El saber que su padre tenía una amante cambió para siempre la vida de Sergio, un adolescente con recursos económicos suficientes que, al no encontrar en su hogar las explicaciones necesarias, recurrió a la droga. Fue una sola vez y eso fue suficiente para que perdiera el control y cambiara su destino. La historia de violencia de Sergio es otra más en el México de la guerra, y al que ayer hizo referencia directa el Papa Francisco durante mensaje en Ecatepec, Estado de México. Desde ahí llamó a los mexicanos a estar en "primera fila" para hacer de esta tierra una que “no tenga que llorar a hombres y mujeres, a jóvenes y niños que terminan destruidos en las manos de los traficantes de la muerte".
Ciudad de México, 15 de febrero (SinEmbargo).– Si a Sergio no se le hubiera torcido el destino, esa mañana de marzo de 2011, a los 17 años, estaría en su preparatoria, una escuela particular cuyo costo es inalcanzable para el resto de los 881 chavos internos en este momento en las correccionales para menores de la Ciudad de México.
Si no se hubiera tomado esa tacha, la única en su vida, el monstruo interno no habría despertado y seguiría el curso del último semestre en el área de humanidades, a meses de iniciar la carrera de leyes en la búsqueda de especializarse en Derecho Internacional.
Seguiría leyendo a Dan Brown en inglés. Absorto, continuaría por los laberintos de “El símbolo perdido”, entusiasmado en la masonería. “Está en mi linaje. Mi padre lo es y mi abuelo lo era. Yo quería ser masón”.
Y continuaría las clases de francés y alemán.
Pero está preso.
En diciembre de 2010, en medio de una depresión, consiguió un comprimido de éxtasis en su propia escuela. Esperó la soledad en casa y se instaló en la sala, un sitio con arreglos renacentistas. Dos espejos con marco de madera, un asiento forrado de piel, una mesa de centro de cristal y un tapete persa. Cuadros relajantes de colores amarillo pálido, naranja y lila. Un adorno resaltaba entre todos a los ojos de Sergio: una escultura en barro bruñido del dios Tláloc, el dios del agua y enormes colmillos.
Puso un disco de David Garret, encendió un cigarro de mariguana y tragó la pastillita azul con el símbolo de Superman. Sergio conocía los efectos, pero desconocía la sensación.
Debía sentirse emocionalmente abierto, amorosamente identificado con los demás. Del estéreo salieron las notas de violín de Rock Prelude e inició el viaje.
Sintió el cuerpo ligero, pero luego se percibió aplastado por algo invisible. La relajación esperada nunca llegó. El corazón era un martillo neumático en su pecho; sus latidos le azotaban los tímpanos. Todo se agudizó. La música, el amarillo y lila y las piezas de barro prehispánico se hicieron una plasta. Las cosas y las ideas perdían significado. Los sentimientos eran un mazacote en su mente. Quería bajar de la montaña rusa, pero ya estaba demasiado arriba y viajaba demasiado rápido. Sudó frío y el miedo se le resbaló como una mano mojada por la espalda.
“Creí soñar. Soñé y experimenté muchos sentimientos que hasta hoy no los puedo definir. Eran combinaciones de cólera, tristeza, frustración, depresión… Algo extremo. Los motores más poderosos eran la confusión y el enojo: me habían traicionado”.
–¿Quién te traicionó? –le pregunto.
–Mi padre. Obtuve información que no me correspondía y el ídolo que había creado se destruyó de un día para el otro. La relación era cancerígena, me consumía. Él tenía una relación con otra mujer. Al principio pensé que era su bronca, pero mi mamá enfermó del corazón.
“Perdí todo sentido, se nubló toda parte consciente de mí. Maté a la amante de mi padre con un arma blanca”, no dice más. “Regresé a la realidad al mediodía del día siguiente. Cuando mi madre se enteró se infartó. Entró en coma y murió cuando yo estaba detenido. No encuentro consuelo. Me culpó de matar a mi madre”.
La versión en la cárcel para niños justifica el sentimiento de culpa del muchacho: “Sergio mató a su madre”, se le sentencia.
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Sergio “despertó” en la delegación 57 y luego fue llevado a la Comunidad para Adolescentes en Periférico Sur, a donde van los chavos con menor edad, talla y vulnerables por alguna otra razón.
–¿Qué tan distintos son tus compañeros a ti? No tienes charrasqueadas– se le comenta al muchacho de 18 años recién cumplidos, delgado, de ojos verdes y cabeza rasurada. En toda la conversación no dice ninguna palabra considerada como soez.
–Las heridas son una fuente de infección y afuera te ves mal. Cuando salga, lo que menos querré es recordar todo esto. Hoy proyecto un futuro en que esto me sirva de base. Tengo que ver la manera de recuperarme y rehacer mi vida, futuro y carrera. Yo no valoraba. Ahora lo hago con lo más insignificante, como este cielo azulísimo, y pienso en las cosas que no hice. Aprendo a no conformarme con cualquier cosa y ser ambicioso.
