¿Hasta dónde llega la responsabilidad de una mujer que creció abusada durante toda su infancia y parte de su adolescencia y luego asesina a un violador? ¿Qué tan verosímiles son las argumentaciones del Ministerio Público mexicano cuando señala a una mujer de homicida y recurre a la fácil solución de que su crimen fue llevado por la simple pasión?
La Güera asegura que en ella existen todas las razones que puede tener una mujer para matar a un hombre, pero que ella pasó 11 años de su vida en la cárcel por el asesinato que no cometió de un tipo que, dice ella, merecía morir…
MATAR O MORIR | TERCERA PARTE
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Ciudad de México, 15 de enero (SinEmbargo).– Eruviel corrió espoleado por la noticia y con el cansancio de sus 57 años sobre la calle de Colombia, en el centro de la Ciudad de México.
Giró a la derecha en Rodríguez Puebla y se detuvo frente a la fachada del número 27. Retomó la carrera y subió las escalinatas a brincos y, cuando llegó al segundo piso, el hedor de carne muerta le pateó la nariz.
Subió por los dos metros y medio de la escalera negra de gato y pasó el cuerpo por el hueco de la azotea. El tufo lo frenó, como si fuera una barrera, una máscara resbalosa por su cara. Caminó y pasó junto a un bull terrier blanco sentado y ansioso.
El animal, llamado Abdul, vibraba por lanzarse al nicho de los tinacos.
El hombre rodeó la estructura. Miró la lona naranja. Avanzó al hueco hecho por las vigas de sostén para los tambos de cemento y el piso. Terminó de quitar el plástico y quedó frente a él.
El pelo negro y entrecano apenas salía del cuero cabelludo. Estaba arrodillado, con un cable café anudado al cuello; el sóquet del foco quedó sobre la manzana de Adán. No pudo sostener la mirada en esos ojos a punto de reventar. Tampoco en la cara negra de la que salía la lengua convertida en una tuna morada. La piel era una mancha verde.
Eruviel padre respiró por la boca. Observó dos tarjetas desleídas del día del amor y la amistad sin mensaje y dos latas de refresco quemadas. Hizo el esfuerzo para llevar la mirada a las rodillas del pantalón y de ahí a las decenas de cortes que se veían en la entrepierna. Y musitó respecto al cadáver: “Sí, es mi hijo Eruviel”.
* * *
Esa mañana, 4 de noviembre de 1999, la hermana del Guasón, Francisca, salió de Toluca hacia el Distrito Federal. Pasó a Tenochtitlán 40, en Tepito, el principal centro de abasto de drogas para vendedores al por menor de la ciudad de México.
Compró algo de cocaína de mediana calidad para inhalar y mucha más de la corriente para fumar. Ya estaba cerca de casa. Siguió a Rodríguez Puebla y subió al tercer piso, al departamento 301, su tienda.
Dentro encontró a su hijo Ramón y al Chicles, uno de sus vendedores, con la boca blanca y las manos temblorosas. Sacudió la cabeza. Esparció sobre la mesa los envoltorios de crack, hizo cuentas con su empleado y repitió las reglas: nada para sus hijos, nada para mujeres, nada para niños.
En realidad, Francisca no tenía control alguno sobre el cumplimiento de sus leyes. Guardó el dinero de la venta, pero, antes de partir, la pestilencia la frenó. Supuso que alguien llevó demasiada carne a Abdul y otros tres perros callejeros adoptados y medio abandonados por su hermano Eruviel, entonces encargado del negocio.
Francisca ordenó la limpieza de la azotea y regresó a Toluca. Pero apenas El Chicles tuvo dinero, decidió comprarse a sí mismo un par de papeles y salió al descanso de la escalera a fumar.
Por la tarde trepó por la escalera a orinar. Bajó y dijo a Ramón que sobre ellos había un cadáver. Ramón, de 15 o 16 años, subió a los tinacos y jaló la manta naranja, puesta como cortina con palos y piedras. El cuerpo estaba tan inflamado que dudó. Pero la chamarra de plástico negra con rojo, empeñada por algún cliente a cambio de un par de dosis, era inconfundible.
Francisca había pedido al Guasón que no la usara, pero ahí estaba. También reconoció el pantalón. Las botas blancas eran inconfundibles. La carne inflamada tomó la forma de su tío.
El muchacho Bajó y encontró a La Güera. Le pidió comprar veladoras para el auxilio espiritual del difunto y le dio algo de dinero. La mujer atravesó la calle hacia el mercado Abelardo Rodríguez y regresó con las ceras.
