"Sólo un taco he probado en dicho establecimiento —el árabe de bistec con queso—, pero basta para otorgarle la medalla dorada e incluso para cimbrar mi espiritualidad", escribe en esta entrada Ricardo, sobre su taquería favorita El Tacuche Árabe.
Tratándose de gastronomía tiendo a dar una mayor importancia a los factores externos que a la experiencia meramente alimenticia. Por más especial que sea el restaurante o la ocasión, después de unos meses no logro recordar qué platillos ingerí. En cambio, siempre queda grabado en mi memoria, y con nitidez milimétrica, cada detalle del entorno físico y emocional que enmarcó el acontecimiento culinario. Hay, sin embargo, un lugar que rompe con esta constante, una excepción donde nada me importa más que el sabor resguardado por sus paredes. Se trata de El Tacuche Árabe, ubicado en la encrucijada de las calles cuatro y trece, en la colonia Espartaco, al sur de la Ciudad de México. No tengo la más mínima duda, esta es mi taquería favorita.
Sólo un taco he probado en dicho establecimiento —el árabe de bistec con queso—, pero basta para otorgarle la medalla dorada e incluso para cimbrar mi espiritualidad. Y es que no exagero cuando afirmo que apenas lo desdoblo y veo frente a mí la jugosa carne cortada en cuadritos, mezclada con queso Oaxaca derretido, y apenas percibo su intenso aroma, mi ateísmo se tambalea y comienzo a sospechar que me hallo ante una verdadera obra divina. Entonces, tras contemplarlo durante unos segundos con una devoción similar a la que los apóstoles tenían al observar a Jesucristo, agarro dos mitades de limón y las exprimo totalmente en su interior. Posteriormente asiento la fruta y me sorprendo al percatarme de que mi mano se ha manchado de verde cítrico, cual una Sábana Santa. El rito preliminar concluye cuando extraigo la cuchara metálica sumergida en la salsa roja y, como si fuera vino de consagrar, baño la que para entonces ya se ha convertido a mis ojos en una hostia-taco. Cabe añadir que, a pesar de la variedad ofrecida, la salsa roja es la única que siempre consumo, lo cual confirma un franco monoteísmo: un taco, una salsa, punto.
Al corroborar que, resistiendo el embate acuoso al que fue sometida, la tortilla milagrosamente ha conservado su consistencia, aparto los cubiertos que el mesero colocó a un costado. Decidida, mi mano izquierda sostiene el taco por la mitad, lo eleva en equilibro y yo inclino la cabeza para recibirlo. Eventualmente abro mis fauces y me dispongo a dar una buena mordida, no sin antes decir “Amén”. El primer contacto entre nosotros se caracteriza por una manifestación de la exquisitez de la tortilla, inmediatamente después se revela la perfecta suavidad de la carne y la elasticidad del queso. A partir de esa inicial y potente dosis de sagrado colesterol dejo de ofrecer cualquier resistencia atea y vuelvo a confiar ciegamente en que, a pesar de su necio y cruel mutismo, Dios nunca me ha desamparado.
Cada milésima de segundo transcurrida desde el primero hasta el último bocado, cada una por sí sola, hace que valgan la pena los cincuenta y tantos pesos que cuesta el taco. Por ello, al tragar su última partícula, agradecido miro al cielo. El techo del establecimiento es como la Capilla Sixtina: mis pecados han sido perdonados y se han abierto, misericordiosas, las puertas del paraíso. Esta sensación no acaba cuando el mesero prende la televisión en el canal Bandamax. Al fin y al cabo, quién nos asegura que el gusto del Señor no se ha desplazado, de los coros angelicales a Julión Álvarez. Además, en tal momento no puedo sentir decepción alguna provocada por las preferencias musicales del Creador, lo único que hay en mí es una desbordada alegría por haber sido readmitido en su rebaño.