“El ahogado más hermoso del mundo” se llamaba el cuento. Yo tendría no más de trece años y estaba sentada en una de las butacas del teatro, sin poder moverme por la emoción que me provocaba escuchar la historia del desventurado joven que apareció, bello y muerto, en las caribeñas costas de un pueblo de Colombia. Las palabras de García Márquez dichas en un escenario me trastornaron (la actriz era la genial Norma Aleandro, y si no recuerdo mal el espectáculo se llamaba “Sobre el amor y otras yerbas”). Me enamoré, como todas las mujeres del pueblo, de aquel “muerto ajeno”. Reconocí, como ellas, que tenía cara de Esteban. Junto con ellas le limpié “el lodo con tapones de esparto”, le desenredé “del cabello los abrojos submarinos” y le raspé “la rémora con fierros de desescamar pescados”; lo imaginé vestido de traje y con zapatos de charol, lo cubrí de flores, y comencé a extrañarlo mucho antes de que lo devolvieran al mar.
Quizás ése haya sido mi primer náufrago. Pero no fue el último. Faltaban apenas tres años para que la dictadura argentina convirtiera el Río de la Plata en una gran tumba. Los detenidos en el mayor campo de concentración del país, la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, eran tirados vivos al agua desde aviones militares en los llamados “vuelos de la muerte”. Miles de ellos fueron asesinados de ese modo. Así, ese río que había sido un símbolo de esperanza para los abuelos inmigrantes de muchos de nosotros, abuelos que llegaron al país huyendo del hambre y la pobreza europeas, a comienzos del siglo XX, se transformaba, décadas después, en un inmenso sepulcro.
Cuando al artista alemán Horst Hoheisel, especialista en el tema de arte y memoria (el mismo que convirtió la puerta de Brandenburgo en la entrada de Auschwitz), le preguntaron cuál sería el monumento que él construiría en Buenos Aires, dijo: “No hay nada que construir. Lo único que tienen que hacer es iluminar con grandes reflectores el Río de la Plata. Ahí tienen el mejor memorial que pueden dedicarle a sus muertos”.
Borges había cantado “¿Y fue por ese río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria…?”. Hoy, cuando pierdo la mirada en ese horizonte “color león” conmigo están Rina y Haroldo, y Lila y Claudio, y muchos, muchos otros que nos faltan.
Todas estas imágenes volvieron a mí hace pocos días al enterarme de que un barco que llevaba a más de 900 migrantes africanos, había naufragado en el Canal de Sicilia y los sobrevivientes no llegaban a treinta.
Según la Organización Internacional para las Migraciones, en lo que va del año casi dos mil personas provenientes de distintos países de África, y que buscaban alcanzar Europa han muerto en el Mediterráneo. No se trata de “accidentes” sino de las consecuencias brutales de las desigualdades que laceran nuestro mundo. Como nuestros compatriotas que buscan cruzar la frontera norte día con día, aquellos migrantes también están expuestos a la explotación, al abuso, a la violencia. Necesitan morir por centenares para que los países del norte recuerden que existen.
Cada uno de esos náufragos tenía una historia, una familia, hijos, padres, amores y nostalgias. Cada uno tenía memoria, raíces, un cierto modo de mirar el amanecer, de acurrucarse por las noches, de cantar, de recordar la lengua de la infancia. Cada uno podría haber sido Esteban. Ojalá las mujeres de los pueblos costeños los esperen para limpiarles “el lodo con tapones de esparto”, para desenredarles “del cabello los abrojos submarinos”, para cubrirlos de flores y convertirlos así en los ahogados más hermosos del mundo.