En una bóveda vigilada por policías armados, hay una caja resguardada con los restos de una historia que avergüenza a la Ciudad de México.
Ciudad de México, 28 de agosto (SinEmbargo/Vice).- Los pocos que tienen autorización para entrar a este lugar, atravesar sus filtros de seguridad y asomarse al interior de ese cartón con el número "04", se podrían dividir en dos tipos de personas: los que sólo ven latas aplastadas de crema corporal, rollos de papel higiénico, trapos de tela sucia y botellas de plástico retorcidas; y los que miran esos mismos objetos, pero saben para qué se usaban: para lubricar los genitales de mujeres y niñas agotadas, paños para limpiar el semen de los clientes y envases del agua para hidratar a las víctimas entre un trabajo sexual y otro.
Y aunque los observadores se podrían dividir en dos, todos verán el rótulo impreso en una hoja blanca que dice "Manzanares", el nombre corto del Segundo Callejón de Manzanares, una estrecha vialidad en el centro de la Ciudad de México, donde durante 15 años no pasó ningún auto, pues el espacio era manejado por las familias Rodríguez M. y Rodríguez R. para hacer desfilar a niñas y mujeres, desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche, para que los hombres que visitaban la calle eligieran por cuál pagar por 20 minutos de sexo.
"¿Te acuerdas de eso?", pregunta S., un empleado de la bóveda, mientras vuelve a cerrar la caja con cinta adhesiva. "Eso sí era una chingadera. Hasta se siente feo tocar la caja, ¿no?"
"Manzanares" era su nombre genérico, aunque casi todos sus visitantes se referían a ese lugar como "La Pasarela". La "atracción" era la prostitución infantil a plena vista de las autoridades, a sólo un kilómetro de la Cámara de Diputados. Ahí desfilaban menores secuestradas y señoras que llegaron por su voluntad, pero obligadas a pagar una alta cuota para poder pasearse de un extremo del callejón a otro, trazando una elipse con sus tacones, frente a seis locales abiertos con televisores y rockola, donde vendían alcohol y aperitivos para los visitantes. Excitados por los tragos, los clientes "rentaban" a un ser humano por 200 pesos para llevarla a la vecindad de los Rodríguez M., el único lugar donde se podía tener relaciones sexuales. Durante el Mundial de Sudáfrica de 2010, incluso hubo una promoción: paga 500 pesos y recibe 24 cervezas, más "la niña que te guste".
El prostíbulo cerró en 2011, después de unos 15 años de operación. De madrugada, decenas de agentes de la procuraduría capitalina entraron a la vecindad y revisaron los 26 diminutos cuartos con catres de cemento y puertas de sábanas, de donde rescataron a 27 víctimas, entre ellas cinco menores de edad obligadas a prostituirse. La más chica tenía 13 años. Los tratantes fueron arrestados, las víctimas devueltas a sus familias y los accesos del inmueble quedaron sellados por el gobierno de la ciudad. Así, "La Pasarela" bajó el telón y lo que recogieron los policías como evidencia criminal está en la caja "04", como señal de que eso, hace apenas cinco años, sucedía en la ciudad.
La caja "Manzanares" está debajo de otra con el rótulo "ADULAM", que también contiene pedazos de dolor de la Ciudad de México: las evidencias que sostienen el caso contra la Casa Hogar Adulam, un lugar definido por las autoridades como una "casa de los esclavos", descubierta en 2010. Ahí dormían 37 vendedores callejeros, niños incluidos, obligados a vender encendedores y plumas, y su único pago era un techo y no ser golpeados o violados.
Ambas cajas llevan años aquí, porque sus casos aún no ha concluido. Comparten techo y cuidados con otros 7 millones de objetos. Esa es la función de esta bóveda casi desconocida para todos los capitalinos: almacenar la evidencia de los delitos que desde 1997 no se han podido resolver.
Ropa ensangrentada, cuchillos, cadenas, armas, droga, juguetes rotos. Si alguien quisiera revisar la historia criminal de la Ciudad de México, tendría que venir aquí.
Una especie de casa del dolor ajeno.
LA "MATAVIEJITAS" Y "EL CANIVAL"
Este lugar podría tener un mejor nombre. Algo que hiciera honor a lo que guarda. Varias de las 50 personas que trabajan aquí prefieren algo como "museo del delito" o les agrada pensar en palabras como "bóveda" o "caja fuerte". Después de todo, es uno de los lugares más peculiares de la ciudad. En cambio, la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México le ha puesto un eufemístico nombre, que minimiza la colección que ahí se encuentra: "Dirección Ejecutiva de Bienes Asegurados".
