“¿Qué opinas de que series como la tuya conviertan a la literatura en un producto de consumo?”, preguntó el periodista, en tono inconfundiblemente desdeñoso. “Esta sí que será una pregunta polémica”, se felicitó en silencio, “con jiribilla”. Como soy una persona muy confiada y una escritora muy sonriente, tardé unos segundos en asimilar el mensaje, y otros más en idear una buena respuesta. “Un producto de consumo”, había escupido, como si se tratara de un insulto. Porque claro, los escritores viven en buhardillas mohosas, con gatos y arañas como compañeros. Los escritores alternan cigarros (sin filtro) con tragos de whisky y le reclaman a los dioses la condena de ser lo que son. Los escritores escriben de noche, son excéntricos y en sus fotos salen siempre mirando al horizonte, pensando en algo muchísimo más profundo que la solapa de su libro. Y, por supuesto, comercializar su obra es lo último que está en sus mentes. Porque son artistas, ¿capisce? Y ningún artista que se precie de serlo vive de eso, o se está prostituyendo, forzosamente. Qué, ¿les suena como un estereotipo de tres generaciones atrás? A mí también me parecía que ya lo habíamos superado, pero mi experiencia en los talleres literarios me demostró lo contrario.
No queremos que nos paguen, sólo compartir nuestro punto de vista. No queremos dinero, sólo ser el ojo crítico que provoca cambios. No queremos la fama ni la fortuna, porque si el sistema capitalista nos absorbe, no podremos escribir acerca de él sin convertirnos en traidores e hipócritas. Pues yo no escribo acerca del sistema. Escribo de vampiros, de adolescentes medio locas, de eviscerados y fantasmas. Y me encantaría no tener que hacer decenas de chambitas para sobrevivir. ¿Soy menos artista? Muchos de mis colegas dirían que sí, lo gritarían desde sus trincheras de la Condesa. Uno escribe porque no puede evitarlo, porque las voces internas amenazan con esquizofrenizarle, porque es lo único que puede hacer… todas esas cosas románticas. Uno no escribe para ganar dinero, eso está feo. Para ganar dinero uno hace otras cosas, chambitas poco dignificantes de las que está bien sacar el poco dignificante sueldo, pero que las musas intocables y el dinero para la renta no se mezclen, por favor. ¿De dónde viene esto? ¿Por qué tratan de convencerme de que el valor de mi trabajo sólo puede relacionarse a lo espiritual? Soy escritora, no asceta. “Sí, pero no escribes con el objetivo de ganar dinero”. Pues no, pero mis tortillas cuestan lo mismo que las de los ingenieros y trabajo las mismas 40 horas a la semana, o más. “Bueno, pero lo haces por que te gusta"… ¡Ah! Entonces el único trabajo “verdadero” es el que se sufre, porque si lo disfrutas no conlleva el peso del sacrificio y pierde puntos automáticamente. Pues… soy escritora, no mártir. Pero tal vez por eso insistimos en hacernos los sufridotes, a ver si así nos empezamos a creer que nos merecemos una retribución económica por lo que hacemos. La última: “A los artistas no les importa el dinero, ¿para qué lo quieren si igual van a vivir en sus buhardillas y vestirse con la misma ropa de hace dos décadas?”. Pero si soy escritora, no hippie.
No me sorprendió que ninguno de mis compañeros acudiera a la presentación de mi libro. Los había traicionado, me había vendido, puesto mi alma en un cheque al portador, y el portador era El Sistema. Aunque en realidad, los había traicionado desde que usé la palabra “kínder” en un cuento, y una frase en inglés en otro. Desde que admití que escribo a la luz del día, a computadora, y sin esperar a las musas. Y que soy feliz escribiendo. ¿Cómo? ¿Una escritora feliz? No es escritora. ¿Un libro que se vende? No es literatura. Demonios… ¿por qué la baja autoestima gremial? Y ¿qué pensarían mis colegas del taller si vieran que mandé hacer un sello de mi cara, convirtiéndome A MÍ en un producto de consumo? La realidad es que todos vendemos algo, todos nos vendemos algo, sólo que cada quién utiliza una diferente moneda de cambio.
¿Qué opino de que mis libros sean un producto de consumo? Que ojalá que muchos otros lo fueran, que la cultura fuera parte de la canasta básica, que tanto el Estado como la gente pensara en invertir más en educación, en libros, en discos, en entradas a museos, hasta en libros vaqueros, lo que sea. Sí, quiero que mis libros se vendan y vivir de eso algún día. No me gustan las arañas, la humedad de las buhardillas mohosas me hace estornudar, no fumo, no tomo whisky, no escribo de los problemas sociales a los que se enfrenta el país. Ah, y soy vegetariana. ¿Cómo? ¿Una vampira vegetariana? Que no soy vampira. Soy escritora.