Ramón le solicitó prenderlas a los pies del difunto, pero la mujer se negó. El hijo de la dueña de la tiendita insistió.
La Güera hizo el camino hacia arriba. Agachó la cabeza para no mirar el cuerpo. Cuando se supo cerca, se acuclilló y prendió el pabilo. Entonces vio –creyó ver– que los pies del difunto se movían. Levantó los ojos y miró al muerto a la cara.
* * *
Antes del octavo año de matrimonio entre Marte y Josefina nacieron todos los varones. Ocho hombres consecutivos, hijos de un tornero empleado en la industria militar y una mujer predestinada a tender pañales en un departamento de la Unidad Tres de Jardín Balbuena.
Poco después de que Josefina creyera imposible quedar encinta nuevamente, el 11 de enero de 1968 nació la niña a quien bautizaron como Rosa. Parecía venida de alguna vieja película: la piel completamente blanca y el cabello absolutamente negro.
Rosa apenas creció con el recuerdo de su padre, empecinado en conseguir horas extra de trabajo para sacar adelante una familia que no terminaba de crecer. El hombre esperaba sentado en el andén del Metro con su morral al lado y despertaba cuando pitaba el primer tren; en sueños contaba las estaciones para hacer los trasbordos, bajaba en la estación Auditorio y seguía en camión al Campo Militar.
Esa época también dejó el mejor recuerdo de la infancia de la niña: la miniatura de un cañón hecho por su padre que podía disparar salvas. Rosa creció dibujando, haciendo la tarea sola y mirando la espalda de su madre, quien pasó la vida parada frente a la pila de trastes en el fregadero, de ropa en el lavadero o en el burro de planchar.
A Rosa le gustaba la presencia de Josefina, así pasaran las horas sin que palabra alguna interrumpiera el ruido de la escoba sobre el suelo. La embargaba la capacidad de su madre de llorar por el dolor ajeno. Pero no siempre estaba. Subía a la azotea a tender ropa, caminaba al mercado por la comida y, nada más cerrando la puerta su madre, aparecía Ramiro, el quinto de los hermanos, ocho años mayor que ella.
El toqueteo comenzó cuando Rosa tenía cuatro años, pero se agravó paulatinamente durante los más de 12 años en que se mantuvo el abuso.
Amenazada, guardó silencio y creó la idea de que la denuncia llevaría la familia al colapso. Callada, aceptaba los asaltos en cualquier parte de la casa. Adolorida, se odiaba a cada momento con mayor intensidad por sentirse temerosa, por no atreverse a hacer nada contra esa sensación de ser invadida cada vez por un trapo sucio, el mismo con el que se sentía amordazada.
Fue suficiente para odiar y temer a los hombres el resto de su vida; para convertirse en una mujer proclive al rechazo, al abandono y la soledad, desvalida ante el sentimiento de frustración. Una tarde subió a la azotea del edificio y se paró a la orilla del precipicio. Esperó el momento de dar el paso al frente. Aguardó que alguien llegara por atrás y le pidiera no hacerlo. Nadie de los suyos llegó, pero tampoco se atrevió a morir.
Un policía la vio desde la banqueta y subió para tomarla del brazo y entregarla a su familia. Nadie preguntó razones.
* * *
Al poco tiempo de que Rosa cumplió 11 años, Josefina soltó el trapeador y cometió el excepcional acto de acostarse a media mañana. Se descalzó cada pie con la punta del otro y decidió no hacer nada más en la vida. Sentía una estaca en el estómago.
En el hospital los médicos se sorprendieron de que la mujer no estuviera paralizada desde antes por el dolor ocasionado por el avance del cáncer. Dos semanas después Marte enterró a su mujer.
De regreso al departamento, explicó a su hija de la dignidad que el trabajo otorgaba a quien lo hacía y le explicó que nada podía esperar de nadie. Si algo esperaba der la vida, ella debería conseguirlo. Rosa entendió. Se colgó el delantal de su madre y se paró frente a la torre de pantalones y playeras.
Dos años después decidió platicar con una prima de las tardes en que su hermano Ramiro la acorralaba, la giraba para no ver su cara y la violaba. La otra muchacha decidió hablar. Detalló la revelación a Omar, el hermano que seguía en edad a Ramiro y el único hombre, junto con su padre, con quien Rosa desarrolló una relación con cabida para el afecto. Omar habló con Marte, un hombre más bien de estatura baja y manos delgadas, de aspecto extraño para ser tornero.
