Óscar de la Borbolla
06/03/2017 - 12:00 am
La vida intensa
Sin que uno se dé cuenta, un día, uno está instalado en una vida. Una vida que es así como es, nos guste o no, y uno trata de quitar una cosa y de poner otra como si estuviera decorando su morada, y en alguna medida lo logra; no completamente, pues siempre existen los imponderables, […]
Sin que uno se dé cuenta, un día, uno está instalado en una vida. Una vida que es así como es, nos guste o no, y uno trata de quitar una cosa y de poner otra como si estuviera decorando su morada, y en alguna medida lo logra; no completamente, pues siempre existen los imponderables, pero, con todo, uno se hace a esa vida: uno vive en ella: es la vida de uno.
Hay quienes se conforman y quienes desesperados se arrojan por la ventana con el anhelo de caer más allá de su vida. Entre los primeros están quienes se hacen a la idea de que no tienen más opción y también, por supuesto, quienes no quisieran que se moviera un ápice, pues esa vida que tienen les fascina.
La mayoría, sin embargo, le pone injertos a su vida, porque la vida de cada uno, tal cual es, causa fatiga a la larga y, entonces, mínimamente, uno va al cine o se emboba con una serie de televisión: le inyecta unas escenas ficticias al tiempo corriente, al tiempo de uno. También hay quienes se enfrascan durante horas en la lectura de un libro y viven de prestado la vida de los protagonistas, y quienes no hacen nada, nada que los distraiga, que los lleve a un recreo y estos, pobres, no tienen más remedio que tumbarse a dormir y en el sueño encuentran un alivio a las horas enrieladas de su vida de costumbre.
Son pocos quienes tienen una vida digna de ser autobiografiada: Neruda da envidia con su Confieso que he vivido o Casanova con sus Memorias eróticas; aunque, pensándolo bien, quizá no sean tan pocos, sino sólo sean pocos los pocos que se han sentado a escribir su autobiografía, pues la vida de cualquiera tiene momentos de intensidad y, aunque no todos sean Napoleón, cada quien ha tenido sus waterloos y sus victorias en su muy modesta vida cotidiana.
Yo aprendí un concepto en el joven Albert Camus, lo hallé en su primer libro: El revés y el derecho cuando también era muy joven: "avidez de vivir", y luego, en otra obra del mismo autor: El mito de Sísifo, encontré la teoría de la moral de la cantidad: no una moral regulada por la ordenación del bien y el mal, sino, literalmente, por la cantidad: por un afán de vivir más. Es tan breve la vida y tan absurda que el sentido camusiano de vivir más no es, necesariamente, prolongar la vida, sino retacarla con más vidas, vivir varias vidas en la única que tenemos. Para él cuentan lo mismo los actos reales que las representaciones y, por ello, una forma de vida intensa es la del actor, quien, además de su vida, vive la de todos los personajes que interpreta; otra, la del Don Juan; otra, la del conquistador que se juega con sus decisiones no sólo su vida sino la de todo su ejército, y una más la del novelista: qué familias de ficción me he hecho y qué aventuras he corrido a través de los meses y los años en que he ido pergeñando mis novelas.
La vida, como bien decía el surrealismo, también está compuesta por los sueños y, podría agregarse, por las lecturas y las escrituras y esas extensiones que dan las pantallas, sean de cine, de televisión o de tableta. Incluso, en la fija imagen que tengo ante mí cuando voy manejando mi automóvil, hay una realidad, un fragmento de realidad que en vez de acercarse, se aleja: la que me va dando el espejo retrovisor cuando yo avanzo hacia delante.
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@oscardelaborbol
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