-Pero ¿qué significa entender la música clásica?- le pregunté, sabiendo que por más estúpidas que fueran mis preguntas nunca me haría sentir inadecuada.
-Tienes que escuchar.
-Pero, ¡escucho! Siempre pongo música clásica cuando estoy trabajando.
-No… sentarte a escuchar. Sin hacer nada más.
-OK… ¿qué más?
-Tienes que aprender a distinguir las diferentes melodías: la de los violines, con su propio ritmo, el cello, con su cadencia particular, los alientos, que nacen en otro lado… Y después, sentir cómo todo se une y forma la melodía principal. Tienes que escuchar todo a la vez.
-¿Cómo?
-Es pura práctica- aseguró. Pero mientras más lo pienso, más me convenzo de que no es práctica, es una cosmovisión. Una personalidad. Un don. Tú, hermano, que amas las palabras más que yo, que las evisceras y volteas al derecho y al revés para despojarlas de su rigidez y convertirlas en suspiros, en nostalgias, en celebraciones; tú, que sabes amar en la realidad y en la fantasía, que aprendiste a hacer armonía con tu voz para cantarle a la que es pasado, presente y futuro, la dueña de los hubieras y de los serán; tú, que quieres saberlo todo, que descifras y acabas por limar las puntas de los peñascos más escarpados; tú, que sientes el dolor de todo el Universo a través de una buena historia, de una correcta interpretación, de un verso que rima con tu alma de poeta, tú sabes escuchar todo a la vez.
Tú inventas nombres para todos mis llamados. Tú eres poseedor de la mente que cuadricula y que, con la misma celeridad, disuelve los límites de las figuras geométricas para convertirlas en abstracciones, risotadas o abrazos virtuales. Tú buscas el amanecer para salvar tu corazón, y el atardecer para alimentar tu espíritu. Le sonríes a los distantes de blancas pelucas y anteojos sabihondos y luego, a solas, atraviesas la burbuja para refugiarte en el espacio en que todo es posible, sin pizca de presunción, sin dejo de petulancia, no habitándolo para decir que lo habitas sino porque tienes ahí tu jergón, tu viejo manuscrito, tu pluma de faisán para poner en el gorro de un mitológico héroe de bosque, en la infancia, para buscar en los reveses de las palabras la Verdad, en la adultez.
Tú, hermano, que tienes ojos viejos que disciernen y se nublan ante sutilezas incomprensibles para los ilustrados, percibes. Tú, que tienes el suspiro necesario y el silencio que acompaña, estás. Deslizas los dedos endurecidos por las cuerdas de las mandolinas y los ukuleles para hacer bailar a pies diminutos que hacen eco en la madera, alegres, tuyos, ajenos, de todos. Tú, que aprendiste el idioma de los animales saltarines y los árboles de dulce, engendras y luego retrocedes ante el milagro, ante los diamantes y los sueños amarillos, colmado de asombro, silenciado pero nunca sin palabras. Eres la pequeña guitarra que compartes los domingos y el violonchelo que te espera para acompañarte en un tramo más de tu expedición infinita hacia la montaña, a la que llevas un viejo chiconcuac y, cruzado sobre el pecho, un morral lleno de muñecos de acción, Pablo Neruda y signos de interrogación. La montaña se llama Belleza y la conoces, la sabes, la pisas y la construyes, lanzando puñados de tierra al frente para que siga creciendo y puedas escalarla aunque sea asimétrica, aunque esté plagada de hiedra y desentone en sus himnos nocturnos.
Salomón: tienes nombre de patriarca, de raíz y de semilla, de hombre sabio que se parte a sí mismo en dos, a veces con sables sedosos, a veces con madrugadas de llanto, porque es necesario, porque se te necesita aquí y allá, entonces y en cuanto, en el papel que te requiere poeta y filósofo, y en la tierra que te abraza los pies, de sudor, de trabajo y de besos triples de mujeres hermosas.
Enséñame una canción nueva, hermano, regálame un libro, asómbrate conmigo como en la infancia. Repitamos juntos los diálogos de las historias que nos seguirán acompañando hasta que seamos viejos y nuestras anécdotas sean mitos rancios, llenos de moralejas incomprensibles para los niños. Explícame otra vez cómo escuchar la sinfonía, hermano, cómo percibir todo al mismo tiempo, tú, que eres piezas que vuelan por diferentes ciudades, por diferentes dimensiones, por diferentes guiones, tú, que eres cuerdas y alientos, estridencia y gravedad, tú, que llenas el sombrero del mago de héroes, revoluciones, dulces, colmillos, decepciones, nostalgias y carcajadas y que, siendo tanto, eres tú, siempre tú, a final de cuentas y a principio de cuentas.
Feliz cumpleaños.