrás y hacia la dere­cha había campos labrantíos, la mayor parte abandonados, donde podían verse aún los surcos del arado y numerosos agujeros que eran las entradas a guaridas de tuzas. Hacia la izquierda había casas como la nuestra, otras muy in­cipientes, otras precarias, en obra negra, y en una muy próxima vivía Gerardo, quien de inmediato fue mi nuevo mejor amigo.

De tan alto y flaco que era, Gerardo parecía un carrizo con piernas. Recuerdo bien cómo una mañana, a poco de habernos mudado, salí a la puerta de la casa, nomás a ver qué pasaba, y el panorama estaba de lo más tranquilo, sal­vo por que una frondosa vecina de mero enfrente se empi­naba sobre el lavadero dejando ver porciones inquietantes de unas piernas muy bien hechas y porque a pocos me­tros un flaco y desgarbado muchacho güerito, como de mi edad, jugaba solo a las canicas. En vista de que a los pocos minutos la vecina terminó su tarea y se retiró, llevándose el bello espectáculo, luego de suspirar y con la calentura en retirada caminé con las manos en los bolsillos, como quien no quiere la cosa, hacia el jugador solitario.—¿Jugamos? —dije a modo de saludo.

—¿De a mentis o de a devis? —contestó con una son­risita desafiante.

—De a mentis porque no hay de otra, y además me vas a tener que prestar con qué tirar.—Sale, escoge la que quieras.

Y así, sin mayor trámite, jugando canicas mientras íbamos preguntándonos cosas, empezamos a ser amigos. Gerardo ya tenía casi un año viviendo en la zona y me dijo que, aunque abundaban los niños pequeños, no había por el rumbo muchos más chavos de nuestro calibre, y que los pocos que había, dos o tres, no le caían bien. Muy poco después los fui conociendo, y a mí tampoco me simpati­zaron: como ya no iban a la escuela y trabajaban en los negocios de sus padres, una paletería, una miscelánea y una refaccionaria, se sentían mayores y desde el principio nos vieron a Gerardo y a mí como un par de pendejitos. Y quizás lo éramos, pero con las hormonas en ebullición es intolerable que alguien te trate así, y más todavía si es un menso de tu misma edad, ¿o no?

Con Gerardo, ante el beneplácito de mi padre y a rega­ñadientes de mi madre, empecé a explorar los alrededo­res, pues no íbamos a pasárnosla jugando futbol o canicas frente a nuestras casas, habiendo todo un cerro por cono­cer, ¿o sí? Además, Gerardo ya había adelantado bastante en eso y al principio fue mi guía. Apenas atravesando la zona de milpas, el entorno mostraba muy pocas huellas de presencia humana. Había llanos más o menos grandes, pequeñas cañadas llenas de distintas hierbas y flores, un par de barranquitas poco profundas, unos cuantos sende­ros muy angostos y muy poco transitados y, en tiempo de lluvias, incluso un arroyo y grandes encharcamien­tos donde nadaban ranas y sapos, ajolotes y culebras. La fauna incluía también tuzas, conejos, ardillas, lechuzas y zopilotes. Se escuchaban distintos cantos de pájaros que vimos en numerosas ocasiones, pero cuyos nombres ig­norábamos, salvo los de los zopilotes y los búhos. Una vez, incluso, vimos un zorrillo, y en el cielo, bandadas de garzas y de patos. Había espacio abierto en abundancia, lomeríos, pequeños escondrijos, árboles de diversas cla­ses, entre ellos algunos muy altos, y todo ello formaba un inmenso campo de juego que considerábamos, por su­puesto, de nuestra exclusiva propiedad. De hecho, lo era. El juego no requería de nada más que de nuestras ganas de conocer cada palmo del terreno, simplemente por el gusto de verlo por primera vez, y regresar a verlo sabien­do que seguiría ahí, aunque cambiando según las esta­ciones y las incidencias del clima. No sé si me explico; espero que sí.

