Alma Delia Murillo
05/03/2016 - 12:01 am
El bello y la bestia
Supongamos, como no es difícil suponer, que hubo una vez un hombre millonario, una suerte de rico mercader que mercadeaba de todo y cuya fortuna era quizá una de las más grandes y excéntricas del mundo.
Supongamos, como no es difícil suponer, que hubo una vez un hombre millonario, una suerte de rico mercader que mercadeaba de todo y cuya fortuna era quizá una de las más grandes y excéntricas del mundo.
He aquí que nuestro magnate tenía tres hijos varones. Dos de ellos eran vulgares con esa vulgaridad de los plutócratas: se rascaban las pelotas todo el día, salían de antro todas las noches a humillar personas y devoraban manjares, sustancias insospechadas y suculentas mujeres por las tardes. El tercero, Bello, era además de muy hermoso, gentil, desinteresado, amoroso con su padre y motivado por las artes; y aunque también se rascaba las pelotas —ni modo que no— lo hacía con gracia y sofisticación, utilizando solamente los dedos meñiques.
Cierta tarde, uno de los contenedores con mercancía que venía desde la exótica China y que pertenecía al próspero mercader, quedó varado en la aduana del aeropuerto y no pudo llegar a su destino en alguna de las doscientas tiendas del acaudalado empresario que si era tal se lo debía a su vocación de trabajo desmedido. De manera que decidió ocuparse él mismo y en persona de resolver el asunto con el agente aduanal quien retenía en uno de sus almacenes el cargamento millonario.
El agente aduanal, que resultó ser un secuestrador, ex Policía, compadre de funcionarios públicos y de reconocible linaje político, tomó a mansalva a nuestro boyante personaje y en la oscuridad del almacén llamó a gritos a un ser que emergió de las tinieblas:
- — ¡Bestia! ¿Dónde estás, peluda y apestosa hembra del mal?
De un rincón húmedo salió un engendro que daba la impresión de ser lo mismo una loba que una osa o una perra husky siberiana. Maloliente, de garras afiladas y con espesas babas colgando de los belfos se echó junto al malandro que le dio órdenes de vigilar al millonetas pues comenzarían una nueva y jugosa sesión de chantajes para pedir rescate por el hombre.
Pero Bestia resultó ser bondadosa, compasiva y no humana pero casi, ¡hablaba y pensaba!
Así que cuando el empresario se quedó a solas con ella, hizo lo que mejor sabía: negociar.
Pronto calculó que si él no dirigía el corporativo las pérdidas serían millonarias y que ninguno de sus hijos estaba listo para sucederlo en el emporio. Así que le preguntó a Bestia qué era lo que más deseaba y ella (o esa bola de pelos) le dijo que deseaba compañía, estar con alguien agradable, culto y con quien pudiera conversar. El magnate no dudó en ofrecerle un trueque: si lo dejaba ir, le mandaría a cambio a su hijo Bello que cumplía cabalmente con los requisitos de Bestia y que sería un acompañante inmejorable.
- — Es lo que en business llamamos un ganar- ganar, ¿qué dices? ¿tenemos un trato?
Bestia asintió con un rugido y se tiró un pedo sonoro de puro contento.
Cuando Bello llegó ella quedó impresionada por su hermoso rostro, por su cuerpo tonificado y sus maneras agradables y bien educadas. Pasaron tres meses conversando, hablando de literatura, cultura pop, series de televisión y nuevas tendencias cinematográficas. Llegaron a ser tan buenos amigos y a apreciarse tanto que alguna vez se permitieron jugar un duelo de eructos y se divirtieron juntos como nunca lo habían hecho.
Bestia se las arreglaba para evitar que su jefe se diera cuenta de que habían cambiado de prisionero, aprovechando la oscuridad de aquel almacén aduanero abandonado inventó que el hombre estaba muy enfermo y así evitaban que el secuestrador pudiera mirar a Bello y descubrir el engaño. El rufián no se dio cuenta porque, no sé, por estúpido y porque así conviene al relato.
Una mañana Bello se enteró de que su padre estaba muy enfermo y a pesar de que el muy cabrón lo había sacrificado en su lugar, Bello que era el hijo modelo y el epítome de la bondad, lo seguía amando; algo parecido al fenómeno de Dios Padre y Jesucristo. Así que suplicó a su bestial amiga que le permitiera salir para hacerle una visita a su padre. Accedió pero le hizo jurar que regresaría con ella a vivir juntos en el almacén o de lo contrario, moriría. Y Bello, que además de ser todo bondad estaba un poco mal de la sesera, pues había que estar trastornado para preferir a la bestia apestosa y la vida en ese horrendo sitio antes que su millonaria casa con comodidades y lujos faraónicos, prometió que así lo haría.
Siete días después, Bello regresó porque era un hombre honorable (además de bueno, guapo, acaudalado, culto y mentalmente desequilibrado). Su sufrimiento fue mayúsculo al encontrar a Bestia tirada en el piso, encharcada sobre su vómito, con los ojos llenos de legañas de tanto llorar, agonizante y triste hasta el deseo de muerte por el abandono de su amigo.
Bello, desesperado, levantó la cabezota de Bestia entre sus manos y le confesó su amor pidiéndole que se casara con él y selló su petición con un entregado beso de lengua y lengüetazos. Slurp.
Para contarles lo que ocurrió después, amadísimos lectores, necesito que nos entreguemos a la sinrazón, al absurdo, que imaginen que sin chistar le contarían esta historia a sus hijos pequeños todas las noches antes de dormir. Aquí vamos.
Ante el creciente pasmo de Bello, Bestia se convirtió en una hermosa mujer de rostro simétrico, cuerpo atlético, largas piernas, vientre plano, cintura estrecha y tetas perfectas que además, mátenme porque me muero, también era millonaria.
Y ya que estamos, me voy a permitir un último brote psicótico de tres tiempos para cerrar esta historia de la única manera posible:
Se casaron.
Y vivieron felices.
Para siempre.
@AlmaDeliaMC
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