Tengo una violencia como quien tiene una mascota. La alimento, la acicalo, le coso ropita y duerme al lado mío en la cama. Suele estar tranquilita: de hecho, la mayoría de la gente no sabe que vivimos juntas porque tengo una cara de niña que con los años sólo se arruga pero no cambia, una extraña colección de títeres, peluches, y un amor por los perros que no puede sino hablar de dulzura. Ella no habla más que conmigo, y cuando tengo visitas, se esconde en el armario para no asustar a nadie.
Podemos pasar meses en serena convivencia, y a veces hasta se me olvida que está ahí, respirando de modo casi imperceptible, mirando con doscientos ojos y esperando una razón. De repente el agua, que por ser tanta no acababa de hervir, comienza a burbujear y a empujar con patadas transparentes la tapa de la olla. Ha vuelto la desesperación, que puede llamarse “la gente es malvada”, “los osos polares no tienen adonde llegar”, “las mujeres siguen siendo mutiladas en ciertos países” o, con más frecuencia, “el amor eterno es un mito, estúpida, nadie te devolverá esos años ni esos pedazos de corazón”.
La desesperación no es una criatura, es un ejército: un millón de hormigas que se cuelan por debajo de las puertas, se meten a mi cuarto y suben en filita, sin prisa, hasta el rincón donde ELLA duerme. La rodean sin hacer ruido, y cuando todas han llegado, comienzan a cantar una tonadita monótona y desesperante. Al principio es apenas un murmullo. Ella se sacude y se tapa los oídos, sin despertarse. El volumen va subiendo, y mientras esto pasa yo estoy, como cualquier día, leyendo, dibujando, planeando un nuevo proyecto e ignorando el murmullo que llega hasta donde estoy. Siempre llega, siempre lo ignoro. La Violencia comienza a resoplar, pero las hormigas no le tienen miedo. Cierran el círculo y cantan una octava más arriba. El pelo de La Violencia se eriza y yo subo el volumen de mi música. Me llama: “Me están molestando”, acusa, pero no, hoy no, no tengo tiempo para esto, tengo demasiado que hacer y estaba de tan buen humor…
Las hormigas ya están sobre ella, susurrando acerca de todo lo malo que hay en el mundo, de todas las decepciones que no acaban de superarse, de las inminentes pérdidas, del tiempo perdido, de los amores fracasados. “Hagas lo que hagas, siempre habrá un perro mojándose bajo la lluvia”, azuzan. “Leas cuanto leas, nunca habrás leído todo”. “Aunque abras las ventanas, el aire se te acaba, aunque actúes como una niña, envejeces cada día, aunque ames con convicción, puede fracasar, aunque uses casco, puede caerte un piano en la cabeza”. Ella enseña los dientes, se sacude, furiosa, se pasea dentro de mi cabeza, impaciente, y pulsa detrás de mis cejas, dejándome saber que estará zumbando ahí como un taladro hasta que le haga caso. Siento las mordidas del millón de diminutas fauces sobre la carne, mi lomo se eriza y estoy incómoda, respirando con esfuerzo, apretada dentro de mi piel como si ésta fuera una camisa de fuerza. Abro y cierro los dedos, los huesos truenan. Sólo tengo respuestas cínicas, y en voz baja para quien me dirija la palabra, y el sol emite una luz molestísima que me quema las pupilas y me hace encerrarme hasta que sea de noche.
Entonces salimos a pasear, mi Violencia y yo, bajo las negras nubes que ocultan nuestras siluetas. No se sabe quién lleva a quién: corremos, desordenadas, pisando flores y metiéndonos el pie, gritando aunque se asusten los niños, lanzando zarpazos a las mariposas de colores. Tenemos que matar. Aceleramos el paso y de pronto ya no somos dos, somos una misma criatura mitológica, con uñas afiladas, dientes felinos, cerebro aguzado y enloquecido. No vemos por dónde pasamos, derribamos, desenterramos, volvemos a enterrar, nos cubrimos de sangre los labios, las manos. Estamos armadas con puñales y lenguas afiladas, disfrutamos de arrancar ojos y mojarnos las plantas de los pies en los charcos escarlata. Algunas víctimas son inocentes, algunas sabían que vendríamos y ofrecen la yugular a nuestros dientes, resignadas. Se dictan terribles sentencias, las puntas de las dagas chocan contra la médula de los huesos y el silencio ahoga los lamentos, el sonido de los disparos y los chillidos de los cuervos que se llevan en los picos un par de corazones arrancados.
Cuando despierto, en la mañana, mi Violencia y yo estamos echadas en la mullida cama, lado a lado. Las dos ronroneamos y aunque la boca nos sabe a sangre, estamos limpísimas y contentas. Ella no abre los ojos y yo la dejo que siga durmiendo. Me estiro, sonriendo como si hubiera pasado la noche en los brazos del más solícito de los amantes. Mi piel está apaciguada, mi cabeza despejada. Miro a mi alrededor: no hay ni una sola hormiga. Quiero abrir la computadora, saber a quién matamos, pero antes necesito un café. Es demasiado temprano para enfrentarme a las docenas de cadáveres, los ríos de vísceras y las meticulosas escenas de tortura que me esperan en las páginas que escribí ayer.