SOUNDTRACK DE LA CIUDAD PERDIDA | ÚLTIMA PARTE
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Ciudad de México, 31 de enero (SinEmbargo).– Antes de llegar al centro de reclusión para adolescentes, El Chente sobrevivió a su infancia en El Hoyo, apodo de La Joya, nombre del asentamiento irregular levantado en el agujero dejado por la dinamita estallada en el Cerro del Peñón.
No es que El Hoyo fuera tierra de nadie.
Era la madriguera de ladrón admirado hasta el mito conocido como El Bebé, quien empleó a decenas de familias enteras en la industria de robo de camiones repartidores, refresqueros, gaseros o cualquier cosa que se internara entre los edificios aledaños, desordenados y grises de las colonias alrededor: Paraíso Peñón, Morelos, Ejército de Oriente.
El Bebé poseía un ejército de 200 ladrones de autos que trabajaban en toda la ciudad y llevaban los vehículos para desmantelarlos o remarcarlos. La mayoría de los habitantes tenía derecho sobre parte de lo robado y la obligación de defender a los bandidos, cuyo líder trabajaba bajo la protección de la policía. Los mismos colonos colocaron pedazos de rieles de tren y gruesas cadenas a la entrada de El Hoyo para decidir quién tenía derecho de entrar.
Durante algún intento de ordenamiento, un comandante de la policía fue detenido por dar protección a los criminales y cientos de vecinos fueron detenidos y encarcelados en el Reclusorio Oriente, pero los asaltos y asesinatos, cada vez más ejecuciones, han persistido.
Ahí y en esos tiempos, El Chente cursó la primaria y huyó de su madre, obstinada en internarlo en cualquier granja para adictos, como es él desde los 10 años de edad. Volvió poco tiempo después.
Cuando llega la noticia de que el hijo o el nieto roban o venden drogas, viene el estremecimiento. La casa se llena de gritos y lamentos que preguntan al cielo cómo el muchacho se torció la vida. Poco después el refrigerador amanece lleno, aparece una nueva televisión y la niña estrena zapatos. Entonces, las plañideras se paran frente a los desheredados y claman en voz baja: “Nomás no te metas en problemas” y avientan la bendición que todo hijo o nieto merece antes de salir a trabajar.
El barrio es radiactivo y nadie sale ileso de ahí. Cuatro de los 16 chavos que había en el centro Quiroz Cuarón a mediados de 2009 vivieron en El Hoyo, donde la prisión es una presencia cercanísima.
“De niño sí visité a mi jefe en la cárcel. La primera vez que fui tenía 11 años, pero fui poco, porque nada más se aventó dos años y medio. No pensaba nada, me parecía normal. Yo ya andaba de cábula desde los nueve años”.
–¿Drogas? –pregunté al muchacho mientras estaba preso en la cárcel de máxima seguridad para niños, que en el eufemismo institucional es llamada Comunidad para Adolescentes en Conflicto con la Ley Alfonso Quiroz Cuarón.
–Me metía chochos, de los Rivotril, Roche 2, Reinol. Nada más chochos y coca. Ni activo, ni mota, ni piedra. Cada chocho me costaba 12 pesos. Al final me chingaba varios, pero no diario, porque el efecto dura todavía el día siguiente que te los tomas.
–¿Cómo se llevaban tu mamá y tú con tu papá? –frunció el ceño: en su frente y cejas se hizo más difícil distinguir qué parte de la piel era cicatriz y cuál no.
–Mi jefe sí le ponía unas madrizas a mi jefa. Una vez, cuando yo tenía siete años, llegó bien pedo. Le dio un botellazo en la cabeza y la pateó por todos lados. Yo me le aventaba. Pero de cualquier cachetadón me mandaba a la chingada. Me pegaba con las manos, al llegue. Una vez me zafó un pie.
El primer robo del Chente fue a los nueve años, una bicicleta que arrebató por el Bordo de Xochiaca, entonces todavía el mar de basura de Ciudad Neza. Al poco tiempo compró su primera pistola y se unió a la pandilla de sus primos y uno de sus hermanos, el que sigue preso en la cárcel de Matamoros por robo a joyería.