–¿Qué opinas del sistema de justicia mexicano?
–Teóricamente es excelente, pero en la práctica resulta ineficiente, porque su aplicación resulta inadecuada. Entre el ser y el deber ser existe una gran diferencia. Debemos cambiar la vida social y comenzar desde las piedras angulares.
–¿Qué piensas del país?
–México es un país excelente. Tenemos todo: dos costas y todos los climas favorables. Tenemos paisajes hermosos, gente noble, pero algo nos falta, un grano que no nos permite embonar al 100 por ciento y ocasiona discordia. Y esto es algo dentro de nosotros.
–¿Qué piensas de tus compañeros?
–Son buenas y nobles personas, pero no lo saben demostrar. Les ha faltado una buena guía y educación. Algunos no terminaron la primaria y ya tienen hijos, a los 16 años, ¿qué le puedes enseñar a un niño? Nada. Nosotros apenas aprendemos de la vida. Ellos, con las experiencias y carencias que han tenido, ¿cómo te explicas que conozcan la fraternidad? Porque entre ellos son como hermanos.
–¿Cómo te ganas la confianza de los demás?
–Con respeto y hablándoles con mucha paciencia. Con labia para sondear y mediar. Mis compañeros, casi, casi son caballeros. Son personas rectas a las cuales, si las tratas como lo que son, personas, el trato es recíproco.
–¿Te has visto discriminado aquí?
–Al principio sí. Era el arroz en el frijol. Debía ocultar quién es Sergio. Con el tiempo se han acostumbrado a uno y yo a ellos. El origen aquí no importa. Se hacen grupos entre los barrios, pero si un compañero llora desoladamente y yo le ofrezco mi hombro, no importa de dónde sea, sino el hecho de ser un ser humano.
–¿Has sido tú el que llore?
–He llorado y ellos han llorado muy fuerte. Cuando estás enfocado en lo tuyo y alguien a tu lado se abre, ¿cómo responder, con qué palabras? Sí me he resquebrajado. Es una sensación en que no te encuentras a ti mismo. No sabes en dónde están tus pies. Pierdes, literalmente, el camino. Te sientes ahogado.
–¿Te has pedido perdón?
–Lo he buscado. Y me he contestado que sí. Pero entonces me pregunto cómo me puedo perdonar. Yo me culpo por el perdón y al mismo tiempo me culpo por mi culpa. Luego pienso nuevamente en el perdón y en seguir adelante. El alivio puede durar semanas y poco a poco me reconstruyo. Luego me desmorono otra vez.
–¿Por qué tus compañeros no reflexionan en la necesidad de asumir el hecho con sus consecuencias?
–Algunos están tan perdidos… están en una cápsula tan fuerte que por más que quieras no logran comprenderse a sí mismos y sin comprenderse ni tenerse respeto, no lo pueden tener por nadie.
***
–¿Cuál es tu escena favorita del cine?
– De “La vida es bella”, cuando un hombre judío esconde a su hijo en un cuartito y es descubierto por los nazis. Entonces entrega su vida para salvar al niño, mientras éste mira como su padre marcha graciosamente para darle un buen momento.
–¿Puede haber un fondo más profundo para ti?
–Posiblemente sí, pero sólo escarbando, porque yo ya estoy hasta abajo. Es como un hoyo negro al que si no le prestas atención se agranda y te consume. Duermo una hora y despierto. No duermo más. Sueño con mi mamá y mi familia.
–Te gustan los libros de secretos y un secreto es lo que te tiene aquí.
–Tal vez sea una clave que estoy descubriendo ahorita, la clave de conciliar y lidiar con esto la desconozco, pero lucho para seguir adelante. Es como si estuviera en un laberinto y tuviera el mapa, pero el mapa está tan borroso que no sé a dónde ir.
Sergio lee a Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, los poetas malditos. También a George Byron, Octavio Paz y Sor Juana Inés de la Cruz.
–¿Es poética la muerte?
–La misma pérdida es algo poética. Seguir con la vida y luchar también es poético. Hasta ahora entendí “Las flores del mal” y yo no sólo tomé “la flor del mal”, dancé con ella.
–¿En qué se basaría un diálogo entre tú y Rimbaud?
–En la confusión y la duda. En la frontera del mal hay sabiduría: miles de preguntas y miles de respuestas, pero ninguna embona.
El francés Rimbaud escribió, hace más de 140 años, su poema “El ángel y el niño”:
“¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;
habita el palacio que has visto en tu sueño;
¡eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!
Aquí abajo, no podemos fiarnos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha sincera;
incluso del olor de la flor brota un algo amargo;
y los corazones agitados sólo gozan de alegrías tristes;
nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda”.