Allí aprendí a divertirme como nunca había imagina­do, sin tomar conciencia de mi peculiar situación de ani­mal citadino con repentino acceso a algunas bondades de la vida campirana. A poco más de un año de mudarnos ya me creía experto en el territorio, cuyo mapa exacto, pensaba con un dejo de orgullo, estaba completo en mi ca beza. Y Gerardo, claro, pensaba igualito respecto a sí mismo desde tiempo antes. Pero un día supimos que de ningún modo las cosas eran como nos imaginábamos. Nuestro mapa tenía al menos una falla.

A muy pocas personas nos encontramos Gerardo y yo en nuestras correrías, que durante las vacaciones esco­lares eran casi diarias, y casi nunca vimos por allá a nadie de nuestra edad, pero sí con bastante frecuencia a don Ji­ricua, un señor fachoso tirando a fodongo, sombrerudo y con más canas que cabello negro, muy simpático y di­charachero. Siempre nos saludábamos y a veces platicába­mos un rato con él. La mayor parte de las veces se le veía, digamos, achispado; a medios chiles, dirían los paisanos de mis padres, si no es que de plano borracho. Comentá­bamos trivialidades acerca del clima, de los vecinos, cosas así, pero también en esas breves conversaciones nos hizo saber dónde encontrar hongos comestibles que, como se parecían a los de su terruño, mis padres apreciaron mu­cho; dónde había abundancia de jícamas silvestres; dónde tenía su nido una pareja de gavilancillos, a los que nos pi­dió no molestar ni tantito, cabrones chamacos, y menos con resorteras, y menos con rifles de municiones o zaran­dajas así. Gerardo y yo reíamos mucho platicando con don Jiricua, que, como dije, era vivaz y dicharachero y nos in­dicó dónde hallar buena cantidad de maravillas para nues­tros jóvenes ojos. La cosa es que también, aparentemente sin propo­nérselo, don Jiricua nos puso en ruta hacia la Cueva del Diablo:

—Nomás no vayan arriba de la cañada grande donde tienen su nido los gavilancillos, porque por allí hay va­rias cuevas y agujeros entre las rocas; pueden romperse una pata o hasta el hocico si no los ven a tiempo, y como algunos hoyos están bien escondidos entre los matorrales hasta podrían caerse en uno y matarse. Además, por ese rumbo está una cueva donde se aparece el Diablo. De ve­ras, chamacos: ni se acerquen. No vayan a andar de meti­ches nomás pa medirle el agua a los camotes.

Estaba claro que ese día don Jiricua no había bebido tanto tequila, pulque o lo que bebiera, o bien que había bebido bastante más, pues nunca se detenía con nosotros sino unos cuantos minutos, y habitualmente reempren­día su camino con pasos a veces muy tambaleantes luego de decirnos alguno de sus refranes de doble sentido, ha­cernos una broma o contarnos si por algún lado del cerro había algo nuevo y digno de verse; en cambio ahora hasta buscó asiento sobre una piedra, se quitó el sombrero y continuó hablando mientras se pasaba un paliacate por las sienes y la nuca, bastante divertido por nuestras caras de curiosidad mezclada con un poco de susto:

—Ah, ¿no sabían de la cueva? Pues como les digo, no vayan por allá ni de relajo. Muchos han entrado en esa cueva pero la mayoría no regresaron, y uno de los que sí re gresaron estaba tan deschavetado que tuvieron que me­terlo en un manicomio. Y ahí seguiría si no se hubiera muerto al poco tiempo. No dormía, casi no comía, sólo miraba la pared por horas, luego el piso, luego otra vez la pared. Eso cuando no tenía un ataque de algo mezclado entre la rabia y el miedo: lloraba a gritos, se revolcaba por el suelo con los ojos muy abiertos y llenos de temor, como si estuviera viendo al piiiiinche Diablo. Así que no vayan jamás por allá, chamacos. Esa cueva está maldita y nadie sabe ni siquiera por qué…

“Órale, don Jiricua ora sí se la prolongó”, dijo Gerardo cuando el don se fue, caminando despacio; poco ayuda­ban los tragos que seguía empinándose de una anforita que quién sabe de dónde había sacado. Aunque nos es­pantaba, el asunto de la cueva nos mantuvo platicando animados el resto de la mañana. Desde luego, le conté a Gerardo las aventuras de mi padre en su respectiva Cueva del Diablo, y me apliqué en contárselas bien.