Conoció el Penal de Neza Bordo desde niño, cuando visitaba a su padre huésped frecuente de ese lugar; la última ocasión que su viejo estuvo internado ahí fue por robo a transporte a mano armada. Tiene tíos repartidos en el Reclusorio Oriente, el Reclusorio Norte, la Penitenciaría del Distrito Federal y en el varonil de Santa Martha.
Alguno de sus primos está en la cárcel de Neza Bordo por robo de auto y secuestro exprés. Otro más en Santiaguito, conocido como “Almoloyita”, en Estado de México, por robo y homicidio.
Con ellos aprendió a beber recio y derecho. A empinarse las botellas de tequila y cantar las de Vicente Fernández y de José Alfredo Jiménez, autor de Caminos de Guanajuato:
No vale nada la vida
la vida no vale nada
comienza siempre llorando
y así llorando se acaba
por eso es que en este mundo
la vida no vale nada.
* * *
A los 13 años, El Chente fue detenido –la primera ocasión– por robo en el Estado de México. Lo recluyeron un año y un mes en el centro Quinta del Bosque, en Zinacantepec, cerca del Nevado de Toluca. Salió en 2004 y mantuvo su libertad los siguientes cinco meses: “Le metí unos balazos en la panza a un hermano de mi mamá, pero no murió”.
Su madre buscó una granja para adictos y lo internó una vez más, esta vez durante seis meses.
De José Alfredo, Un mundo raro:
Y si quieren saber de mi pasado
es preciso decir otra mentira.
Les diré que llegué de un mundo raro
que no sé del dolor, que triunfé en el amor
y que nunca he llorado.
Al salir de la granja para adictos, El Chente descubrió su habilidad para golpear y luego desarmar policías: “Cada quien tiene sus cinco minutos de pendejez y yo buscaba policías papando moscas. Los descontaba y los desarmaba”, se ufana y se sorbe los mocos con escándalo.
Se involucró en más robos y finalmente en un asesinato.
–¿A quién mataste?
–Me agravié –“agravio”, palabra tomada del lenguaje abogadil, es de uso frecuente entre los chavos presos en la Ciudad de México– con un güey por una ruca, su esposa. Una vez nos cachó en el atascón y sacó el cuete. Estaba armado, porque era marino. Yo corrí, me fui a mi casa y saqué mi pistola. Tenía una nueve milímetros, una Glock con 17 tiros. Lo fui a buscar y le metí nueve vergazos en la panza, uno en el pecho y otro en la cabeza. Cuando lo vi, nomás le dije: ¡Hijo de tu puta madre! Y le jalé. ¡Pum, pum! ¡Pum!
Lo maté afuera de su casa. Ella estaba arriba, en el departamento con sus dos hijos.
Canta Vicente Fernández:
Conocí a tu esposo mientras caminaba
por el parquecito, porque aquellas veces caminamos tanto.
Me miró de frente, agachó la cara
mientras tu mirada se clavó en mis ojos asomando el llanto.
* * *
–¿Qué sentiste? –pregunté al Chente.
El muchacho jaló las comisuras de los labios hacia abajo y las cejas hacia arriba.
–Nada. No se siente nada –respondió con los ojos fijos y movió el cuello y los hombros como boxeador al acecho, calculando la emoción que ocasiona su ausencia de emociones.
Percibí un animal de sangre fría. No un tiranosaurio sino, más bien, garrobo. Vicente aspiró con fuerza y por impulso con la fosa derecha de la nariz, un persistente tic nervioso. Continuó el relato de su vida.
Reunió a su banda y asaltaron una joyería. Con las bolsas llenas de dinero, tomaron carretera y se detuvieron en Acapulco. Se refugiaron y se tiraron a una fiesta de una semana. “Cuando matas a alguien se suelta la tira más chingón por unos días”.
De vuelta al barrio, se relajó cuando sintió que los pocos policías no lo veían con más suspicacia que la habitual. Al parecer nadie tenía claro quién mató al marino. Se equivocaba. La madre del muerto acusó la traición amorosa y el asesinato que la siguió.