“Me buscó y me preguntó si quería que lo metiera a la cárcel. Nunca se me olvidará, porque fue la única vez que vi llorar a mi papá”, recuerda años después. “Le dije que no, que simplemente no quería que Ramiro se me acercara más. Pero no paró. Le advertí que lo acusaría, pero no le importó. Nadie se dio cuenta, porque no había casi nadie. Era muy confuso. De todo tenía miedo, de cualquier persona que se me acercara.
“Siempre me sentía mal. El temor lo tengo, lo que pasa es que aprendes a tener algo que sobrelleve el temor, a parecer muy dura cuando no lo eres, cuando cualquier palabra te daña. El abuso siguió después de mis 15 años y terminó cuando él entendió que hacía mal. Durante muchos años me dieron las cinco de la mañana sin dormir. Tenía mucho resentimiento, mucho coraje hacía él. Se fue a Estados Unidos, como el resto de mis hermanos. Se hizo alcohólico y años después me pidió perdón. Le dije que él no podría quitarme el pasado de encima y que el daño causado ya no cambiaría.
“Le pedí no verlo más. Ni yo sé cuál fue el daño. Me aisló mucho de la gente, me hizo crecer antes de tiempo, siempre pensar en cuidarme y en ninguna cosa más. No dejé que ningún hombre se me acercara, ni siquiera mis sobrinos. Tuve amigos varones, pero eran gays. Era distinto, porque no había interés ni morbo y eso era lo que acercaba a la mayoría de los hombres mí. Me querían tocar, me agarraban las piernas. Sentía odio, coraje, mucho resentimiento. Los hombres me ponen de malas. Hasta a mi padre y a Carlos, el hermano que me cuidó, siempre les tuve miedo y eso me hacía odiarme”.
* * *
Marte se jubiló con el suficiente ánimo para abrir su propio taller. Se asoció con un amigo y abrió el negocio en la Jardín Balbuena. Para entonces, seis de sus hijos varones, Omar y Ramiro incluidos, habían emigrado a Estados Unidos.
En el departamento sólo quedaron dos muchachos y Rosa. Ella estudió la secundaria y dejó inconclusa la preparatoria abierta para iniciar una carrera técnica en diseño gráfico. Aprendió fotografía, serigrafía y, al mismo tiempo, a cortar el pelo. La muchacha sostuvo algunos noviazgos que invariablemente naufragaban cuando los muchachos la rodeaban con los brazos y le acercaban los labios. Ella presentía el roce de una cara mal rasurada y convertía la boca en una mueca de asco. Casi nunca fue necesario dar más explicaciones. Ellos se levantaban y no la buscaban nunca más.
Uno de ellos le propuso matrimonio. Ella se negó. Pero el hombre insistió y, semanas después, apreció en el departamento con la descripción del color del refrigerador, la estufa y la lavadora que la esperaban. Paciente, Rosa lo escuchó sin dejarlo pasar al departamento.
–Estás loco –dijo cuando al fin terminó y le cerró la puerta.
El asunto de tener novio se hizo martirio. Pidió a sus hermanos cesar las insinuaciones con la soltería del vecino o con el interés de algún amigo del trabajo. No estaba dispuesta a fingir más. Sus hermanos confirmaron sus sospechas y con buen ánimo aceptaron no entrometerse más.
“Desde niña, desde la primaria, supe que no me gustaban los niños. Les escogía las novias a mis hermanos y les hablaba de las que me gustaban a mí. Me llamaba la atención alguna muchacha y les decía ¿a poco no te parece bonita? Ellos se interesaban y después las hacían sus novias. Nunca me vestí como niño. Fue aquí, en la cárcel, donde me cortaron el cabello así de corto. Yo tenía mi pelo largo, más abajo de la cintura. Nunca he dejado de ser mujer.
“La mayoría de la gente cree que cuando eres lesbiana eres machín y eso es mentira. Mi primera pareja fue una amiga enamorada de mi hermano. En realidad era ella y dos de sus hermanas que querían andar con él. Estábamos en el coro de la iglesia del Sagrado Corazón, por Fray Servando. La menor, Rebeca, se hizo muy mi amiga y una tarde nos besamos. Su cara era muy bonita; era gordita, pero muy noble. Yo tenía 16 años y nos enamoramos. Después, en vez de ir a clases, nos escapábamos a esa casa para estar juntas. Así fue durante más del año. Un día ella me habló de su decisión de hacer una vida normal. Yo no entiendo qué es la anormalidad. No veo diferencia.