Este lugar tiene el tamaño de 5.000 metros cuadrados y se encuentra en la zona norte de la ciudad, en la delegación Azcapotzalco, junto a la Fiscalía de Homicidios. En medio de una zona industrial, este edificio combina con su entorno: es frío, oscuro, húmedo y ordenado, pues cada objeto que llega de la mano de un policía de investigación, es catalogado con su fecha de ingreso, número de averiguación previa o carpeta de investigación y tipo de material. Alguien, al final, lo colocará en un anaquel de los ocho largos pasillos que hay.
Si alguien camina por el corredor de los homicidios, podría ver unos 70 mil objetos. Cientos de bolsas de plástico transparentes y negras con ropa manchada de sangre seca y, en algunas, incluso se resguardan los relojes que llevaban las víctimas cuando las asesinaron. Incontables cuchillos, palas, martillos que terminaron con la vida de los capitalinos y cuyos casos esperan justicia.
Están los estetoscopios con los que Juana Barraza "La Mataviejitas", se hacía pasar por enfermera para entrar a las casas de las ancianas, robarlas y matarlas. La ropa que Raúl Osiel Marroquín, 'El Sádico', guardaba en su departamento como recuerdo de las víctimas que invitó a su departamento sólo para torturarlos hasta su muerte. La maleta donde encontraron a la mujer desmembrada en la Unidad Habitacional de Tlatelolco. Y un lugar que intriga al director de este lugar: el anaquel con las siete cajas que contienen los restos de la historia de José Luis Calva Zepeda.
"Es un personaje que fue muy famoso hace algunos años. "El Caníbal de la Guerrero"... se acordará. Esos objetos los tenemos ahí. Recordarán que este cuate se dedicaba a escribir poemas. Ahí están sus cuadernos, manuscritos, disfraces de luchador, de calavera... ese en especial me llamó la atención", dice David Reynoso Mendoza, un abogado con tres años como jefe del lugar.
En esa caja están los poemas que escribió a mano ese hombre, a quien la policía le encontró pedazos de su novia en su refrigerador y en una sartén con aceite. En 2007, se supo el modus operandi: enamoraba, mataba, descuartizaba y, dicen, se comía a sus enamoradas. A una de sus sobrevivientes, Lidia, le escribió un poema que está guardado para cuando el juez lo necesite para cerrar su caso, aunque "El Caníbal" haya muerto meses después de su detención en un sospechoso suicidio en una cárcel del gobierno de la ciudad.
"Yo no creo en fantasmas. Creo en Dios, joven. Pero, la verdad, sí me persigno cuando entro al trabajo. Hay mucha energía muy intensa en este lugar y cómo no tenerla, vea esto", dice S. y extiende los brazos. "Puro sufrimiento, ¿se imagina toda la angustia acumulada que hay aquí?".
El pasillo de los secuestros también da una idea de las historias que se han acumulado: platos y cucharas de donde comían los raptados. Cadenas, candados, cuerdas, vendas. Y colocado de manera vertical, hay un colchón roto con manchas amarillas, que despierta dudas entre el personal.
Los empleados casi nunca saben los nombres de los protagonistas de estos casos. Sólo cuando llega un objeto de un expediente de alto perfil pueden adivinar quién es el propietario. Así, imaginan las historias con ayuda de los números que flotan en la bóveda: 2.000 muebles guardados, varios de ellos que se hallaron en casas de seguridad; 20.000 artículos de joyería, muchos recogidos en inmuebles dedicados a la venta de drogas; 30 mil discos de las cámaras de videovigilancia de la ciudad. 40 mil celulares. 20 mil herramientas de trabajo. 12 mil 500 billetes.
"El resguardo más antiguo es de 1997, de los más viejos, casi 20 años en la bodega. ¿Qué pasa, si se pierde? Nosotros tenemos la obligación de resguardarlo hasta que el juez nos diga que podemos darle 'destino final', es decir, regresarlo a sus dueños, a los familiares del dueño o tirarlo, quemarlo, donarlo", dice Reynoso, el jefe de tipo de trato amable, quien acumula una década de carrera en la procuraduría.
Mientras un juez no emita una orden de "destino final", él tiene la obligación de resguardar todo por años. Si uno de sus trabajadores — cada uno tiene a su cargo, en promedio, 140 mil objetos a veces tan pequeños como un hisopo — perdiera alguna evidencia, Reynoso y el responsable deberían avisar a al Contraloría de la dependencia. Probablemente, se abriría una averiguación previa por el extravío de ese objeto y, en un mal final, alguien podría incluso pisar la cárcel.
