Aunque existen infinitas razones para despreciar la institución matrimonial, tengo que confesar que me gustan las bodas: hay algo de tierno y conmovedor en una humanidad que sigue teniendo rituales que apoyan la creencia del amor eterno. Me paro como todos a ver entrar a la novia, me convenzo de que todas las novias son guapas (y no, tampoco todos los niños son bonitos), mantengo mi sonrisa tiesa por si alguien desde el altar se topa con mi cara y me visto elegante aunque el que un grupo de gente se ponga de acuerdo para elegantizarse me parece tan absurdo como las pelucas blancas de los aristócratas de antaño. Cada vez que voy a una boda, incluso en esta época cínica, quiero creer que esa pareja sí logrará vencer los obstáculos (mejor llamados “la vida”) y que tendrá una bella historia que contar. Quiero creer que estoy en presencia del Amor Verdadero, aunque sea por un rato. Porque hay que creer, ¿no? Regocijarse con los niños que avientan pétalos, con las sonrisas de los parientes, con la idea de la felicidad, aunque uno conozca las estadísticas, aunque uno esté desencantado.
Últimamente me siento, no sé, ¿irresponsable? por tener un espacio como éste y usarlo para mis reflexiones absolutamente personales y cuestionablemente trascendentes en comparación con lo que pasa en el país, en el mundo. Cuando abro un poco los ojos me invade el vértigo, pego la oreja a la tierra y me parece que oigo a los jinetes del apocalipsis cabalgando hacia acá mientras yo hablo del amor, de escribir, de las palabras y las sílabas. Ya me habían criticado la falta de contenido de “problemática social” de mis textos en algún taller, ¿estaré haciendo lo mismo? Sospecho que sí. Sospecho que estoy decidiendo cerrar los ojos, cederle la palabra a los que saben explicarnos las cosas, y tratar de hacerme creer y quizá hacerle creer a alguien, que se vale ver la rosa en las espinas, seguirse conmoviendo por una canción, comprar una cuna, planear una boda mientras a nuestro alrededor la naturaleza se enfurece, los niños avientan piedras, las cabezas sin cuerpo se vuelven ordinarias y la frase “estamos tocando fondo, la cosa tiene que mejorar” suena más a mentira que a consuelo. El fin llega cuando uno se rinde, cuando los escombros pesan más que las ganas de salir.
A y B tienen que casarse porque su unión implica futuro, al menos hipotéticamente, un plan, un horizonte. Los parientes tienen que regocijarse aunque se odien entre sí, quizá esta vez la unión sea de las buenas. Yo tengo el corazón encogido y la mente nublada porque mi naturaleza inocente no acaba de entender que el bien y el mal no son absolutos y que por lo tanto no hay una medicina fácil de aplicarle al dolor del país, ni a mi propio y cuestionablemente trascendente dolor. C y D tienen que reproducirse porque tenemos que creer en la Humanidad o suicidarnos en masa, y yo tengo que escribir de las sílabas, el amor y la belleza aunque a mi alrededor la noche se alargue, la cuesta se afile y el abismo se abra. Y por eso, pido una disculpa.