“Mi papá lo supo. Yo lloraba y me preguntó qué me pasaba. Sentía vergüenza y le pregunté para qué había nacido. Le expliqué qué sentía. No le importó cómo fuera yo, sólo que fuera feliz como quisiera ser. Al poco tiempo llevé a vivir otra novia a la casa. Mi papá era un amor con mis parejas. Si íbamos al mercado y ella volteaba a ver algo, él se regresaba y se lo compraba. Lo mismo hago yo. Nunca esperé a que me dieran, siempre di todo”.
Como toda su familia, Marte enfermó de diabetes. Decidió morir sin cambiar nada la rutina de su vida y al poco tiempo perdió la vista casi por completo. Determinado a cumplir el ejemplo de hacerlo todo por él mismo, una tarde salió a comprar pan. En su mundo de siluetas y bultos en movimiento, se sintió seguro por la calle: conocía cada grieta y parte de la banqueta levantada por la raíz de un árbol. Pero no que su corazón se cuarteaba. Se infartó y cayó al suelo.
No lo mató la diabetes. Tampoco el ataque cardiaco. Marte murió con la cabeza rota en el pavimento por la caída. Sus hijos restantes en México no tardaron en seguir a los demás a Estados Unidos. Rosa se quedó sola.
Tenía 19 años y al poco tiempo del sepelio comenzó a beber. Luego a inhalar cocaína dos veces por semana. Cortaba el cabello de vecinos y familiares para ganar algo de dinero y consiguió empleo en El Bongó, una discoteca propiedad de unos amigos. Le propusieron trabajar en donde prefiriera. Rosa entendió las oportunidades de acercarse a las mujeres en el baño y ahí se quedó. Conoció la posibilidad de llevar la fiesta sin parar con la combinación de alcohol y coca, así que la comenzó a aspirar todos los días y, finalmente, todo el tiempo.
Buscó droga más barata y llegó al centro, al histórico número 15 de la calle Peralvillo, en Tepito. El terreno sirvió como caballeriza de Hernán Cortés. Luego fue convento y finalmente a una vecindad apodada Ciudad Botica por la cantidad de químicos disponibles. Fue ahí que Rosa conoció el brío del crack. Se hizo clienta y se le impuso el sobrenombre de La Güera en alusión a su piel blanca.
Cerró el departamento de Balbuena con la idea de encerrar los fantasmas de su madre mientras planchaba en silencio, de su padre hecho llanto por su dolor y de su hermano a la espera del momento a solas.
Rosa se acomodó sin problemas en el centro del Distrito Federal. Se hospedó en el Hotel Yucatán, en la esquina de Joaquín Herrera y Leona Vicario.
Justo ahí, Tepito comienza a convertirse en La Merced o La Merced en Tepito. El sitio era propiedad de unos familiares suyos, quienes le dispensaban el alquiler de alguno de los cuartos.
En realidad, Rosa no dormía entre esas paredes embarradas con pintura de aceite. Al contrario. Cortaba latas o rompía focos, espolvoreaba las piedras y les acercaba fuego para incendiar piedritas de crack.
Durante varios años y hasta antes de su cierre, el hotel Yucatán fue refugio de ladroncillos y matones de zapatos sucios. Robaban alguna cartera, asaltaban algún camión y se ocultaban en el hostal, donde los hallaba el ansia por una piedrita amarillenta. Buscaban a la Güera y le suplicaban salir a la calle a comprar en alguna de las seis tiendas que conocía.
Con las propinas acumuladas durante el día, Rosa La Güera compraba lo suyo. Convencía a sus vecinos de cortarles el cabello y ganaba para comprar un poco más. Ayudaba en la venta de algún comerciante ambulante y tenía otro poco más.
La meta eran 15 pesos de 1997 y correr por una dosis. Necesitaba hasta dos gramos de roca al día para sostener la aceleración. Cuando almacenaba suficiente, se guarecía en otro cuarto y le indicaba al gerente no estar disponible para nadie.
Se encerraba sola o con una botella de tequila y una prostituta de Circunvalación con la que amistó. Quemaban piedra hasta que Rosa caía rendida dos días consecutivos.
Despertaba con el dolor de la lumbalgia, vestía los mismos jeans flojos de las últimas semanas y se metía en su playera azul marino con la obligación de comer algo. Caminaba a su vinatería favorita de Tepito y compraba una bolsa familiar de Cheetos, única comida durante esos años y origen de su úlcera gástrica.
Se reponía o algo cercano a esto y reiniciaba la rutina. Así conoció al Guasón, llevado por la misma ansiedad que ella. Amistaron al grado de que El Guasón le pedía permiso de bañarse o cambiarse en su habitación. Por alguna razón, Rosa no se sentía en riesgo con él pues, según ella, Eruviel era bisexual, así que conectaban en sus identidades homosexuales.
