La fantasma de la ópera

05/03/2016 - 12:00 am
«En la mujer, la vejez y la fealdad son la misma cosa, ¿o no, amor mío?». Ilustración: Regina Desentis
«En la mujer, la vejez y la fealdad son la misma cosa, ¿o no, amor mío?». Ilustración: Regina Desentis

Volví, poco tiempo después, volví. Es cierto: se puede amar a dos personas a la vez. Se puede amar a un alma, a una idea, a un conjunto de bellezas sin rostro que habitan dentro de los pentagramas, que le dan alas a lo que traemos adentro, que le dan sentido a todas las preguntas. Volví porque lo amaba y porque extrañé verme a través de sus ojos: la más bella, la feminidad, la luz, la esencia de la juventud enredada en mis cabellos, rebosando de mis manos tersas y mis pechos turgentes. Una vela alumbra más en una cueva, una estrella brilla más en soledad, con las demás tras las nubes, en otra órbita, lejos. Yo quería ser esa estrella y que él fuera mi espejo, como me había pedido. Y le daría, a cambio, mi vida: un espejo dispuesto a mentir para siempre, la sonrisa aperlada de mi boca, la pasión prestada de mi cuerpo, mi esplendor, mi futuro, mi presente detenido para siempre en su memoria.

Volví al Teatro de la Ópera. Navegué por las aguas negras del río subterráneo, dejé a Raúl y la historia feliz de todos mis días, la historia olvidable de la musa que se convirtió en mujer, que se bajó del pedestal y se dejó poseer en una cama cualquiera. Lo dejé para ser suya, su Musa, su Siempre, y que su historia fuera Nuestra Historia: la del amor eterno, el verdadero, el que hace que se sigan escribiendo cuentos para que las niñas sigan soñando y suspirando y eso les permita estirarse los vientres, lavar las camisolas, descabezar a los pollos y ser nada, nadie, mientras sueñan con Eso, conmigo, con nosotros y nuestro amor de música, de bajo tierra, de ver más allá de las máscaras y la belleza que se acaba: la de la piel y el cuerpo.

Lloramos juntos mi regreso: ¿Qué podré darte a cambio de tu vida?, y me besaba las manos y giraba a mi alrededor y miraba cada línea, cada trocito de mis veinte años, cada frescura entre mis clavículas, sobre mis muslos, en mi aliento de hierbas, en mi cabello sedoso de manzanilla y lociones y vida en el exterior, de sol que le traía para eclipsarlo juntos y ser luna y noche. Y amor. Amor, que eso es lo importante: Tú me darás la eternidad, le dije, yo seré siempre lo que ves ahora, ¿o no? Como si el tiempo se detuviera por vivir bajo la tierra, como si mis veinte años no fueran jamás a ser veintiuno, cuarenta, sesenta. Él, bajo la máscara, envejecía, ¿o no? ¿Envejecen en realidad los hombres? ¿Los fantasmas? ¿Y qué importaba? Su madurez eran solo más años de espejo para reflejarme. Tú no tienes que ser bello: tienes que ser ojos, escribirme la música y que yo te cante: tú el Fantasma de la Ópera, yo tu musa inmortal.

Un día, o una noche, que daba igual, un verano, o un invierno, que daba igual, vino la furia: cera sobre las teclas de marfil y la furia. ¿Por qué, amor mío, por qué? Porque tu amor es el fácil, musa, tu amor desde la belleza, desde el ser tú. Un día cualquiera, una noche cualquiera te vas, te me vas, y tras amarte como ahora te he amado, ¿qué me dejas? Volví a contarle nuestro cuento: Me había ido ya, ¿recuerdas? Y volví. No voy a ninguna parte; aquí estoy y aquí soy. ¿Crees que volví para irme? Sí. Vuelves para alimentarte de mis ojos, nada más. Me usas y me dejarás: el horror me ata a este calabozo y a ti la belleza te libera. Fácil, qué fácil amar desde la belleza.

Le dije que esperara, simplemente. Que con los años yo sería otra: una mujer vieja. En la mujer la vejez y la fealdad son la misma cosa, ¿o no, amor mío? Espera y ya te alcanzo, pero convencido de que lo dejaría, amenazaba con matarse, con matarme, con prendernos fuego a nuestra música, al cuento que era el legado del amor más grande y al teatro completo, lleno de los intrusos que escuchaban, ya para entonces, cantar a otra diva más nueva y más de luz. Yo no puedo ser tu belleza pero tú, amor mío, puedes, sí, ser una máscara también. Puedes ser el horror, y juntos nuestros horrores serán la belleza eterna. La historia. La Historia.

Recorrí una vez más nuestros capítulos y supe lo que había que hacer. Las grandes historias se escriben con sangre: tenía que ser para él y con él, jamás volvería a dejarlo y mi belleza no era un precio a pagar sino un sacrificio a ofrecer. He aquí, le dije, que me ato con las mismas cadenas, y acerqué la flama a mis mejillas. Ardieron los rizos, la piel blanca, las cejas perfectas. Nos miramos en el último espejo y lo rompimos con los puños entrelazados, mezclándose así nuestra sangre, nuestro destino, nuestro siempre. Parecía.

Una noche: ¿Dónde están tus pupilas dilatadas de sol? ¿Dónde tu piel joven besada por el viento? ¿Dónde el día, la danza, la luz? Allá, más allá, mira más allá. Tú tienes tu máscara, yo tengo mi piel. Mira lo que amabas, que sigue viviendo adentro. La furia. La furia. Esa era la promesa, Christine: serías luz y frescura y lozanía, serías un Siempre hermoso para mí… Ahora eres yo, Christine, y no hay pupilas de espejo que nos salven. Eres el horror, Horror mío, y así, ¿cómo escribir? ¿Cómo nacer melodías, Horror mío, cómo si de buscarte la belleza se me agota el alma? Nos cubrió el silencio, se acabó la música y hasta la neblina misteriosa se disipó, borrándonos la magia del bajo tierra, el vapor de las ilusiones.

Desperté un día sola, y la balsa había zarpado. Desperté un día sola, selladas las salidas y puestos los candados. Se había llevado las máscaras, el Siempre y el papel para escribir. Se había llevado las melodías y las partituras y había dejado las cadenas, nada más. Me miré en un trozo del quebrado espejo y lloré desde mis párpados sin pestañas por el horror que ahora era. Por la soledad que ahora era. Por la incapacidad de tejerme una máscara o de ahogarme en las aguas negras que me trajeron aquí. Lloré porque entendí que no había entendido nada y lloré hasta quedarme dormida porque era la más hermosa historia de amor y nadie la contará: las historias, al fin y al cabo, las siguen contando los hombres y él, mi hombre, no va a volver jamás.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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