Era el verano después de mi primer semestre de carrera y había adquirido la costumbre de ir a una cafetería que tenía una terraza en la que daba el sol. Pedía un café de diez pesos con derecho a relleno infinito y me sentaba a leer. A veces, cuando quería sentirme como una mujer de mi tiempo, compraba el periódico e intentaba leerlo. Siempre acababa volviendo al libro que había llevado.
Un día estaba ahí tomando mi café recalentado y leyendo cuando una mujer diminuta entró directamente de la calle a la terraza. Volteó a todos lados, era evidente que quería pasar desapercibida. Su rostro expresaba una profunda angustia. Se sentó en la mesa frente a mí y suspiró audiblemente. Permaneció tiesa con las manos cruzadas sobre la enorme bolsa de mercado que había puesto sobre su regazo. La miré por encima de mi libro: tenía unos cincuenta años, su cabello corto estaba teñido de un color naranja rojizo, y muy desordenado. Daba la impresión de que no se había peinado y sin embargo estaba maquillada. Se había pintado una burda línea negra a lo largo de los párpados, y ya tan temprano el delineador de mala calidad la traicionaba. El rubor naranjoso de sus mejillas combinaba bien con su cabello pero mal con el mundo y sus labios estaban pintados de un rojo estridente. Su humilde atuendo incluía una raída playera que tenía un pulpo morado con una corona amarilla y botellas de cerveza en cada tentáculo, y unos pants azules cuyas bolitas de desgaste del algodón yo podía ver desde donde estaba. La playera le llegaba casi a las rodillas y los pants casi a los tobillos. Pensé que debían ser de su hijo adolescente, que al estirarse en la pubertad dejó esa y algunas otras prendas para que las usara su madre que, por el contrario, se encogía cada día, como un caracolito. Para terminar, tenía unos calcetines color rosa y unos viejos mocasines cafés. Su boca estaba haciendo un puchero y sus cejas completaban el gesto de angustia.
Me pregunté qué cosa tan terrible podría estarle pasando y segundos después me di cuenta de que mi cara estaba imitando su gesto. Vi que un mesero se acercaba a la abandonada terraza para volver a preguntarme si quería algo más, y sentí pena por la diminuta mujer, sospeché que no pensaba gastar diez pesos en un café y que sólo quería refugiarse en su silla por un rato. El mesero la vio y no evitó un gesto de desagrado sorprendido. Le preguntó protocolariamente si quería algo y ella se abrazó a su bolsa de mercado. Se puso de pie muy lentamente, sin soltar la bolsa y dijo en voz muy baja: “¿No sé si sería usted tan amable de regalarme un vaso con hielos?”. E inmediatamente se llevó una mano a la mejilla y su rostro se contrajo en un rictus de dolor. La enorme bolsa amenazó con caerse y ella se soltó la mejilla y la contuvo a tiempo. Una naranja escapó y rodó por el suelo. Ella la miró tristemente. El mesero también la miró y eso al parecer era la señal que necesitaba. “Sí, claro”, dijo, y se fue.