El Hotel Yucatán era excesivo, incluso para la zona. La policía entró al lugar y encontró billeteras, cuchillos y droga por todos lados. Detuvieron a 12 de sus habitantes, incluida La Güera. Cuando salieron formados a la calle, ocurrió el hecho insólito de que el vecindario aclamó a la policía.
A los pocos días, Rosa y los demás regresaron al hotel, donde todo siguió sin cambios. Esto ocurrió tres meses antes del asesinato del Guasón.
* * *
Su bocaza terminaba con las comisuras hacia arriba. Cuando Eruviel sonreía, era posible pensar que los labios le llegarían a las patillas. Tenía cejas espesas y una nariz recta a la que le nació una ligera joroba, como si el tabique se acomodara para justificar su apodo: El Guasón.
Puso de su parte y se dejó la melena negra para engomarla hacia atrás. Después lo llevó a rape. “Cabeza de rodilla”, pedía frente al espejo de la peluquería. Creció en el centro de la ciudad y Tepito. Fue hijo de la desigual unión entre un hombre de 18 años y una mujer de 28.
Su hermana mayor, Francisca, fue su compañía en el clóset cuando Eruviel el grande castigaba a sus hijos encerrándolos durante la tarde. Juntos, Eruviel y Francisca aprendieron a odiar y temer a su padre, de quien el muchacho heredó el modo de arreglar los problemas con los puños por delante. Nunca se llevaron bien. Recurrían al estilo anticuado de hablarse de usted para dejar bien clara la resequedad que cada uno le provocaba al otro.
Eruviel chico dejó la casa de su padre, en el Callejón de Girón, al momento de alcanzar la mayoría de edad. Como todos los suyos y todos sus vecinos, se hizo comerciante ambulante y, al igual que todos sus primos, dueños de un gimnasio en Peña y Peña, se hizo al culto de su propio cuerpo.
Uno de esos primos, El Muñeco, logró alguna clase de relación con la actriz Lorena Herrera, con lo que se ganó la admiración del barrio y más allá de éste. Fueron también los mejores años de Eruviel. Se hizo instructor de fisicoculturismo y transitó brevemente por un gimnasio de Cancún, otra fantasía del barrio. Una más: se casó con la hija de unos prósperos comerciantes de ropa del mercado de Mixcalco.
La pareja tenía departamento en el centro y vivió el poco tiempo que estuvieron juntos en Paseos de Taxqueña. Pero el suelo de la envidiable vida del Guasón se cuarteaba. Posiblemente Eruviel comenzó a beber alcohol cuando apenas salió de la infancia y no mucho después se inició en la coca.
Su consumo se disparó a finales de los años ochenta, cuando su madre murió. La adicción se volvió plena gracias al boyante negocio de narcomenudero de su mejor amigo, Gilberto El Pescado, además esposo de su hermana Francisca.
Para la segunda mitad de los noventas, El Guasón no era más que un esqueleto forrado con cartón. Lo internaron al menos cinco veces en centros de desintoxicación, pero la sed y el ansia eran más que cualquier intento suyo o de su familia. Si no terminó descalzo y durmiendo en la calle fue porque El Pescado lo protegió.
Gilberto y Francisca compraron el departamento 301 del Edificio A de Rodríguez Puebla número 27. El departamento 201, justo abajo, fue adquirido por Eruviel padre.
El lugar es una mezcla de vecindad y unidad habitacional. Tiene viviendas de 50 metros cuadrados puestas una encima de otra, como cajas de zapatos, hasta completar tres niveles y seis edificios grises y chaparros.
El Pescado, apodado así por sus grandes ojos de aspecto absorto, decidió, en la primera mitad de los noventa, hacer de su casa una tienda de coca. Calculó riesgos y envió a su mujer e hijos a Toluca.
El Pescado se surtía cerca de su departamento, en Tenochtitlán 40, colonia Morelos, ubicación de “La Fortaleza”, sitio que fuera uno de los mayores almacenes al menudeo y medio mayoreo de drogas del DF.
Gilberto caminaba por los pasillos de canceles y candados, al lado de los cuartos en que se vendían armas nuevas y hechizas, al lado de las paredes convertidas en murales en que se pintaba a Pancho Villa llevándose un grueso cigarro de mariguana a la boca.
En 2007, el gobierno del Distrito Federal expropió La Fortaleza, aunque eso ya no lo vivió el Pescado.