Cantan Rita Indiana y Los Misterios:
’Tando sola, oigo voces
no conozco a esa gente
no son gente, son a veces,
como sombras en la mente.
Entonces se me mete
tremendo miedo a la muerte,
tremenda tembladera con crujir de mis dientes.
Yo nunca he estado muerta,
pero sí he estado dormida.
Por lo que me dicen no
son cosas parecidas.
* * *
El Chente era confianza pura. O algo así, una conciencia anestesiada por baños de Rivotril, cualquier ansiolítico de alto poder y cocaína. Una tarde se ocupó de robar cuanto autotransporte público se le atravesara. Primero fue una combi. Algo le hizo desconfiar del chofer y le disparó. Con la mirada desenfocada, el muchacho baleó al hombre mientras éste se cubría con una mano.
“Le volé el dedo”, resumió.
Cruzó un puente de la Avenida Zaragoza, detuvo un microbús y lo secuestró. Pero ya no entendía mucho. Eran demasiadas drogas circulando por su metro y sesenta centímetros. Lo detuvieron en una casa y cuando regresó de la profundidad de media farmacia dentro del cuerpo estaba acusado de robo a transporte, robo a la autoridad, lesiones y homicidio.
La cárcel para niños no era un lugar extraño para El Chente y para sólo cabía, así fuera para chavos, en una de máxima seguridad.
–¿Qué haré cuando salga? –repitió la pregunta El Chente.
–Lo que sé hacer: ser un culero.
El Rey, de José Alfredo:
Una piedra en el camino
me enseñó que mi destino
era rodar y rodar
rodar y rodar.
LAS JOYAS DEL HOYO
Mercedes Cancino es la representante vecinal de La Joya, colonia fundada hace 45 años cuando decenas de vecinos de los barrios céntricos del Distrito Federal como Tepito, Doctores y Buenos Aires, y de algunos estados del sur de México, principalmente Oaxaca y Veracruz.
La familia de Mercedes es oaxaqueña. Llegó hace décadas, cuando alguien les regaló un pedacito de suelo y en la coincidencia del alza demográfica del país, el acelerón urbano y el empobrecimiento del campo.
Las personas que llegaron a esta parte de Iztapalapa levantaron casitas de cartón, maderos y lámina en la planicie formada en el fondo de las excavaciones que devastaron durante décadas el cerro del Peñón. De ahí su apodo, El Hoyo, un pedazo de ciudad fraccionado en lotes y cada uno vendido dos o tres veces a la misma persona, quien compraba dos o tres veces bajo la repetida promesa de que se les escrituraría el predio.
Con el tiempo, los colonos cambiaron los materiales precarios y hoy casi todas las casas son de ladrillo y cemento. Muchos habitantes de este barrio son albañiles, otros son comerciantes informales.
La forma circular del sitio fue aprovechada para la traza de un circuito con 11 andadores interiores y exteriores que funcionan como pasajes estrechos hacia terrenos baldíos y otras colonias, como Paraíso Peñón.
Por su trazo, los vecinos originarios imaginan la forma de una joya, de ahí el nombre. Es un mini slum, término utilizado por los urbanistas para referir asentamientos humanos irregulares de forma laberíntica por la ausencia de planeación, con hacinamiento, pobreza y suciedad.
Aunque el circuito de La Joya se camina en 10 minutos a paso rápido, ahí viven, según su representante vecinal, 5 mil personas amontonadas en medio millar de viviendas. En un lote viven hasta cuatro familias: 15 personas en 24 metros cuadrados.
Mercedes escoge la canción más popular de Pablo Milanés:
Todavía quedan restos de humedad,
sus olores llenan ya mi soledad,
en la cama su silueta
se dibuja cual promesa
de llenar el breve espacio
en que no está.
* * *
Los gobiernos pueden negar el mejoramiento o ampliación de los servicios, porque el conjunto carece de reconocimiento oficial. Eso no obsta para que los políticos, en su etapa de candidatos, no duden en pedir el voto de sus habitantes y hace tiempo hasta dinero, siempre bajo la misma promesa incumplida durante medio siglo: regularización con la consecuencia principal de certeza sobre la propiedad de las casas.