Había un viento fresco, nos rodeaban innumerables matas de mirasol en flor —de un color entre el rosa y el morado, aunque las había también blancas, amarillas, mo­rado intenso e incluso anaranjadas—, estábamos sentados cómodamente en unas piedras para evitar la densa hume­dad del pasto y llevábamos una pequeña mochila de don­de sacamos refrescos de toronja y bolsas de chicharrones de harina con chile piquín y limón para amenizar el momento. El sol brillaba, aunque era obvio que por la tarde llovería, los pájaros cantaban, las nubes formaban figu­ritas... Sí, nada anunciaba el Horror que muy pronto se arrojaría sobre nosotros mientras, como el buen par de irresponsables que éramos, hacíamos planes para hallar la cueva y explorarla, imaginando lo que encontraríamos en ella.

Un tesoro escondido por tropas revolucionarias mien­tras huían de los federales. Barras de oro puro, o costales llenos de monedas de plata, o las dos cosas, qué carajo. Una base de naves extraterrestres en misión exploratoria y sus tripulantes dispuestos a adueñarse de nuestro planeta. Una puerta hacia la dimensión desconocida. Un proyecto científico secreto, financiado por algún gobierno extran­jero. O al Diablo, con cuernos, cola y una pata de mula y otra de gallo. “No manches”, exclamó Gerardo. “Eso lo dijo don Jiricua nada más para espantarnos.”

* * *

Seguíamos viviendo en barrio de apagones, pero eso sí: en casa propia. Esa noche llovió muy fuerte, con truenos y relámpagos, y por ello de nuevo estuvimos reunidos to­dos luego de la cena, conversando a la luz de las velas. Pre­gunté, sin dirigirme a nadie en particular, si sabían acerca de la Cueva del Diablo que teníamos tan cerca de la casa, ahí mismo, en el cerro. Mi madre movió la cabeza expre­sando incredulidad, mis hermanos pusieron cara de ahí va de nuevo este pendejito con sus fantasías, y mi padre, como si no hubiera escuchado la pregunta, pretendió se­guir hablando sobre películas. Insistí alzando la voz, in­terrumpiendo lo que él empezaba a decir:

—Allá arriba hay cuevas y una es la del Diablo, ¿no sabían?

—Debe haber cuevas del Diablo por todo el país, así que no me sorprende que por aquí haya una —dijo mi padre, endureciendo el tono conforme continuaba—. Si hay cuevas en el cerro, nomás no te acerques a ellas. Son peligrosas. Puede haber derrumbes repentinos. Te pue­des perder en una, si resulta ser muy grande o con varios túneles, o también puedes caerte y romperte la crisma, o algo peor. Las cuevas no son cosa de juego. ¿Me entendiste bien, Moncho?

—Sí, pa, está bien. Ya entendí —respondí con notable enfado.

Algo quiso añadir Adán, pero mi padre lo detuvo con una mirada y de inmediato se puso a hablar de otra cosa, tratando de aligerar los ánimos. Durante el resto de la charla estuve entre distraído y enfurruñado por el poco caso que hicieron a un tema tan importante y por las advertencias de mi padre, quien sin duda seguía conside­rándome un niño aunque ya nunca me dijera así. Por for­tuna, pensé, aún durarían suficiente las largas vacaciones antes de entrar a la prepa; Gerardo y yo tendríamos mu­cho tiempo para explorar cada cueva que encontráramos, si se nos antojaba.

Y sí, sin esforzarnos mucho en buscarla, dos o tres días después Gerardo y yo encontramos una cueva bastante grande. La Cueva del Diablo, supusimos, y estábamos en lo cierto. Su ancha entrada estaba semioculta por mato­rrales y por una pequeña loma. La altura del túnel sería tal vez de unos cinco metros. Se hundía en la tierra unos veinte metros en ángulo de treinta grados y luego, al pare­cer, el túnel era bastante menos empinado. Sus muros eran de roca volcánica gris y negra, que rezumaba humedad.

No podía verse más allá. Parados en la entrada, entre exal­tados y temerosos, no nos decidíamos a continuar. Era la Cueva del Diablo, no lo olvidábamos aunque apenas habrían dado las once de la mañana y el sol brillaba con intensidad.

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