Lioba Bonilla es de Santa Ana Tlacotenco. Tiene 63 años. No sabe de chefs, restaurantes, ni rutas gastronómicas, pero cocina deliciosos tamales de puerco e invitó a Vice a su casa a convivir alrededor de una mesa.
Por Mariana Castillo
Ciudad de México, 10 de marzo (SinEmbargo/ViceMedia).– Lioba Bonilla Flores es de Santa Ana Tlacotenco. Tiene 63 años. No sabe de chefs, restaurantes, rutas gastronómicas, premios o convenios por la cocina nacional. Tampoco le quita el sueño toda esa parafernalia porque le es ajena, no ha escuchado ni recibido apoyos o noticias al respecto.
Ella está más ocupada en trabajar la tierra, recoger su maíz y elaborar pinole, panes de anís y "de leche", quelites como los "chivitos", "burritos" (una botana con maíz colorado tostado y piloncillo), guisados con habas, panes, tamales y más para vender "allá en la ciudad" y mantenerse. Desde que tiene memoria así ha sido su día a día, y más desde que su esposo murió.
Milpa Alta es parte de esa ciudad —la de México— de la que ella habla como si fuera algo lejano (y un poco ajeno). Y lo es. En una reunión mezcalera en la que ella se hizo cargo de los fogones nos invitó a conocer su casa, a cocinar y a comer.
Aceptamos.
Ocho citadinos fuimos hasta lo más recóndito de esa delegación y nos sorprendimos rodeados de tanto verde. No es San Pedro Atocpan en tiempo de feria, con sus pasillos llenos de cazuelas con mole, es suelo milpaltense con su tranquilidad y verde cotidiano. Es un domingo de cielos abiertos.
¿Cómo es posible que estas nopaleras y cerros y pendientes y silencio sean la ciudad? En su jornada Lioba pasa mínimo seis horas (casi siempre más) en el tráfico para poder llevar su mercancía a diferentes delegaciones de la capital mexicana. Carga un gran bulto y aunque ella es delgada y baja de estatura es más fuerte que todos nosotros.
Lo que tiene lo comparte. Nos pidió que fuéramos por pulque para beber mientras preparábamos los tamales de puerco en una salsa verde única y el chileatole de maíz azul con chícharos. A ella le encanta el aguamiel. Se lo venden en una tienda en una botella de Coca Cola.
Nos perderíamos en esas pendientes y callejones si ella no nos hubiera guiado. Su casa tiene una gran habitación para sus hijos, sobrinos y demás familia que habita con ella (pueden ser dos, cuatro o hasta siete). Colocamos una mesa al exterior para trabajar en equipo con nuestra maestra. El espacio para cocinar está junto a un árbol de zapote blanco, al lado del anafre y el comal.
También hay una construcción que ya está avanzada. Alrededor sólo hay naturaleza. Se ven las nopaleras, las milpa, las flores, los capulines y las nubes. Antes de empezar fuimos a cortar nopales con sus nietos: Arturo, el más pequeño, y Moisés, el mayor.
Los niños se acercaban a la planta espinosa con naturalidad, hacían el corte diagonal y todo parecía muy fácil. Nosotros con dificultad cruzábamos el terreno. Lo intentamos y entre todos llenamos una cubeta. "¿Y esa flor cuál es?", pregunté. "Es Santa María. Pero quién sabe si es santa", contestó Moi con una risita.
Después seguimos a las milpas. Enormes, con un vello casi humano se alzaban en el terreno. Rojas y amarillas, como el sol y el fuego, como la vida misma. Encontramos capulines, quelites, insectos, gatos y sonidos que no identificábamos.
Al regresar elaboramos los tamales en comuna. Lo más especial en ellos fue la salsa. Tomatillo, ajonjolí, almendra, clavo, pimienta, cebolla, ajo y la mano de Lioba. Es como ninguna otra. Una hoja de totomoxtle, un poco de masa, un poco de salsa y cerdo. Una hoja de totomoxtle, un poco de masa, un poco de salsa y cerdo. Una hoja de totomoxtle, un poco de masa, un poco de salsa y cerdo. Así una y otra vez. Así hasta acabar con todas las que había. Nunca las contamos.
Luego preparamos el chileatole, una caldo espeso de masa picante y consistente. Limpiamos los chícharos y deshicimos la masa azul que ella nixtamalizó temprano. Tocarla fue terapéutico. Se sentía suave. Le agregamos el chile serrano y dejamos hervir la mezcla.
Esperamos la comida. Cada vez que tiene oportunidad a Lioba le gusta cantar en náhuatl. Se puso su blusa tradicional y sus collares para hacerlo. Nadie le pidió que se vistiera así, lo hizo porque estaba de fiesta. Entonó una melodía que hablaba de que los tamales están grasosos y el atole caliente.
Nunca había escuchado el nombre de Lioba. Encontré que su origen, es germánico e inicia con la voz liub, que quiere decir "amable", "amado" o "querido" ("lieb" en alemán moderno). En el libro La mujer en la Edad Media, de Margaret Wade Labarg, se menciona que Lioba fue una abadesa renana del Siglo VIII, evangelizadora de los alemanes y de gran influencia dentro de la corte de Carlomagno.
Esta Lioba, la de Milpa Alta, nos enseñó sus costales repletos de maíces hermosos y prolíficos. El "negrito" y el "colorado" que guarda para lo que venderá los próximos meses.
"¿Eres feliz aquí?", pregunté. "Lo importante es que vinieron a visitarme", respondió.
Comimos los tamales, el chileatole y un guisado de cerdo en guajillo en tacos. Nos llevamos pan y pinole.
Lioba y su familia nos despidieron con esa amabilidad característica de la gente que trabaja la tierra con cariño. En Santa Ana Tlacotenco, Milpa Alta, estábamos —y no— en la Ciudad de México. Olvidamos el ruido del tránsito, el smog, la histeria urbana y la señal del celular para escuchar a las aves, al viento y nuestras propias voces, logramos convivir alrededor de una mesa.