El sueño de las personas es un pedazo de papel que relacione su nombre con un pedazo de tierra.
Los votos se han dado por medio siglo a los priistas, primero, y a los perredistas, ahora, pero no el reconocimiento oficial. En consecuencia los vecinos de La Joya carecen de pleno derecho para exigir servicios públicos –agua potable, drenaje y alcantarillado y energía eléctrica– con los que cuentan a medias desde apenas hace 20 años.
Mercedes propone Alevosía, de Luis Eduardo Aute:
Más que amor, lo que siento por ti
es el mal del animal, no la terquedad del jabalí, ni la furia del chacal...
Es el alma que se encela con instinto criminal, es amar, hasta que duela
como un golpe de puñal... ¡Ay, amor, ay, dolor!
Yo te quiero con alevosía...
“No aparecemos en los planos”, Mercedes vuelve al tema. “Estamos en un proceso de regularización con ayuda de algunos diputados”, anota Mercedes Cancino y recuerda el apoyo de las legisladoras Dione Anguiano y Karen Quiroga. “Estamos más cerca que nuca de regularizarnos”.
Iztapalapa es un sitio pobre en agua. El consumo promedio de sus colonias más sedientes por habitante es entre cinco y diez veces inferior al de los fraccionamientos residenciales más prósperos del poniente de la Ciudad de México.
Durante los peores momentos de la sequía y cuando los vecinos amenazan con tomar por asalto los camiones cisterna con agua, las autoridades ordenan mejor entregarla de manera pacífica y supuestamente gratuita, aunque esto nunca siempre es así. Por su conformación física, El Hoyo no puede ser reabastecido con pipas, así que el lugar se pone verdaderamente seco.
La policía poco entra y el camión de la basura es algo cercano a un animal mitológico. El sitio carece de mercado y la energía eléctrica está, en muchas de las casas, tomada de manera irregular y es, dentro de un volcán excavado casi hasta su extinción, zona en riesgo de deslizamientos de taludes, rodamiento de rocas enormes e inundaciones.
Si no fueran ya suficientes las peculiaridades y carencias de La Joya, la colonia no cuenta con tortillería. Y esto sí que es algo raro en México.
–¿Qué ocurría en las familias hacinadas? –pregunto a Mercedes Cancino.
–Una gran ignorancia y ausencia de planificación familiar con los problemas agregados de violencia intrafamiliar, alcoholismo, drogadicción. Estas situaciones son históricas en La Joya. Ahora, puedo decir que estamos tratando de cambiar las cosas y han empezado a cambiar.
Mercedes recuerda que el intento ciudadano más destacados fue la muy esforzada construcción de un espacio comunitario. En un terreno de nadie y en consecuencia de todos, instalaron con consultorio médico, un salón en que se alfabetizaba a los adultos y un espacio ocupado como jardín de niños. Adecuaron un cuartito como dispensario médico y uno más como peluquería. Reunían a sus viejitos para hacer ejercicios y colocaban a la venta verduras y abarrotes a bajo costo.
La luz se apagó pronto cuando apareció una mujer llamada Guadalupe Molina quien, reclamando la propiedad de ese predio y de la colonia entera con documentos inciertos, arrebató el sitio a los vecinos que ni nombre alcanzaron a poner al sitio.
“Necesitamos la liberación de este espacio, porque nos urge la introducción de programas de tipo social”, pide Cancino.
–¿Y El Ivancito? –intento indagar con la representante de La Joya.
La mujer baja la mirada y mueve la cabeza con algo de decepción y molestia. Le molesta la pregunta y le decepciona el personaje. Sabe que el tema del Ivancito es infaltable si se habla del sitio al que ella quiere como su casa.
–No negaré que hay delincuencia y que vienen delincuentes de muchos lados, porque La Joya tiene una sola entrada y, de aquel lado, una salida con escaleras. No niego que hay adicciones en La Joya. Pero también quiero decir que en La Joya hay gente que día a día sale a romperse el alma trabajando. También tenemos algunos abogados en esta colonia –su voz adquiere vehemencia– y tenemos gente, como mi padre, que pinta precioso. Hay gente buena, independientemente de la delincuencia. Que sí la hay. Como existe la fama.
