Las familias que fueron separadas en la frontera entre Estados Unidos y México por el gobierno de Donald Trump y luego se reunieron muestran profundos traumas y quieren que el gobierno pague sus tratamientos psicológicos. Niñas y niños que eran alegres se muestran ahora nerviosos, desobedientes, irritables y temerosos de la escuela, según los padres. Sufren pesadillas constantes. Lloran por cualquier cosa, incluso los adolescentes.
San Diego, Estados Unidos, 8 de septiembre (AP).— Un niño de seis años llora en la parada del autobús de su escuela en un suburbio de Maryland y le pide a su madre que le prometa que no va a desaparecer de nuevo. Un pequeño hondureño se despierta gritando de noche y busca a la trabajadora social que cuidó de él varios meses. Otros menores se agachan o esconden sus rostros cuando ven a un agente uniformado.
Las familias que fueron separadas en la frontera entre Estados Unidos y México por el gobierno de Donald Trump y luego se reunieron muestran profundos traumas y quieren que el gobierno pague sus tratamientos psicológicos.
Afirman que los jubilosos reencuentros que hubo cuando el gobierno dejó sin efecto la política de separar a padres e hijos que ingresaban al país ilegalmente dieron paso a jornadas tormentosas al reanudar sus vidas, ya sea en Estados Unidos o en los países centroamericanos desde los cuales intentaron emigrar. Aseguran que tanto los niños como los padres quedaron traumatizados.
Niñas y niños que eran alegres se muestran ahora nerviosos, desobedientes, irritables y temerosos de la escuela, según los padres. Sufren pesadillas constantes. Lloran por cualquier cosa, incluso los adolescentes.
"Está en primer grado. Yo duermo con él. No puedo dormir lejos de mi hijo, ni él de mí", dijo Iris Eufragio en una entrevista telefónica con The Associated Press desde Rosedale, Maryland, donde ella y su hijo de seis años Ederson viven con amigos mientras se procesa su solicitud de asilo. Señala que se fue de Honduras huyéndole a la violencia.
El gobierno los separó en la frontera en junio. Se reencontraron por orden judicial después de que el niño pasase un mes en un centro de detención de Phoenix.
Al menor le cuesta salir adelante. Disfrutaba mucho el jardín de infantes al que iba en Honduras, pero ahora las maestras tienen que esforzarse para asegurarse de que no se vaya en busca de su madre.
"Sólo mirar un carro de policía y él tiene miedo", dijo Eufragio y pregunta todo el tiempo si lo van a llevar de nuevo al centro de detención.
Una demanda colectiva radicada esta semana pide una compensación económica no especificada y la creación de un fondo para costear los tratamientos psicológicos de más de 2 mil menores que fueron separados de sus padres al ingresar a Estados Unidos en el marco de una política de "tolerancia cero" del gobierno.
El gobierno de Trump declinó hacer comentarios.
Numerosos profesionales de la salud ofrecieron intervenir.
Si se ignora el trauma, las cosas empeorarán. "Hemos cambiado el rumbo de la vida de un menor", expresó la psicóloga infantil Barbara van Dahlen, fundadora de Give an Hour, cuya red de 7 mil profesionales del campo de la salud mental está dispuesta a asesorar a las familias que se encuentran en Estados Unidos.
No se conocen los efectos a largo plazo, pero algunos estudios indican que un estrés persistente –sobre todo si los padres no están para acompañar a sus hijos– puede alterar la estructura cerebral en regiones que afectan las emociones y regulan el comportamiento. Los niños menores con cerebros que se desarrollan rápidamente son los más vulnerables.
A miles de kilómetros, en Honduras, el bebé Johan emite casi todas las noches gritos desgarradores. Se calma cuando su madre menciona a Emily, la trabajadora social que lo atendió mientras estuvo bajo custodia del gobierno estadounidense. A veces le muestra videos que la trabajadora les envió para que no se sienta abandonado por ella.
Johan –quien se hizo famoso mundialmente cuando apareció frente a un juez en pañales– pasó un tercio de su vida en un refugio gubernamental de Arizona tras ser separado de su padre en la frontera en mayo.
Al reencontrarse en julio, al principio Johan no pareció reconocer a sus padres. Se niega a jugar con sus juguetes, a beber de su botella o a comer, ni siquiera cosas que le encantaban, como los plátanos.
No puede dormir con las luces apagadas. No sabe si abrazar fuertemente a su madre, pegarle o aislarse.
"Me pongo a pensar que quizás sea algo normal por su edad, pero cuando llora, llora como si estuviese teniendo pesadillas, grita duro como que está traumatizado," dijo Adalicia Montecinos, quien está en el octavo mes de embarazo de su segundo hijo. "Pensamos cuando lo recuperamos que todo iba a regresar a ser normal, pero está tan traumatizado que ni sabemos qué hacer".
Su padre, Rolando Antonio Bueso Castillo, no puede con la culpa por habérselo llevado. No estaba al tanto de la política de separación de familias y sufre pensando que su hijo, quien en ese entonces tenía 10 meses, fue separado de él. Afirma que aceptó ser deportado porque se le dijo que recuperaría a su hijo de inmediato.
Pero Johan pasó cinco meses en un refugio de Phoenix. Fue allí que pronunció sus primeras palabras y dio sus primeros pasos.
Bueso Castillo quiere demandar a Estados Unidos. Sin embargo, dice que no tiene los medios para hacerlo ganando 10 dólares diarios como conductor de autobuses.
"Esto es culpa de ellos", manifestó.
Isaí Valenzuela Segura, guatemalteco de 29 años que se reencontró con su hijo de nueve años el 26 de julio, quisiera poder hacer más para ayudar a su niño. Le gustaría poder contratar a un terapeuta. Sale adelante apoyándose en su fe y le lee la Biblia a su hijo.
"Pensé que cuando nos viésemos estaría feliz, pero me preguntó por qué lo había dejado. Me dijo, 'me dejaste solo 41 días. No tienes idea de lo que sufrí'", relató Valenzuela, quien vive con su hijo en Tennessee mientras se procesa su pedido de asilo. Vino escapando de la violencia en Guatemala.