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Jorge Javier Romero Vadillo

14/07/2016 - 12:00 am

El Presidente y el PRI

Que Peña Nieto haya dispuesto de la dirección formal de su partido como en los viejos tiempos de la época clásica del monopolio político solo ha sido una muestra de lo poco que ha cambiado la mayor maquinaria electoral del país, a pesar de que ha perdido su carácter de monopolio y ahora debe enfrentar condiciones de competencia antes impensables.

Que Peña Nieto haya dispuesto de la dirección formal de su partido como en los viejos tiempos de la época clásica del monopolio político solo ha sido una muestra de lo poco que ha cambiado la mayor maquinaria electoral del país. Foto: Cuartoscuro
Que Peña Nieto haya dispuesto de la dirección formal de su partido como en los viejos tiempos de la época clásica del monopolio político solo ha sido una muestra de lo poco que ha cambiado la mayor maquinaria electoral del país. Foto: Cuartoscuro

La relación entre el Presidente de la República y el PRI fue una de las claves del antiguo régimen mexicano. Lo visto en estos días en el relevo de la dirigencia partidista, con sus arcaicos rituales de simulación, no ha tenido novedad alguna, a pesar de la sorpresa que aparentemente le ha causado a muchos comentaristas de la prensa nacional. Que Peña Nieto haya dispuesto de la dirección formal de su partido como en los viejos tiempos de la época clásica del monopolio político solo ha sido una muestra de lo poco que ha cambiado la mayor maquinaria electoral del país, a pesar de que ha perdido su carácter de monopolio y ahora debe enfrentar condiciones de competencia antes impensables.

En un intento por recuperar el liderazgo evidentemente deteriorado por los malos resultados electorales y parar los conatos de rebelión entre los legisladores del partido, reflejados en los carpetazos a iniciativas presidenciales anunciadas con gran publicidad, como la reforma a la prohibición de la mariguana y la elevación a rango constitucional del matrimonio igualitario, entre otras expresiones de indisciplina, Peña relevó al presidente del PRI y colocó a un operador personal suyo a la cabeza de la organización. A pesar de que entre los cuadros de la vieja guardia se han escuchado voces críticas, la maquinaria partidista ha sido completamente dócil ante la decisión de su líder real y ha asimilado al advenedizo sin rechistar; es más, literalmente se le ha recibido con bombo y platillo, como al líder que todos siempre supieron que es.

Que la mayoría de los priistas acepten con naturalidad la imposición desde Los Pinos no es sino muestra de lo persistente de las rutinas institucionales, incluso cuando el entorno que las hacía eficientes ha cambiado. La manera tradicional de hacer las cosas se presenta como una salvaguardia frente a la incertidumbre que el cambio en las reglas del juego provoca. Los priistas están mucho más cómodos con la disciplina respecto a las decisiones presidenciales que con cualquier competencia democrática, que los desgastaría y entrañaría posibles rupturas, más allá del leve pataleo mostrado en estos días.

El liderazgo indiscutido del Presidente de la República sobre el partido fue una de las instituciones informales originarias del régimen del PRI en su forma más acabada. Data de 1935, cuando el presidente Lázaro Cárdenas se sacudió de encima la jefatura máxima de Plutarco Elías Calles y se hizo con el control pleno de la estupenda maquinaria política creada con el pacto fundacional de 1929 y fortalecida con la reforma de 1933, cuando se eliminó la reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos y la reelección absoluta del presidente y los gobernadores, formidable mecanismo de disciplina política, pues hizo inútiles las maquinarias electorales al servicio de los operadores políticos locales, hizo a estos completamente dependientes del aparato central del entonces Partido Nacional Revolucionario y forzó su aquiescencia total a las decisiones presidenciales, ya que de de ella dependían sus posibilidades de participar en la siguiente ronda del juego de las sillas musicales en las que se convirtió desde entonces la competencia por los puestos de elección y el resto del empleo público. La alta permisividad del arreglo con la corrupción funcionaba también como un mecanismo disciplinario, pues la ley se usaba como espada de Damocles que caía sólo sobre la cabeza de los díscolos. Todos tenían cola que les podían pisar, pero sólo se las pisaban si respingaban frente a las decisiones del señor del gran poder en turno.

La disciplina partidista respecto a las decisiones presidenciales acabó siendo de hierro cuando se terminaron de cerrar las opciones de salida. Las reglas electorales proteccionistas del monopolio –establecidas con la ley de 1946, que creó el sistema de registro de partidos, diseñado para evitar las escisiones del partido oficial y para cerrarle el paso a cualquier fuerza emergente que pudiera constituir un riesgo serio a su predominio– consolidaron el liderazgo indiscutido del Presidente de la República sobre el PRI –nacido también en aquel año como reconfiguración del Partido de la Revolución Mexicana–, expresión del último de los tres pactos que constituyeron al régimen, el más durable, el que le dio su cara definitiva, sin aristas radicales, con base en el cual se estableció la alianza con los “empresarios nacionalistas” para llevar a cabo el proyecto económico de industrialización orientada al mercado interno.

Desde entonces, los sucesivos presidentes del PRI no fueron más que empleados del presidente, como cualquiera de sus secretarios de despacho, aunque casi siempre se trató de personalidades con prosapia dentro de la organización. Durante la época clásica, desde la presidencia de Alemán a la mitad de la de Díaz Ordaz, la dirigencia partidista estuvo reservada a generales del ejército en excedencia. Después, casi siempre fueron nombrados políticos con trayectoria ya fuera electoral o burocrática. No eran, sin embargo, personajes con auténtico liderazgo partidista, pues de todos era sabido que el dirigente real e incontestado era el presidente en turno y que la auténtica renovación de la dirección partidista se daba cada seis años con el relevo en la silla presidencial, en un ritual de simulación que enmascaraba el último acto de poder real del presidente menguante.

Con el proceso de democratización que comenzó lentamente a abrirse paso a partir de 1977, gracias al cual se fueron desplegando opciones de salida, la disciplina partidista se debilitó gradualmente hasta que dejó de ser férrea, pero en la vida interna del PRI no se abrieron paso mecanismos de competencia y democracia que permitieran procesar con eficacia los relevos en la dirigencia una vez perdida la Presidencia de la República. En los estados –la mayoría– donde mantuvieron los gobiernos locales, cada gobernador comenzó a actuar en su ámbito como dirigente incontestado del partido, la competencia nacional por el liderazgo se volvió descarnada y llevó a la escisión y a la derrota contundente en las elecciones presidenciales de 2006. Después de esa experiencia traumática, los priistas lograron construir el acuerdo cupular del que emergió la candidatura de Peña Nieto, pero no transformaron su estructura para convertirlo en un partido moderno. De ahí que, una vez recuperada la presidencia, las viejas maneras de hacer las cosas hayan vuelto a imperar. ¿Y si vuelven a perder la presidencia en 2018? Sin mecanismos institucionalizados de renovación de liderazgo, al PRI le esperaría otra larga travesía por el desierto sin que esta vez tenga garantizada la recuperación.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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