Otra vez Milanés:
Ámame como soy, tómame sin temor
tócame con amor, que voy a perder la calma.
Bésame sin rencor, trátame con dulzor
mírame, por favor, que quiero llegar a tu alma.
Amar es un laberinto que nunca había conocido
desde que yo di contigo quiero romper ese mito.
Quiero salir de tu mano venciendo todos los ritos
quiero gritar que te amo y que todos oigan mi grito.
REGUETÓN DEL ANGELITO
Cuando lo detuvieron, en agosto de 2007, los policías judiciales no entendían la broma. Iván Pizaña Rojano era, es, un muchacho con el cabello lacio casi a rape, el crecimiento lateral definido por la trasquiladora y el frente de flequillo para mostrar el contorno de un incipiente cabello afro.
¿Cómo ese niño de 1.53 metros de estatura y menos de 50 kilos de peso aterrorizó la Ciudad de México?
Pero no había engaño. Ese era el matón que trajo en jaque a la policía de la ciudad más grande del continente. Su apodo es su nombre en diminutivo. El Ivancito fue rebautizado a los ocho o nueve años en su barrio, El Hoyo.
Delgado, pequeño y las pestañas largas y lacias como brochas sobre ojos siempre somnolientos. La nariz diminuta y la boca pronunciada por los dientes frontales. Los hombros son angostos y las pantorrillas son huesos pintados de piel. No deja de bostezar. La mañana que habla de su vida no calza los Nike Michael Jordan de rigor. Los cambió una semana con un compañero por unos Adidas blancos con las tres franjas rojas. “Casi no robaba. Andábamos en otro rollo, andábamos matando”.
–¿Cómo mataban? –pregunté a Iván.
–Cuando era por dinero les poníamos unos cinco tiros. La mayoría de veces los agarrábamos saliendo de sus cocheras. ¡Pum! A quemarropa, de frente. ¡Pum, pum! Cuando era guerra por el poderío del barrio tirábamos hasta 30 balazos.
–¿Quién los contrataba?
–Un ruco de mi barrio. Está en una cárcel del Estado de México. Mató a un comandante de la policía y lo mandaron para allá.
–¿Por cuántos homicidios estás?
–Tenía 14 averiguaciones, pero creo que nada más están comprobados cuatro o cinco.
–¿Y cuántos asesinatos fueron?
–Unos 18 o 19. Había meses que hacíamos dos. Luego nada. Variaba. No todo fue bueno. A mi hermano lo levantaron, lo picaron y lo aventaron de un carro. Fue en 2006. Sentí un madrazo en el pecho. Lloré. Lloré de impotencia, porque no hallaba cómo sacármela rápido y vengarlo.
–¿Quién lo mató?
–La banda de “Los Ojos Rojos”. Fueron dos hermanos y el chido de la banda, pero sólo pude matar al chido y a uno de los hermanos. El otro se me desapareció y por más que lo busqué se me perdió por completo. A los otros no los torturamos. Ya no pudimos, porque tanta fue nuestra saña y coraje que lo hicimos rápido. ¡Pum, pum! ¡La .40! Les dimos como 60 balazos. Los matamos y les prendimos fuego.
–¿Qué sentiste?
–Que había hecho lo que tenía que hacer, sacarme la de mi hermano. La vez que sentí feo fue la primera vez que maté a alguien. ¿Qué sentía? Miedo de que me agarraran. Pero cuando maté al primero y vi que no pasó nada, me daba igual. La vez que matamos a una chava en una balacera, fue la única vez que soñé feo. Pero lo que pasara, me daba igual. Como quiera que sea de los hombres dices pues que anda de culero y había veces que nos hacían matar a mujeres por culpa de sus güeyes. Haz de cuenta que tú tienes pedos y nos mandan a matar a tu esposa. Ahí decíamos ¡chale!
–¿A quiénes matabas?
–La mayoría de veces era entre la mafia. A mí me mandaba la mafia a matar más mafia. A ellos les daban indicaciones y a nosotros nos mandaban para hacer el trabajo.
–¿Eres un sicario?
