Sanjuana Martínez
09/05/2016 - 12:00 am
Madres sin hijos
En estos días de celebración a las madres, pienso en todas esas madres con hijos ausentes. Pienso en su inmenso dolor, en su día a día, en el tormento que significa no verlos, en el sufrimiento de pensarlos, sentirlos y no poderlos tocar, abrazar, besar.
¿Cómo es la vida de las madres sin hijos? ¿Cómo es la vida de las madres con hijos ausentes, de las madres con hijos muertos o desaparecidos? Son madres sin hijos.
Oficialmente en México hay 30 mil madres sin hijos desaparecidos, madres que siguen esperándolos. Hay también 170 mil madres con hijos muertos. Son madres, siempre lo serán, madres sin hijos.
El hueco que deja en el alma un hijo ausente no lo llena nada. Podemos tener más hijos, pero el o la ausente nos desgarran el corazón. Están siempre allí, esperando un momento, un instante para aparecer en el recuerdo, en un sueño, en una visión.
Mi Lucía tendría 16 años recién cumplidos. La preeclamsia le arrancó la vida antes de tenerla en mis brazos. Es mi primera hija, luego llegó Manuel y después María. Soy madre de tres hijos, una murió.
En estos días de celebración a las madres, pienso en todas esas madres con hijos ausentes. Pienso en su inmenso dolor, en su día a día, en el tormento que significa no verlos, en el sufrimiento de pensarlos, sentirlos y no poderlos tocar, abrazar, besar.
Nacer y morir. Felicidad y dolor. La mayor felicidad que he experimentado es cuando nacieron mis hijos. Y también, el mayor dolor, cuando perdí a una de ellos. Ser madre significa gozar, pero también sufrir cuando no los tenemos a nuestro lado.
Ellas, madres sin hijos, madres que no saben si están vivos o muertos, que sus días transcurren pensando en volver a verlos, que caminan como almas en pena creyendo verlos en una calle, reconociéndolos en una multitud, buscándolos en una plaza, en un descampado, en una fosa.
Ellas, madres sin hijos, madres que perdieron una parte de su ser cuando sus hijos murieron, que viven por vivir, que resisten porque tienen más hijos, pero que cada día recuerdan al ausente y esperan algún día reunirse con él o ella.
Ninguna madre está preparada para decirle adiós a un hijo, para vivir sin él o sin ella. Ninguna madre debería sufrir la pérdida de un hijo. Va contra la ley natural. Se supone que somos las madres quienes moriremos primero. Se supone que son ellos quienes nos van a sepultar, a despedir. El ciclo inverso de la vida es un peso difícil de llevar.
Ellas, madres sin hijos, a quienes la guerra les arrebató a sus hijos, esta guerra delirante donde criminales y autoridades se confunden, donde el Ejército, la Marina o las policías se sienten con el derecho de arrancar las vidas de tantos, de miles.
Ellas, madres sin hijos, a quienes la sinrazón se los ha quitado. No hay capacidad de comprender la razón por la que muere un hijo. Siempre es una causa tonta, estúpida, un minuto, un lugar equivocado.
Ellas, madres sin hijos, cuya vida se centra en el recuerdo, en la habitación vacía, en olor casi extinto de su ropa, en hojear sus libros, en ver sus juguetes, en decorar su tumba, en llevarle flores.
Ellas, madres sin hijos, como las 49 madres de la Guardería ABC a quienes la corrupción, el tráfico de influencias les arrancó a sus hijitos, esos niños que siguen presentes en sus corazones, en sus vidas y en las nuestras porque son el símbolo de la impunidad. Hijos como Yeye de cuatro años, a quien su mamá, Estela Báez sigue viendo.
Ellas, madres sin hijos, como las 43 madres de Ayotzinapa. Ellas que viven en la incertidumbre desde la noche del 26 de septiembre de 2014, que siguen esperando verlos aparecer por la puerta, que los sueñan vivos, que los sienten vivos, que los quieren vivos, como Martina de la Cruz de la Cruz, que ve a su hijo el normalista Jhosivani Guerrero, cuyos supuestos restos encontrados no son los de él.
Ellas, madres sin hijos, a quienes las balas de la policía municipal les arrancó la vida la noche triste de Iguala. Esas balas que también dejaron en estado de coma a Aldo Gutiérrez, a quien su madre, Gloria Solano le sigue hablando al oído y diciéndole que lo quiere.
Ellas, madres sin hijos, a quienes las fuerzas de seguridad se los arrancaron de sus brazos, se los llevaron sin explicación y desaparecieron sin dejar rastro como Roy, hijo de Leticia Hidalgo.
Ellas, madres sin hijos, a quienes les ha tocado identificar su cuerpo en una masacre como la de Tlatlaya. En una matanza como la del penal de Apodaca o el Topo Chico.
Ellas, madres sin hijos, a quienes la Policía Federal se los asesinó como en Apatzingán o Tanhuato. Hijos casi niños que por estar en el lugar y en la hora equivocada, ya no están aquí abrazando a sus madres, celebrando el 10 de mayo.
Ellas, madres sin hijos, a quienes el crimen organizado fortalecido por su connivencia con las autoridades, les ha quitado no a uno, sino a cuatro hijos como María Herrera. ¡Imaginen el dolor de María con sus cuatro hijos ausentes!.
Ellas, madres sin hijos, a quienes los paramilitares armados por el Estado ejecutaron la matanza de Acteal. O a quienes el ejército mexicano se encargó de arrebatarles la vida como en Ostula donde “abatió” a un niño que en ese momento jugaba.
Ellas, madres sin hijos, asesinados y enterrados en una fosa clandestina como en San Fernando, Tamaulipas, tierra de fosas llenas de migrantes, como Veracruz, Tabasco o Coahuila.
Ellas, madres sin hijos, como las 72 madres de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, asesinados por Los Zetas mientras iban en busca del sueño americano y transitaron por el infierno mexicano, como las madres de los 49 torsos de migrantes centroamericanos lanzados a una cuneta de la carretera a Cadereyta, Nuevo León, que siguen esperando las pruebas genéticas para comprobar que son sus familiares.
Ellas, madres sin hijos, son tantas, miles, millones. Llevan sus hijos a cuestas, en su alma, en su corazón combativo y amoroso. Las vemos en las calles, en las instituciones, en los juzgados, en las comisarías, buscando una respuesta, exigiendo justicia. Son guerreras, mujeres de luz, agentes de cambio.
Para ellas, madres sin hijos, cuyas historias he ido contando abrazando su dolor, mi reconocimiento y cariño. Gracias por su lucha, por tanto, por todo.
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