“En una atmósfera saturada de belleza y violencia, con una prosa sobria y evocadora que propulsa la historia en un crescendo febril, Mirko Sabatino nos habla de la fragilidad y la brutalidad, de cómo la más oscura de las pesadillas puede arraigar en el corazón cegador de un verano de ensueño”, informa Sexto Piso. Aquí un adelanto de El verano muere joven.
Ciudad de México, 20 de abril (SinEmbargo).– Verano de 1963 en un pueblecito costero italiano del Adriático. Un luminoso y bucólico microcosmos en el que tres amigos de doce años –Damiano, Primo y Mimmo– pasan los días, largos y bochornosos, apostados en la plaza, cobijándose en la sombra de los callejones o escapándose a su rincón predilecto, un acantilado con unas envidiables vistas al mar, un refugio donde evadirse de sus padres y sus problemas y compartir su inocencia, sus sueños y secretos.
Hasta que un día, Mimmo tiene un encontronazo con un grupo de jóvenes bravucones del lugar. Los tres niños sellan entonces un pacto de sangre: si cualquiera de ellos o sus familias sufren una afrenta, responderán juntos, siempre juntos, con una represalia proporcional al agravio. Los sucesos en ese largo y somnoliento verano –el verano en que nacen las camaraderías y lealtades, los rencores y venganzas, los miedos y los primeros amores– toman un giro inesperado, y los amigos se verán forzados a cumplir su pacto tres veces…
En una atmósfera saturada de belleza y violencia, con una prosa sobria y evocadora que propulsa la historia en un crescendo febril, Mirko Sabatino nos habla de la fragilidad y la brutalidad, de cómo la más oscura de las pesadillas puede arraigar en el corazón cegador de un verano de ensueño.
Fragmento del libro El verano muere joven: copyright: 2019, Marko Sabatino. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.
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PRÓLOGO
Cuando estás solo las cosas te suceden únicamente a ti.
En teoría esta ley también debería valer para la felicidad, pero no se adapta a ella por culpa de esa palabra –solo– en torno a la cual la felicidad, por más que la coloques, tires de ella, la remetas, siempre deja arrugas.
Tenía doce años y medio cuando empecé a estar solo, y desde entonces no he dejado de estarlo. Se ha convertido en una actividad, más que en una condición. Así que cuando supe que la iban a sacar, volví a mi pueblo natal del mismo modo que, unos cuantos años antes, me había ido.
Solo.
Contemplo a los dos buzos mientras se preparan para la inmersión. Uno de ellos, a pesar de su arrogante prestancia física, tiene unas hebras grises que le jaspean las sienes; el otro, un rubio joven y delgado, tiene una mirada sonriente, unos ojos aún dispuestos al estupor.
Para el buzo de las hebras grises en las sienes simplemente es trabajo, otro trabajo más, pero para el más joven debe de tratarse de lo que es, en su absurda evidencia: una cosechadora sepultada bajo las aguas del Adriático desde los años sesenta.
Sucedió en el verano de 1963. Teníamos doce años, y éramos tan pequeños, aquel verano, que nuestros cuerpos no iban más allá de la camiseta y de los pantalones cortos que vestíamos.
Ese año los Beatles cruzaron el umbral de Abbey Road Studios y trece horas después entregaron al mundo su primer LP, el papa Juan XXIII moría después de casi cinco años de pontificado y tres días de agonía, Martin Luther King anunció a Estados Unidos que tenía un sueño, John Fitzgerald Kennedy perdió el cargo de presidente y la vida a bordo de una limusina, un desprendimiento provocó una inundación que borró de Italia a Lungarone y a sus habitantes. Pero todo esto sucedía en los periódicos, en la radio y, para los pocos que la tenían, en la televisión: lo que de verdad acontecía en el mundo, para nosotros, eran las callejuelas de nuestro pueblo.
Una plaza, una iglesia, una tienda de ultramarinos, una carnicería, un bar, una panadería, una escuela de primaria, una escuela de secundaria, un quiosco, un consultorio médico, una clínica veterinaria, un comercio de ropa y calzado baratos, las casas blancas y bajas.
Y las callejuelas.