–A mí mandaba la mafia a matar más mafia.
–¿Qué mafia?
–Era gente de en medio y era cuando queríamos. A veces teníamos planes de irnos de vacaciones. Yo tenía un Jetta cuarta generación azul marino. Traía sus rines y su equipito, su quemacocos. Estaba bonito. Me latía andar en las motos de pista. Yo traía una VCR 900. Estaba pesada, me tenía que parar con las puntitas de los pies.
–¿Qué arma traías?
–Siempre usaba nueve milímetros de 15 tiros Smith and Wesson. Potentes y cromadas. Las comprábamos a un viejo que se dedicaba a eso. Las vendía en cajas, nuevas. Yo tenía una escopeta calibre 12, una metralleta Mendoza nueve, una .45 y otra .22. Éramos muy respetadillos, desde chicos nadie se metía con nosotros.
–¿A qué edad comenzaste?
–Desde los 11 vendí vicio. Después robé carros. Luego vimos que ahí (en el asesinato) había más dinero y nos cambiamos.
–¿Secuestraron?
–A un empresario por Avenida Chapultepec. Se llamaba Raúl quiensabequé. Pagaron cuatro millones de pesos. Le pegamos, pero no le cortamos dedos ni nada, porque él y su familia siempre cooperaron. El segundo fue a uno que vendía vicio, nos dieron 800 mil pesos. Otro fue el hijo de La Ma Baker. Lo tuvimos tres semanas y nos dieron un millón 200 mil pesos.
–¿Y qué hacían con el dinero?
–Yo compré mi carro, mi casa y ayudé a mi mamá a arreglar la suya. Me gastaba 50 mil varos en un cotorreo. Nos íbamos una semana a Acapulco o Puerto Vallarta.
El Ivancito adora el reguetón. El del portorriqueño Tego Calderón –hombre nacido pobre y enriquecido por cantar sobre el racismo y la miseria urbana– por encima de todos.
“Canta cosas reales, lo que cada día ocurre en el barrio”:
Los maté, de Tego Calderón, del disco Underdog:
Los maté...
Sí, señor...
Y si vuelvo a nacer,
yo los vuelvo a matar... (estribillo con arreglo de ovejas balando)
Pero no fue en mala fe,
fue lo que tenía que hacer…
* * *
El Ivancito tiene tatuado el antebrazo derecho con las manos de Cristo reunidas en oración y atravesadas por los clavos: “Perdóname Dios mío por lo que he hecho”.
Reza a veces. Reza a San Judas Tadeo, el de las causas difíciles, al que se busca en la desesperación.
–¿Te ha ayudado Judas?
–Sí, me libró una vez por un secuestro y extorsión. Me agarró la policía. Le dimos 80 mil pesos a mi licenciado para pagar una jueza del Consejo Tutelar. No hallaron pruebas. Otra vez que me agarraron con una pistola y también salí. O cuando vendía piedra me agarraron dos que tres veces con vicio. Sí, San Juditas me ha ayudado.
–¿Y tu papá?
–Nunca he andado con mi papá. Él también es carnero, él también anda de cabrón. Mi jefe ha estado preso en el Reclusorio Oriente, en el Sur, creo en el Norte y dos veces en el Bordo de Xochiaca. Roba joyería y cajeros.
Yo tengo un ángel, de Tego Calderón:
Yo tengo un ángel
que me protege de los envidiosos
y a ese ángel no le importa si yo soy un vicioso.
Yo tengo un ángel que siempre ’ta detrás de mí
y un ejército de guerreros y ese ángel me protege
de los que no son sinceros.
Comienzo el drama, me levanto de la cama
me cepillo los dientes y miro el sol salir,
prendo una vela con mucha cautela
y afuera escucho el barrio sin saber quién va a morir
y aunque el destino no esté escrito lo escribimos
nosotros a nosotros nos toca el destino escribir
aunque la vida esté dura y el gobierno la empeore
a nosotros nos toca decidir.
* * *
La familia del Ivancito. Es sobrino de los hermanos Manuel y Juan Carlos Strop Rojano, líderes de Los Cano, así apodados por ser del edificio K de la Unidad Ermita Iztapalapa. El otro nombre de la banda lo deja más claro: K-29.