Un día de 1998, Ramón y Edgar, hijos de Francisca y Gilberto, corrieron al Hotel Yucatán a buscar a alguien. En la entrada, Edgar tropezó con El Rayas, inquilino del lugar. El hombre tomó al muchacho por la playera y lo encañonó con una pistola. Lo abofeteó y lo dejó ir.
Cuando El Pescado se enteró, salió de su vecindad y caminó con paso rápido al hotel. Encontró al Rayas en la banqueta. Sin explicaciones, los hombres se trenzaron. El Pescado se impuso. No se contuvo y lo continuó golpeando hasta que salió la feroz mujer del Rayas, Alma Lorena, La Kity.
Le apuntó a la cabeza con la misma arma, pero ella sí jaló el gatillo. El tiro pegó debajo del circular ojo izquierdo del Pescado y salió por la nuca. Murió en la banqueta frente a sus hijos. La Kity fue encarcelada al poco tiempo.
Rosa era amiga de la Kity. Compartían la misma rosa tatuada en el pecho izquierdo. Cuando El Guasón se enteró de la muerte de su cuñado, consiguió una pistola y dijo a quien se encontrara que andaba en busca de La Güera.
Para algunos en el barrio, ese asesinato significó el inicio del conflicto entre La Güera y El Guasón.
Poco tiempo atrás, Eruviel presentaba a la Güera como su novia. Quizás fingían con la intención de sacarle algunos pesos a Eruviel padre y demás familiares para comprar más crack, generalmente en la tienda de su hermana y su cuñado, quienes eran intransigentes: no fiaban a nadie.
Las comunidades complementarias o superpuestas de la vecindad de Rodríguez Puebla y el Hotel Yucatán aseguraban que El Guasón y La Güera eran amantes, a pesar del aspecto cada vez más varonil de Rosa. Se sabía que Eruviel se bañaba y en ocasiones dormía en la habitación de Rosa. Ella siempre negó esa relación sentimental con el Guasón o con cualquier otra persona durante ese tiempo.
Pero las declaraciones surgidas tras el asesinato de Eruviel y quienes hoy recuerdan esos días, coinciden en que La Güera no sólo andaba con El Guasón, sino también con una mujer llamada Ruth.
Tras el homicidio del Pescado, su mujer Francisca decidió continuar con la tienda abierta. Eruviel hijo tomó mal la muerte de su cuñado. Es posible que en adelante y hasta su muerte, no dejara un solo día de fumar crack.
El carácter violento y temerario del Guasón alcanzó fama en esa parte del centro. También, que golpeaba a los clientes de su hermana para robarles droga y completar su consumo.
Al mismo tiempo, Francisca no quería vivir en el departamento y le preocupaba que todos sus clientes quisieran consumir en el lugar. Había preferencia con algunos y mandó instalar un foco en el descanso del segundo piso para que no se drogaran a oscuras. Pero necesitaba que los demás compraran y se fueran.
Le repetía la regla una y otra vez a sus vendedores, El Chicles, El Irving y El Citas, pero no hacían caso. Imposible encargar el trabajo al Guasón, cuyas ausencias físicas y de conciencia se dilataban cada vez más. Entonces dio el trabajo de vigía a Rosa, quien demostró más arrestos que todos los hombres juntos para ahuyentar clientes incómodos.
* * *
La tarde del 29 de octubre convirtió la tienda de Rodríguez Puebla en hormiguero de clientes ansiosos.
Era viernes y Francisca ya no regresaría. Dejó mercancía suficiente y se fue a Toluca. Eruviel y Rosa –sólo autorizada para vigilar– observaron la oportunidad y fueron a otro expendio de cocaína escondido en una panadería. Reunieron lo que pudieron para comprar ahí y luego venderlo con sobreprecio a los clientes de Francisca, sobre quien pesaba el mayor riesgo y quien pagaba la renta a la policía.
A la mañana siguiente, Francisca entró al conjunto arreada por la furia, seguida de compradores quejosos a quienes vendieron papeles casi vacíos. Francisca encontró a su hermano a la entrada del departamento hablando con los pulmones llenos de humo. Estalló y reclamó al Guasón la traición y le recordó que no era la primera vez. Su hermano se levantó y juró que él jamás haría algo así y acusó a La Güera de parasitar el negocio.
Bajaron y, al dar vuelta en el pasillo de entrada de la vecindad, se encontraron de frente con Rosa.
–¡Fue esta hija de la chingada! Ella estuvo vendiendo toda la noche –dijo El Guasón a bocajarro.
–¡No te hagas pendejo, fuiste tú, fuiste tú, Eruviel! –respondió Rosa.