Las callejuelas donde, en las tardes soñolientas, las madres llamaban a los hijos con voces lentas y monótonas, y las viejas se sentaban cuando anochecía, en sillas que colocaban en el umbral de sus casas, y allí se abanicaban perezosamente mientras sus maridos paseaban con las manos cruzadas tras la espalda, obstinada, obsoletamente elegantes con su único traje, los rostros serios y curtidos por el sol.
Tal vez los acontecimientos que marcaron 1963 no nos bastaron, o no nos parecieron lo suficientemente reales. Tal vez fue por eso por lo que decidimos aportar nuestra pequeña y silenciosa contribución a la historia.
Aquel año estábamos Mimmo, Damiano y yo. Sobre todo, nosotros.
1
Fue el dolor lo que le hizo perder la cabeza, mientras estaba todavía a horcajadas sobre la verja, con las manos de Sabino Canosa apretándole, desde abajo, el muslo desnudo contra el metal ardiente del sol de mediodía. Se estaba divirtiendo, Canosa; aflojaba la presa, dejando que la piel de la pierna de Mimmo se despegara del metal, después volvía a apretar, aumentando gradualmente la intensidad y la duración de la presión.
Hasta que el calor alcanzó el corazón de la carne de Mimmo, y mi amigo perdió el control, la voluntad. La lengua se le desató. Dijo aquellas palabras, y ya no habría marcha atrás.
–¡Déjame, hijo de puta!
Sabino dejó de reír como a veces deja de llover en verano: de golpe. Dejó que Mimmo pasase la otra pierna a esta parte de la verja; luego lo agarró bruscamente por el tobillo con ambas manos y lo derribó con un violento tirón. Mimmo se estampó sobre la gravilla y se raspó las rodillas; Sabino lo agarró por el cabello y lo arrastró sobre los guijarros como un saco, mientras Mimmo intentaba ponerse de pie, tropezando y cayendo y rozándose las heridas en carne viva contra el suelo polvoriento. Sin dejar de sujetarlo por el cabello, Canosa lo levantó en vilo y le propinó una violentísima bofetada que hizo que la cabeza le girara sobre el cuello.
Mimmo se desplomó, puso las manos en el suelo para no golpearse la cara contra la grava; Sabino levantó la rodilla hasta el pecho y le aplastó con el pie los dedos de la mano. Mi amigo dejó escapar un grito gutural, retiró la mano y se la protegió con la otra. Se balanceaba adelante y atrás, acunándose el dolor contra el pecho, lloriqueando en silencio.
Sabino lo miraba desde arriba, como si fuese un insecto. Hundió los dedos en los angelicales rizos de Mimmo y tiró con fuerza hacia atrás.
–Gordo de mierda. A mi madre ni la nombres. Mi madre es una santa.
Perdigones de saliva rociaban el rostro aterrorizado de Mimmo. Luego Sabino echó el brazo hacia atrás y le asestó otro tortazo, de arriba abajo.
Yo sólo podía mirar. Cosimo y Salvatore estaban detrás de mí y me tenían inmovilizado. Sentía el olor metálico de su sudor. Si estuviese Damiano, pensaba, si al menos estuviese Damiano.
Hubo un intercambio de gestos y de miradas, y luego Salvatore se puso detrás de Mimmo. Sabino retrocedió, como para estudiar la situación. Con gesto pulcro y metódico, enrolló el borde inferior de la camiseta de Mimmo hasta su barbilla. La tripa blanquecina y prominente de mi amigo quedó a la vista de todos, como una culpa.
Oí el siseo del cinturón de cuero al deslizarse por las trabillas de los pantalones de Sabino. Canosa tensó el cinturón entre sus manos, produciendo un doble chasquido.
Mimmo y yo solamente estábamos viendo el partido que tenía lugar en un terreno reseco por el sol: un campo de fútbol improvisado en la explanada que había delante de la villa de Potito Capece, con dos montoncitos de piedras como postes; Sabino y Cosimo se pasaban la pelota y la chutaban a la portería sin redes, que Salvatore defendía dando saltitos. De pronto el balón se encabrita y rebasa la tapia de la villa, Sabino ordena a Mimmo que lo recupere. Mimmo obedece porque quien se lo pide es Sabino Canosa, de quince años y con el cuerpo robusto y duro de un toro, pero también porque la cosa tiene su provecho: ése no es un balón cualquiera. Es una reliquia. Mimmo tendría la oportunidad de tocarlo: el balón en el que Omar Sívori, incongruente como una aparición, había firmado un autógrafo a Sabino pocos días antes, al materializarse desde la nada en nuestro pueblo perdido del Gargano.