Desde 1996, Manuel ha pasado por los reclusorios del DF por robo a transporte público. En ese tiempo era empleado de seguridad de un grupo musical cuando tenía 18 años. Con su amigo El Leches tomaba el dinero de la marimba de los microbuses y camiones en los límites con el Estado de México y le dieron un balazo en la pierna izquierda. Salió y regresó por robo calificado y posesión de arma de fuego.
Juan Carlos también ha pasado por las prisiones del Distrito Federal. Está preso por tentativa de homicidio luego de herir a dos policías durante el robo a un camión repartidor. Robaron seis charolas de cerveza en lata. Le disparó al policía a seis metros de distancia y de frente. Le pegó en la pierna derecha, luego en la cara, en la mejilla izquierda. El policía jaló el gatillo de la escopeta Winchester de cargo, alguno otro tiró con la pistola y Juan Carlos cayó herido en lado derecho del estómago. Fue condenado a cinco años y tres meses de prisión por homicidio en grado de tentativa calificado contra un agente de la autoridad en el momento de ejercer sus funciones.
Los hermanos Strop Rojano miden más de 1.80. Son hombres delgados de músculos pintados bajo el pellejo sin grasa. Se hicieron legendarios en El Hoyo (*).
La policía del Estado de México dice algo más de ellos: eran asaltantes frecuentes y extorsionadores del transporte público en Iztapalapa. Manuel está relacionado con el asesinato de un policía judicial, son secuestradores y ex trabajadores de Delia Patricia Buendía Gutiérrez La Ma Baker.
La Ma Baker era dueña de una arena de lucha libre en Ciudad Neza y controló durante años el narcomenudeo el oriente del Valle de México. Su organización, a la que pretendió dársele rango de cártel, era protegida por jueces federales, policías municipales y judiciales del Estado de México y agentes de la PGR. Se le responsabilizó del asesinato de tres empleados de gobierno.
Y a un hijo de la Ma Baker secuestró Iván.
–¿Es fácil matar? –le pregunto. El sol le pesa en las pestañas. –¿Es fácil secuestrar?
–Cuando tienes la gente todo es fácil. Todo se hace fácil cuando te proporcionan las cosas. Para mí todo se me ha hecho fácil. Pero a veces he llevado la de perder, pero así es esto.
–¿Te arrepientes de algo?
–Pues no. No me arrepiento más que de no haber puesto a mi hermano trucha. Si lo hubiera puesto más al tiro hubiéramos evitado estas cosas. Pero así es esto. No siempre voy a ganar. Tampoco me gustó que le tocara morir a una chava en unos plomazos que nos estábamos dando con unos familiares suyos.
Iván bosteza. Camina a su sección, la primera del tercer patio. Va sin playera y muestra otro tatuaje. Le cubre la casi toda la espalda: de un lado, tiene dibujada el ala de un ángel; del otro, la de un demonio.
La letra de Yo tengo un ángel es introducida por violines y tambores trágicos:
Hay días en que yo cruzo el barrio en pleno tiroteo,
él va detrás de mí.
Si me aborrezco, a veces de estar vivo
y pierdo la esperanza, él va detrás de mí.
Si me confundo y pierdo la fe
a medio caminar el ángel me dice a mí:
“levántate de la cama y enfréntate a la vida
porque tú naciste pa’ sobrevivir”.
Veintidós días después de salir del centro Alfonso Quiroz Cuarón, el muchacho regresó al Hoyo. Salió de su casa, pero las paredes del laberinto de La Joya ya no eran su casa. Tocó la banqueta con un pie y alguien lo miró –o el entendió que así lo miraban– y sacó su arma, enorme en sus delgadas manos.
¡Pum, pum, pum, pum!
Cuatro veces a la cabeza.
Y de vuelta al hoyo. *
*Causa penal 5/96 resolución del juez penal número 19 del DF, Cleofas Lucas Pérez; toca penal 397/2001-V, resuelto por el Cuarto Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito, y toca penal 9/2003 resuelto por la Novena Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia del DF, de los que SinEmbargo posee copia.