Se gritaron y amenazaron hasta que Francisca paró la discusión, dio la razón a su hermano y lo llevó a desayunar. Rosa subió al 301, compró lo que pudo y se fue al hotel. Eruviel ya tenía cansados a varios consumidores de Francisca y a algunos de sus vendedores. En el transcurso de ese día, el chisme del pleito fue superado por un rumor más picante: Eruviel se había acostado con Ruth. No sólo eso: además la había golpeado. La conclusión fue inevitable: El Guasón violó a la novia de Rosa.
* * *
La Güera regresó a Rodríguez Puebla 27 cerca de la medianoche del Día de Muertos de 1999.
Abraham, El Mentas, se acomodó en el pasillo del segundo piso del Edificio B con vista al resto del conjunto. Tomó el tubo hueco de un bolígrafo y lo ajustó en su boca. Sujetó una lata cortada de Coca Cola y dejó caer dos piedritas blancas como granos de sal. Prendió el encendedor. Acercó el fuego y esperó el vapor, esa neblina que le convertía el corazón en un toro desbocado. Succionó. Se ensancharon las pupilas, lunas en eclipse total sobre los iris cafés.
Para algunos, el apodo del Mentas se debía a su parentesco con El Chicles. De ser cierto, cuando detalló al Ministerio Público el asesinato del Guasón, no sólo señaló a sus compañeros de crack, sino a su propio hermano, ya involucrado junto con El Chimpa en el asesinato de un policía en el mercado Abelardo Rodríguez.
Esa madrugada, Abraham dejó de aspirar. A diez metros de donde estaba parado escuchó el grito del Chicles. En el Edificio A ocurría algo más interesante que en el fondo de su lata.
El Guasón había llegado poco antes. Se sentó en el descanso de la escalera del primer piso, la espalda se le resbaló por la pared y durmió la borrachera y la quema de piedra de las últimas dos semanas.
Llegaron, El Irving, El Citas, El Chicles y La Güera casi tan drogados como el Guasón, pero con la ventaja de estar en pie y de ser cuatro.
El Irving se apostó en el corredor de entrada a los edificios y cerró el paso. Desde el balcón del primer piso, El Citas gritó “¡18, 18!”, clave para que nadie se acercara y arrastraron al Guasón hacia arriba.
–¡Puta madre, suéltenme! –chilló Eruviel dos veces en los pocos segundos en que recuperó la conciencia.
Se sacudió, pero le hundieron un delgado cúter en la pierna derecha. El Chicles gritó a La Güera.
–Cámara, ve por el cable que está arriba y con ese lo jalamos y lo subimos para no hacer tanto ruido.
Rosa corrió al descanso del tercer piso y arrancó el cable de un foco instalado para que los clientes selectos de Francisca pudieran fumar fuera de la tienda. Regresó y El Chicles lo enredó alrededor del cuello. Eruviel intentaba gemir, suplicar que lo soltaran, pero estaba intoxicado de alcohol y anestesiado por la coca.
Flotaba hacia arriba en una incómoda nube de escalones angostos por momentos y, en otros, arriado por la navaja que, dirá después Francisca, llevaba La Güera.
Llegaron al segundo piso y El Chicles subió por la escalera de mano. Abrió la portezuela cuadrada de 80 centímetros que da salida a la azotea y subió. La Güera levantó al Guasón y lo intentó cargar, pero cayeron al suelo.
Fue asistida por El Citas y, mientras los dos empujaban y cargaban, El Chicles jalaba en momentos por la chamarra y en otros por la cabeza o el cable. Pasaron al Guasón por el hueco del techo. Lo llevaron a los tinacos, soportados por una base de concreto con vigas transversales a metro y medio del suelo. Lo metieron y lo arrodillaron.
Apretaron el cable en el cuello y anudaron el hilo por una de las vigas. Rosa abrió la bragueta del pantalón blanco. Hundió el cúter y escarbó.
Diez minutos después, La Güera bajó con una bolsa negra de plástico en la mano derecha, con la que rozaba y manchaba de sangre la pared de las escaleras. El Chicles regresó y limpió el rastro con un trapo sucio.
“Los hijos de Francisca, Edgar y Ramón, se dieron cuenta de lo que pasó… Ellos supieron cómo mataron al Guasón. Apagaron la luz y sacaron toda la merca, todo el perico, toda la droga y la cocaína. Salieron del departamento a las 3:15 de la madrugada (…) Eran los primeros días de noviembre, porque recuerdo el Día de Muertos”, diría El Mentas al Ministerio Público.
