Lo que dejó el ladrón

18/10/2015 - 12:03 am

El presente es un sombrero de plumas que traigo encasquetado. Está ahí a la vista de todos, con el polvo de los años y el brillo tornasol paseándose por la delicada manufactura. Las plumas abundan en colores y, de cuando en cuando, echan a volar. Yo me aferro a las alas del sombrero y el presente es el sueño maravilloso que nunca dura y que nunca acaba. El futuro es sólo un nombre, una nada de aire que ni alcanzo a respirar, ni me enfría aún los huesos. Pero hay algo que me falta y gritaría a la multitud “¡detengan al ladrón!”, pero no reconocería en su botín aquello que me ha robado, y quedaría como la loca del sombrero de plumas, la que acusa al de cara de culpable cuando ve que algo le falta.

Me robaron un pasado, y eso es bien desconsolante. Los colecciono con pasión, y sé que me falta uno, porque están ahí las cajitas vacías, los archivos expectantes, los negativos velados de lo que debió ser. Una palabra, y volverían las criaturas a su sitio. Un lindo apodo, una válida sonrisa, algún cariño viejo que se haya quedado entre las sábanas, como una hoja de árbol encarcelada en un poema cualquiera, ni siquiera en el favorito, y habría redención. Pero no me dejó nada, aquel. Un manuscrito a medias, un bote de tinta volcado, todas las letras sucias, pestilentes, putrefactas.

A los villanos no se les habla de tú, no se les mira a la cara ni se les ponen nombres, como tampoco nombramos amorosamente aquello que está por marcharse. No se les admite la existencia y debía ser ese el mejor castigo, la única venganza. A los villanos no se les anuncia que son villanos, pues si no lo han sabido hasta ahora, son además mediocres, y no merecen el gafete impreso con tu letra de molde, la letra con la que, también, firmas las cosas importantes.

Tengo canciones, viajes en avión, hojas de papel que a lo lejos parecen pájaros, las vidas de los demás, y mis novelas. Ahí en eso que no es nada mío están cinco años de mi vida, ahí existí, respirando con las voces de algunos engendros que tienen pedazos de mi cara, porque mi pregunta de siempre, la del amor, no se contestaba en la vida real, y entonces le exigí a todos mis personajes que se pusieran a buscar la respuesta en sus propias historias que eran la mía, que no eran la mía, que no eran.

He sido inmortal porque aprendí a ponerme las pieles de todos, a habitar en las casas de todos, a mirarme en los espejos de todos, en cualquier tiempo verbal pero sobre todo en ayer, ayer, hubiera y fuimos. Diez pasados, diez vidas, cien posibilidades: el infinito. Menos ése que me falta. Porque a ese no pude inmortalizarlo, porque no hay venganza posible para el amor que no funcionó, que salió defectuoso, que se nos fue por el triturador de basura. Quedan cicatrices pero no accidentes. Falta sangre pero no hay herida abierta. Hay algo ahí que quiere doler para que ese sea el hilo que traiga de vuelta a ese papalote y lo almacene junto con todos los pájaros que alguna vez volaron y que me dejaron alguna linda pluma para poner en mi sombrero, pero el hilo se me escapa de entre los dedos. Amnesia. Vacío. Nada.

¿Volverán las oscuras golondrinas, de verdad? No me vuelven, no regresan los recuerdos ni así, filtrados por los años de felicidad a manos de otros, ni así, forzando a perdonarse a quien ni lo pide ni lo necesita ni se entera. El perdón no es el hilo del papalote. El rencor no es el mensaje amarrado a la pata de la paloma mensajera. No sé que es y me desquicia; es una silueta hecha a la luz artificial de una lámpara, en la pared de una recámara, a la media noche. ¿Es un lobo, un águila, unos dedos, la sombra de unos dedos? ¿Luz interrumpida u oscuridad iluminada? Necesidad de que quede algo, de extrañar lo inextrañable, de que una ruina en la arena me afirme que ahí hubo un castillo y que alguien lo construyó y que había en él algo de bello. Porque reconozco en las ruinas las huellas de mis dedos y algo me susurra que estuve ahí, pero viene el mar y me lame los pies y se lleva la sala, el cuarto, la cocina y el balcón de algo que ya no existe y que ya no duele.

Sólo sé que me robaste un pasado, tú, y no sé por qué ahora sí te hablo a ti, por primera vez y aunque no recuerde tu cara ni haya repetido jamás tu nombre, si eras el villano que merecía sólo la espalda y el silencio. Tú no tenías ninguna estrella para regalarme, ni siquiera la ilusión de una estrella extinguida años luz atrás. No tenías ningún hilo de papalote que brillara en la oscuridad y me guiara de vuelta. Tal vez ya puedo hablarte porque al fin encuentro que me dejaste lo único que tenías: el vacío, el silencio, la amnesia que hoy me permite la desnudez verdadera, la carcajada pura, la absorción de las puntadas en la carne. El fin del amor, que es el principio del amor.

Tal vez no hay nombres para todos los personajes. Tal vez hay historias tristes que no se cuentan, palomas grises que se van volando y se llevan todas sus plumas porque son avaras, quizás, o quizás porque saben, en el fondo, que ninguna de ellas te embellecería el sombrero.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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