Nadie conoce realmente una nación hasta que ha entrado en sus prisiones.
Nelson Mandela
Hace unos días la organización México Evalúa dio a conocer un informe sobre el uso que como sociedad le damos a las cárceles, así como la situación que guarda nuestro sistema penitenciario.
La conclusión es contundente. Lejos de que las prisiones sean lugares en los que quien comete un delito se pueda reinsertar, se han convertido en sitios para albergar a personas acusadas por delitos menores o que se encuentran a la espera de un juicio. Además son espacios con sobrepoblación, donde los derechos humanos no son respetados y la violencia es algo común.
Según los datos contenidos en dicho informe (recogidos de fuentes oficiales), en julio de este año había 242,754 internos en 420 centros penitenciarios a lo largo de todo el país. De este total, más del cuarenta por ciento están esperando que se les dicte sentencia. Aunque en estados como Quintana Roo, Durango, Baja California Sur o Colima, más de seis de cada diez internos no están sentenciados.
El 96.4 por ciento de todas las sentencias condenatorias implican una pena de prisión. Por el contrario, en poco menos de cuatro de cada cien sentencias condenatorias se impone una pena distinta a la cárcel. Es evidente que nuestro sistema penal abusa de la prisión e ignora posibles sanciones alternativas: “preferimos encarcelar delincuentes menores y someterlos a condiciones infrahumanas en lugar de construir un sistema de sanciones alternativas efectivo que disminuya el hacinamiento y ponga freno a carreras delictivas en ascenso”, sostiene atinadamente México Evalúa.
El resultado es un sistema penitenciario con sobrepoblación y en donde el hacinamiento es la norma. Tenemos casi un cuarto de millón de internos, pero nuestras prisiones solo están diseñadas para albergar a 195 mil personas. Cito únicamente dos ejemplos: en la cárcel distrital de Tepeaca hay una sobrepoblación de 578 por ciento; por su parte, en el Reclusorio Preventivo Sur (en el DF) hay más de 9,500 internos, cuando está diseñado para alojar únicamente a 3,500. Es decir, más de seis mil personas adicionales.
Es frecuente que se reporten casos de violencia, pésima atención medica, falta de alimentos y de agua, existencia de “cuotas” para visitas, llamadas o seguridad, y un largo etcétera.
Cada interno nos cuesta –en promedio– 137 pesos diarios, más de 50 mil pesos al año. En muchos casos vemos el absurdo que resulta más caro mantener en prisión a quien cometió un delito menor que el daño que realmente causó.
El informe concluye planteándose algunas cuestiones que haríamos bien en reflexionar como sociedad. “Las penas privativas de libertad –dice el documento– deben ser la última respuesta de la sociedad, sobre todo para delitos menores y no violentos. No abogamos por impunidad, sino por penas proporcionales para delitos menores. La cárcel debe ser el último recurso (...) Ante la situación actual de violencia, resulta necesario entender para qué deben servir nuestras cárceles y para qué están sirviendo en realidad. Es hora de hacernos la pregunta: cárceles, ¿para qué?
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