"Pero no, no ha pasado, al menos desde que yo estoy aquí", dice con satisfacción. "Por ejemplo, el año pasado tuvimos 'el evento' de una moldura de vehículo y la averiguación previa era de hace 13 años. El juez nos lo pidió con número de registro, número de serie y ni hablar, tuvimos que buscarla... sólo tardamos 25 minutos en encontrarla y se entregó a tiempo".
Los tiempos de esta bóveda son ajenos a los de la justicia expedita: cuando Javier Carrasco, doctor en Derecho y director ejecutivo del Instituto de Justicia Procesal Penal AC., sabe de este lugar, una de sus primeras preguntas es ¿cuántos de estos casos que llevan años empolvándose corresponden a hombres y mujeres que esperan en prisión preventiva a que un juez dictamine, por fin, si son inocentes o culpables?
"Que un caso siga abierto más de cinco años es escandaloso por dos razones: porque la autoridad no puede cerrarlo después de tanto tiempo o porque a la persona administrativa se le ha olvidado dar la instrucción de darle destino final a los objetos", dice Carrasco. "Como sea, es una tragedia que haya objetos con más de 10 años allá guardados".
Pese a los lamentos, la Dirección Ejecutiva de Bienes Asegurados es un organismo vivo que recibe entre 100 y 120 objetos. En sólo unas horas de visita, llegan tres paquetes de ropa y un cuchillo largo, afilado, envuelto en plástico para proteger las huellas digitales del empuñador. Sólo los que aquí trabajan saben si el paquete irá al pasillo de robo, al de lesiones o al de homicidios.
PURO VENENO
Esta bóveda es muestra de cómo opera el crimen más rudimentario, el eslabón más pequeño, pero a veces más peligroso, de la delincuencia organizada. Aquí no hay herramientas tecnológicas. Nada de sofisticadas armas como lanzacohetes RPG-29 o las bombas guiadas KAB-500S para atacar grupos subversivos. Tampoco complicados narcolaboratorios decomisados al crimen organizado que convierten plantas en drogas de diseño.
Junto a la gran bóveda, hay una pequeña que pertenece a la armería. Ahí está con lo que "trabajan" los asaltantes de microbuses, ladrones de banqueta, homicidas de alguna fiesta. Hay, en promedio, unas 60 o 70 armas cortas, que cada dos meses se envían a la Secretaría de la Defensa Nacional para su destrucción o reuso: hay 9 milímetros, revólveres .38, "fierros" .22, que quizá acabaron la vida de alguien o que sirvieron para robar el patrimonio de una familia. Las armas grandes de los cárteles — como el "cuerno de chivo" o AK-47 — no llegan aquí, sino a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada para su análisis.
Junto a ese lugar está el de resguardo de drogas: un apartado aséptico con olor a farmacia y hierba, donde se guardan las dosis con las que caen los narcomenudistas. Unos 600 kilos de marihuana, 60 kilos de cocaína acumulados gramo por gramo, unas pastillas de metanfetaminas, píldoras, tachas.
"Todo esto iba a venderse en una primaria, en alguna secundaria y ahora está aquí", dice F., guardián de la droguería. "Pura porquería venden, huele, huele. Puro veneno".
Al salir de la bóveda, se puede ver el menaje del departamento del multihomicidio en la colonia Narvarte. Los instrumentos médicos que se extrajeron del Hospital Central de Oriente, donde los doctores vendían a recién nacidos. Cientos de "diablitos" decomisados por ser usados para llevar mercancía apócrifa de tráilers hasta bodegas en Tepito. Viejas computadoras donde se almacenaba pornografía infantil. Rudimentarias duplicadoras de tarjetas de crédito. Los teléfonos que usan para extorsionar comerciantes.
Quienes abandonan el lugar también se podrían dividir en dos tipos de personas: los que vieron esos objetos mudos sin pensar en la historia que contiene y los que, cuando salgan a la calle, se pregunten ¿qué hace un paquete de latas con agua mineral en el pasillo de trata de personas? ¿por qué hay unos zapatitos sucios de niño en el pasillo de robo? ¿quién uso esas tijeras para cortar el pasto, que ahora están en el pasillo de secuestros?
¿De quién habrá sido esa prótesis de pierna, colocada encima de un refrigerador con costras ocres que hacen suponer mugre o sangre, en el pasillo de homicidios? ¿cuánto tiempo más estarán aquí, esperando justicia?