Sandra Lorenzano
12/06/2016 - 12:00 am
Hambre de sueños o ¿Se puede enseñar a escribir?
No tengo recetas, ni decálogos, ni manuales. ¿Se puede enseñar a escribir? Yo respondo con mis propias preguntas: ¿se puede enseñar a amar, a desear, a imaginar? ¿Se puede acaso enseñar a soñar?.
Para quienes sueñan con gatos
Para quienes sueñan
Entre la escritura y los sueños se teje una trama sutil de complicidades, de relaciones, de seducciones, de deseos. Se dice que entre las muchas formas que hay de asesinar a alguien una de las peores es no dejarlo dormir. “Se muere no porque no pueda descansar sino porque no puede soñar”, escribe la española Eugenia Rico. “Y se muere antes de hambre de sueños que de hambre de pan. La sed de sueños nos mata casi tan rápido como la sed de agua.”[1] ¿Cómo vivir sin soñar? En los sueños encontramos muchas veces las respuestas que la vigilia nos escamotea, conocemos el modo de develar los secretos de la realidad. Vemos los diferentes rostros de los vivos y nos reencontramos con nuestros muertos. Los sueños nos permiten conocer otros universos, y bucear en nuestro yo más profundo. Hay quienes creen en los sueños premonitorios, en el vínculo de los sueños con un más allá inaprehensible, en la magia o en el inconsciente. Otros sueñan con números que luego buscarán desesperadamente en un billete de lotería. Están también quienes sueñan con la muerte de alguien cercano y se convencen de que así “le prolongan la vida”, o quienes tienen sueños repetitivos –siempre el mar, siempre escaleras, siempre gatos o enormes casas vacías-. Están quienes toman decisiones a partir de los sueños, y quienes se lamentan porque jamás recuerdan lo que sueñan. Yo soy de ésas, y vaya que me lamento. Alguien me dijo que no recuerdo mis sueños porque duermo poco. Puede ser. Quizás algún día rompa la disciplina que mi superyó y yo nos hemos impuesto, y entonces sí duerma y sueñe de manera incesante. La verdad es que hay un tipo de sueño que envidio profundamente: los sueños de mis hermanos en que está mi madre. Los envidio y me enojan. ¿Por qué ella va a sus sueños y no viene a los míos? ¿Por qué no logro verla, escucharla, abrazarla?
Estoy en la Feria de las Letras de Tepic agradeciendo a Amado Nervo (en otro artículo hablaré sobre el poeta “de nuestras abuelas” -como lo llamó anoche Juan Villoro-, releído maravillosamente hoy por los chavos nayaritas. El único poeta en la historia de nuestra lengua que fue aclamado como un rockstar), agradeciendo también a Lorena Hernández, que soñó con esta fiesta de la literatura, y a la vida, el estar hoy aquí. Y porque estoy aquí recuerdo de pronto a los wixaricas, los huicholes como los llamamos nosotros (¿por qué no empezamos a llamar a las etnias por sus verdaderos nombres?), para quienes soñar es un ritual. Sus sueños están enraizados en el tiempo mítico, en los misterios de la cosmogonía y revelan el verdadero sentido del ser en el universo. Pero soñar no es para cualquiera, sólo los iniciados son capaces de entrar a ese mundo de símbolos esenciales que es herencia y mensaje de los ancestros para acercarse a los dioses.
Mientras escribo estas líneas vuelvo a pensar en la trama sutil que entreteje los sueños con la escritura. ¿No es similar la búsqueda de la poesía (en el sentido más amplio de la palabra) a la búsqueda de esos soñadores? El espacio de lo sagrado para intuir lo que fuimos y lo que seremos en el diálogo con los elementos; polvo de estrellas, dicen otros.
Los sueños y la escritura: complicidades, relaciones, seducciones, deseos. Misterio. No sueño con mi madre, pero intento escribirla. Quizás escribir no sea sino otro modo de soñar.
En un par de horas participaré en una mesa sobre escritura creativa que lleva por título “¿Se puede enseñar a escribir?”. Sé que voy a decepcionarlos. No tengo recetas, ni decálogos, ni manuales. ¿Se puede enseñar a escribir? Yo respondo con mis propias preguntas: ¿se puede enseñar a amar, a desear, a imaginar? ¿Se puede acaso enseñar a soñar?
[1] “Saber narrar en literatura”, en Eugenia Rico, Juan Cruz Ruiz, Francisco J. Rodríguez, Saber narrar, Instituto Cervantes – Aguilar, México, 2012.
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