Tal y como demuestra Mauricio Merino en su artículo de la semana pasada en El Universal, parece que la corrupción en este país solo se atiende –brevemente y de forma superficial— si por una razón u otra el hecho tiene cierto impacto en los medios o las redes sociales; vamos, si se vuelve un escándalo y, por tanto, amenaza con tener cierto costo político para los involucrados.
Y digo brevemente y de forma superficial, porque una vez que pasa el alboroto mediático –que se enfríe el asunto—, tanto el implicado como sus padrinos volverán a las andadas, como si nada hubiera pasado. Y en efecto, en la mayoría de casos así sucede: no pasa absolutamente nada.
Tal y como apunta el propio Merino, cabe sacar una serie de lecciones para el futuro: “1) la corrupción es atendida de inmediato si (y sólo si) se convierte en escándalo mediático con pruebas contundentes; 2) los responsables de atenderla no reaccionan por el caso en sí, sino por los daños políticos que les produce; 3) la reacción consiste en cargar todo el peso al acusado que salió en los medios (cesarlo, expulsarlo y, si fuera necesario, apresarlo), pero: 4) no hay vías institucionales autónomas para modificar las causas del desfalco, dado que la investigación la hará la contraloría interna; 5) el alcalde que nombró al corrupto por su cercanía, conveniencia o amistad, no pagará más costos que los de su imagen rota; y 6) la oscuridad y la complejidad de los procedimientos que auspician estos casos seguirá reproduciéndose con otros nombres y contratos”.
Según datos del Inegi, la corrupción es vista por los mexicanos como uno de los cinco problemas sociales más importantes que afecta a la población. Entre las instancias más corruptas –según la percepción ciudadana— se encuentran los policías en primer lugar, seguidos de cerca por los partidos políticos y los ministerios públicos.
Sin duda tenemos todavía mucho trabajo que hacer en este tema. En estos momentos que parece que el tema está en la agenda pública –y se está discutiendo en el poder legislativo la creación de un verdadero sistema nacional anticorrupción—, no nos queda más que empujar, cada uno desde nuestra trinchera, para que dicho sistema sea aprobado pronto y evitar que nuestros legisladores –como han hecho en el pasado— desdibujen la iniciativa hasta convertirla en una simulación.
Los ciudadanos debemos exigir en este tema que tanto nos lastima, que se establezca un sistema con controles reales del uso del dinero público, y la creación de una verdadera fiscalía anticorrupción autónoma, con poderes para mandar a la cárcel a funcionarios corruptos, y que tenga costos reales no solo para los involucrados directamente sino también para aquellos que los nombraron.
Menos que eso significa seguir siendo un país que acepta y es cómplice de la corrupción de algunos.
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