La mujer se dejó caer de vuelta en su silla, agotada. No pude volver a mi libro porque algo me molestaba: la naranja. Me entristecía que el cansancio obligara a la mujer a olvidar su naranja, a la que había mirado con infinita tristeza, como si su caída le hubiera confirmado que todo estaba perdido. Recogí la fruta y la dejé en su mesa. “Bendita”, susurró. Sonreí desde mi silla. Me seguía mirando y comenzó a hablar. Yo no podía escuchar nada de lo que decía, pero a medida que avanzaba su cara se contraía más y más, hasta que estuvo a punto de llorar. Su puchero comenzó a temblar. No le escucho, dije dulcemente. Pero ella siguió hablando y una lágrima rodó por su mejilla. Me levanté, arrastré una silla a su mesa y me senté. Ella se interrumpió y volvió a suspirar. En ese momento llegó el mesero con los hielos y por alguna razón me los dio a mí. Vernos juntas le tranquilizó, de ese modo mi consumo de diez pesos se dividía entre las dos y podía dejar a la sufriente en paz. Ésta puso su bolso en la mesa y hurgó en él. Sacó finalmente un pañuelo de tela, envolvió los hielos y los apoyó en su mejilla. El dolor de muelas es horrible, dije estúpidamente. Asintió con la cabeza. “Mi marido”, comenzó, y yo estiré la oreja para escucharla y entender el raro modo en que la hinchazón distorsionaba sus palabras. “Mi marido era el mensajero de un dentista. Me lo atropellaron, Dios lo tenga en su gloria”. Se cambió el pañuelo a la mano izquierda y se persignó con la derecha. “Que la Virgen Santísima me perdone”, se persignó otra vez, “que no le estoy llorando a su santa memoria…”, y entonces las lágrimas comenzaron a fluir libremente. No supe qué decir. Los hielos comenzaron a derretirse y le mojaron la mano. Lloraba y lloraba. “Diez años tiene, que me lo atropellaron. Dios me lo cuide. Y yo aquí… ay, señorita, llorando y molestando”. No me molesta, señora, le dije, y trató de sonreír, pero le dolía demasiado. “Y es que estas benditas muelas, señorita… si usted supiera que traté de aguantarme, como los machos. Pero no se puede, señorita, no se puede. Y que me voy al seguro y que me dicen que me dan la cita para enero. Y me hubiera aguantado, señorita. Pero al otro día que me levanto a la medianoche y que siento que el cornudo me está arrastrando de las muelas para jalarme con él al mero infierno. Ni agua me entraba, señorita. Y que me acuerdo y que le llamo al patrón de mi difunto marido”. Se quedó en silencio unos instantes. Suspiró y continuó: “Y no le hubiera llamado, sabe, no se imagina la vergüenza que me entró. Y que le hablo y que le digo: ‘Disculpe la molestia, doctor, habla Beatriz, mi marido era Jorge Ramírez’. Y nomás le digo eso y se acordó. Me preguntó cómo estaba y le dije ‘aquí andamos, doctor, ya sabe usted’. Y me dice que en qué me puede servir. El dolor me puso las palabras en la boca, se lo juro señorita. Y que le digo: ‘Ay, doctor, qué pena molestarlo, pero…’ y que me le suelto a llorar en el teléfono. Y me dijo que fuera para su consultorio. Pero antes estaba a media hora de combi, y ahora se vino para acá y ya después de una hora en el metro ya llegué. Y en una hora me va a ver el doctor”. Bueno, le dije, ya no esté triste, ya le van a quitar ese dolor. Y entonces suspiró y se puso a llorar silenciosamente. Ya no sabía ni qué decirle y lo único que se me ocurrió fue poner mi mano sobre la suya. “Y es que hoy que venía para acá, iba llore que llore en el metro, llore que llore de dolor. Y que en eso me acuerdo que ayer fue el aniversario de muerte de mi difunto marido. Diez años, imagínese. Y yo, con estas muelas, ni me acordé y no le fui a dejar las flores al panteón, como todos los años. Y qué va a pensar, mi difunto marido, que ya olvidé su santa memoria, espere y espere sus flores. Y yo, en vez de llorarle a mi difunto, lloro por mis muelas”. Hurgó en su bolsa y encontró unas servilletas arrugadas. Estiró una y se limpió la nariz. Yo tenía un nudo en la garganta y faltaba poco para que la acompañara en su desconsolado llanto. “Y no crea que ahorita lloro por mi marido… ¡Lloro porque no sabe el miedo que tengo de ir con el doctor, señorita! ¿Y si me duele mucho? Ay, y mi pobre marido, sin nadie que le llore a los diez años de su santa muerte”. Pasaron unos minutos y finalmente se calmó. Se limpió las últimas lágrimas y suspiró un largo suspiro. Yo la miraba con cara de angustia, hasta que me di cuenta de que ella estaba mucho mejor. Mientras yo pensaba en qué decirle, ella había presentado su inocente confesión, había llorado su tierna culpa y ahora estaba tranquila. Se levantó, tomó su bolso y puso ahí todas las servilletas sucias y la naranja. Después me dijo: “Dios la bendiga, señorita. Y a mi difunto marido”. Asentí con la cabeza, se persignó, se colgó el bolso del hombro, y se fue caminando lentamente, jorobada hacia delante. Bajó las escaleras hacia la calle y la seguí con la mirada hasta donde pude.