Jorge Zepeda Patterson
11/08/2019 - 12:05 am
Esta columna no es de política
El deporte es también uno de los pocos escenarios en los que podemos observar, sin montajes e hipocresías, a seres humanos en condiciones límite física y emocionalmente hablando
Laura Galván corre agazapada detrás de las dos poderosas atletas de Estados Unidos y Canadá. Al iniciar los últimos 400 metros de la dura competencia por la medalla en los 5 mil metros, las dos norteamericanas alargan la zancada y se desprenden del pelotón. La mexicana Galván hace lo imposible para mantenerse a su estela, aunque el esfuerzo extremo le pasa una dura factura, visible en el rostro desencajado. Las otras dos superan a la menuda morena en 15 centímetros de estatura y unas piernas largas que devoran de manera implacable los últimos metros. Laura se mantiene a duras penas. Al enfilar la última curva los comentaristas se hacen ascuas sobre quien se quedará con la medalla de oro: ¿Canadá o Estados Unidos? También reconocen el mérito de la mexicana para quedarse con una inesperada medalla de bronce; muy meritorio para una corredora que no estaba “ranqueada” para subir al podio en los Juegos Panamericanos de Lima. Pero entonces sucede algo inesperado, faltando 150 metros, en lugar de quedarse rezagada, Laura Galván abre el compás e imprime mayor revolución a su zancada. Ante el asombro del auditorio la pantalla de la televisión exhibe el puntito rojo de su uniforme acercarse a milimétricamente a la corredora canadiense hasta que la supera. Laura debe haber sido la primera sorprendida porque el golpe de adrenalina le da un impulso extra que le permite rebasar con relativa facilidad a la estadounidense. Faltando 70 metros, inesperadamente, la mexicana ha tomado cinco metros de distancia que se antojan definitivos. Las dos anglosajonas, que se venían cuidando entre sí y nunca imaginaron la irrupción de una corredora ignorada, se recuperan de la sorpresa y saltan hacia delante. Diez metros más tarde queda claro que la estadounidense se ha quedado sin fuelle y, pese a su desesperación, la distancia sigue acentuándose. Pero no es el caso de la canadiense, Connell, quien parece haber encendido un turbo. Faltando treinta metros para la meta ha reducido la separación y comienza a respirar en la nuca de la mexicana. La inercia que trae la perseguidora hace inexorable el rebase en los últimos metros. Laura siente la presencia de la otra y lejos de desmoronarse y asumirse como un caso más del “ya merito”, descubre que aun le queda un cambio de velocidad que probablemente ni ella sabía que existía. Para la consternación de Connell, Galván la deja plantada y entra a meta tres metros delante de su perseguidora. Segundos más tarde, con cara de estupefacción, intenta recuperar el aire y sus pensamientos. Acaba de darse cuenta de que su vida ha cambiado para siempre.
Entiendo que esta columna tendría que versar sobre política, pero una breve convalecencia me ha condenado a observar por televisión los Juegos Panamericanos de Lima. A lo largo de tres o cuatro días he podido constatar la pasiones nacionalistas que entraña la competencia entre países. Supongo que la escena descrita arriba habría sido vista de manera diferente por un peruano (con simpatía probablemente, pero sin la emoción en la garganta que yo experimenté), ya no digamos por un canadiense. Nunca había oído hablar de Laura Galván ni tenía interés en esa carrera; caí en ella por el peregrino azar del zapping. Y sin embargo al comenzar a seguirla fui inevitablemente presa de los condicionamientos nacionalistas que han quedado inscritos en nuestro ADN.
Pero también advertí otra cosa. El deporte es también uno de los pocos escenarios en los que podemos observar, sin montajes e hipocresías, a seres humanos en condiciones límite física y emocionalmente hablando. Particularmente cuando está en disputa colgarse una medalla, algo que en definitiva puede hundir o catapultar sus carreras profesionales. En deportes de alto rendimiento, cuyas pruebas reinas se disputan cada cuatro años, un atleta se juega en minutos años de preparación y sacrificio. No es de extrañar el dramatismo de las escenas que se despliegan a nuestra vista. En esos momentos de auto flagelo en los que el deportista saca inexplicable fuerza de la propia entraña, observo una épica conmovedora que cuesta encontrar de manera tan conspicua en otros ámbitos. Se me dirá, con razón, que hay mayor heroísmo en la doble jornada que una madre de condición humilde despliega para llevar pan a la mesa de sus hijos. Y tendrán razón, pero eso no va en desmedro de la experiencia lúdica y dramática que supone una competencia entre personas que se han preparado durante años para jugárselo todo en un instante.
He tratado de ver otras carreras en las que no compiten mexicanos con la misma pasión por la condición humana, sin que se involucre el sentimiento nacionalista y su deplorable distorsión. Algo he logrado viendo brasileños, colombianos y peruanos conseguir emotivas y bien ganadas medallas. Me entusiasmó cada remontada épica o el triunfo inesperado de un competidor subestimado. Pero debo confesar que he tomado nota que hoy por la noche (sábado) el equipo femenil de México disputa contra Argentina la medalla de oro, algo que hasta hace tres días no habría visto ni por error.
@jorgezepedap
www.jorgezepeda.net
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