Sabino levantó el cinturón en el aire y pegó un primer golpe en el suelo, como un domador. Mimmo cerró los ojos instintivamente. Sabino dobló en dos el cinturón.
–¡Azota a ese cerdo! –se exaltó Cosimo a mi espalda, mientras yo encontraba el modo de zafarme de él y salía corriendo hacia Mimmo; pero Cosimo me agarró por la muñeca, me hizo volver y me propinó un puñetazo en la boca del estómago.
Caí de rodillas. El oxígeno abandonó mis pulmones.
Sentí que las manos de Cosimo me levantaban del suelo, que sus brazos me sujetaban de nuevo por los hombros. Yo intentaba aspirar aire, pero en vano. Vi que el brazo de Sabino se flexionaba, que el cinturón caía y restallaba en el vientre desnudo de Mimmo. Mimmo emitió un grito ronco que le desgarró la garganta, pero aquello era sólo el principio. Con ojos desorbitados y llenos de odio, Sabino inició una furiosa flagelación. Los golpes, cada vez más violentos, caían a intervalos cada vez más seguidos. Los alaridos de Mimmo se alzaban atroces, arcaicos. Cuanto más sudaba Sabino, cuanta más energía gastaba, más parecía crecer su fuerza. Su cuerpo y su brazo formaban un todo, y golpeaba con enloquecida agilidad. Ya no era un juego sádico; ni siquiera un castigo o un embriagador ejercicio de violencia gratuita. Aquello iba más allá del odio. De no haber intervenido nadie, Sabino habría sido incapaz de detenerse.
De pronto, un hilo de aire se abrió paso hasta mis pulmones; sentí el estómago contraerse y relajarse violentamente, y un chorro ácido me brotó de la garganta.
Cosimo me apartó de él con desagrado, pero allí donde otros cedían al asco Sabino veía oportunidades. Arrojó al suelo el cinturón, arrancó a Mimmo de los brazos de Salvatore y lo arrastró agarrándole del pelo hasta el charco formado por mis jugos gástricos. Me miró: la cicatriz que tenía en el pómulo izquierdo, justo bajo el ojo, le brillaba con el sudor.
–¡Lámelo! –dijo, dirigiéndose a Mimmo. Pero me miraba a mí. Había una excitación nueva en sus ojos.
Apretó su mano contra la nuca de Mimmo y trató de hundirle la cara en el vómito, pero Mimmo tensaba los músculos del cuello, resistía enérgicamente.
–¡Lámelo! –ordenó Sabino, y le dio una fuerte patada en el costado.
Se oyó un grito; Canosa se volvió hacia las callejuelas. Antes de soltarlo, escupió a Mimmo en la cara.
Don Gerardo corría en nuestra dirección sujetándose la sotana con las manos y, cuando nos alcanzó, comenzó a dar patadas al aire con sus piernecitas, dispersando a Sabino y sus amigos como si fueran perros. Los tres se fueron riendo y haciendo muecas.
–Desgraciados… –murmuró el párroco mientras se secaba el sudor de la frente con el pañuelo–. ¿Va todo bien?
Asentí, tratando de no encontrarme con su mirada. No quería, no podía verme obligado a darle las gracias.
Me acerqué a Mimmo. Lloraba de un modo apenas perceptible, mascullaba palabras sin sentido, con la camiseta enrollada hasta el cuello, la tripa enrojecida por los golpes. Con la mano, le limpié la saliva de Sabino de la cara. Estremecido por los sollozos, Mimmo introdujo mecánicamente sus dedos en el bolsillo de los pantalones y sacó una botellita de plástico. Contenía agua bendita; se la había regalado su madre por su duodécimo cumpleaños; Mimmo nunca se separaba de ella. Solamente quería asegurarse de que estuviera todavía allí, porque inmediatamente después se la volvió a meter en el bolsillo y se encaminó hacia las callejas, con la mirada anegada en lágrimas.
Lo agarré con suavidad por el brazo y Mimmo se detuvo. Le desenrollé la camiseta, despacio, y le cubrí la tripa.
Nos alejamos de la explanada mientras don Gerardo nos contemplaba, inmóvil y mudo.