“Al Guasón lo mataron porque estaba vendiendo droga fuera de la tienda que era atendida por la Güera, Rosa, y porque ella estaba herida pasionalmente, ya que La Güera es lesbiana y El Guasón se metió con su novia, Ruth, y además la golpeó. De esto se enteró la Güera, que además era amante de Eruviel Barragán y, quizá por celos, La Güera le arrancó los testículos”.
* * *
Los médicos forenses Eusebio Ramírez y Mario Noguez resolvieron que Eruviel murió ahorcado y al borde de la intoxicación por alcohol.
Los peritos encontraron manchas de sangre mal borradas y dejadas por alguien distinto al Guasón. Pero el Ministerio Público no tenía nada más.
En febrero de 2000 se asignó el caso al policía judicial Raymundo Navarro. A finales de abril, el detective se enteró de que alguien vio el asesinato. No tardó en encontrar a Abraham detrás de una lata ennegrecida.
Para la Procuraduría del Distrito Federal, el testimonio de Abraham El Mentas era verosímil y contundente, a pesar de ser menor de edad y, cómo él mismo dijo, estar drogado esa madrugada.
Para la defensa de Rosa, la declaración resultaba “ridícula” y lograda luego de que el fiscal instruyera al testigo. Pero Abraham dio detalles congruentes con la investigación: la sangre embarrada, el cable anudado, las heridas en las piernas y los ruidos que debió provocar el ocultamiento del cadáver. El Mentas concluyó la delación con la descripción de Rosa.
“El impulso aparente que la motivó a cometer el ilícito fue su ánimo de venganza y la lucha que sostenía con el occiso por el control de la venta de enervantes”, resolvió el juez Ricardo Zúñiga Velásquez en sentencia definitiva el 3 de noviembre de 2000, un año y dos días después del asesinato del Guasón.
La versión fue confirmada por la Sala Octava del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, al fallar contra el recurso de apelación: “Aprovechando que el pasivo se encontraba ebrio, le colocaron un cable de luz alrededor del cuello y lo ahorcaron, subiéndolo posteriormente al nicho del edificio donde habitaba, en donde lo colgaron de una viga y le cercenaron sus genitales”.
Meses después, el Sexto Tribunal Colegiado de Circuito negó el amparo a Rosa. En definitiva, habría de cumplir once años de prisión por homicidio simple intencional, un tipo de asesinato relacionado con riñas y, en este caso, con la ventaja de que Rosa actuó acompañada de cómplices contra un hombre indefenso por la borrachera.
Con la sola declaración de Abraham, no fue posible probar la premeditación del asesinato del Guasón.
* * *
El Irving, el Citas y el Chicles nunca fueron detenidos. En Rodríguez Puebla se dice que al Chicles lo mataron y que el Mentas está preso en una cárcel de Hidalgo, Morelos o del Estado de México.
“La justicia mexicana es patética. Pura corrupción y nada de verdad. Ellos no se basan en verdades ni en trabajo. Francisca pagó para meterme en la cárcel”, sentencia Rosa en el penal de Santa Martha Acatitla.
“Después del asesinato, compraba la droga en el mismo lugar. Nada cambió, todo siguió igual, por eso nunca pensé que me fueran a inculpar. Francisca me inculpó porque me pidió traficar coca al Reclusorio Oriente y yo no quise. Yo no pude matar a Eruviel. Yo pesaba 62 kilos en ese tiempo y mido 1.75. Él medía 1.92. Estaba tremendo. Estaba delgado, pero era pesado, muy fuerte. Era imposible que yo pudiera cargarlo y pasarlo por el hueco de la azota. La sentencia fue de once años, porque no hubo elementos suficientes. Nada de esto se hizo válido”.
Policías, peritos y jueces concluyeron que Rosa llevó a Eruviel asistida por al menos dos personas más. En la plancha de la morgue El Guasón midió 1.66 metros, no los 1.92 referidos por Rosa.
En el expediente de su caso, clasificado con la causa penal 102/00, no aparece declaración alguna de Francisca. Sí del Mentas, pero éste no sólo la acusó de intervenir en el asesinato, sino señaló a todos los personajes de la tienda, incluida su dueña. También dijo tener constancia del secuestro de un niño cometido por el Guasón.
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Dice Francisca en entrevista, en la casa del Callejón de Girón, de donde salió su padre para confirmar la muerte de su hijo:
“Estuve en la cárcel en Santa Martha hace poco, porque me involucraron en un secuestro. También a mi hijo Ramón, y nosotros no tuvimos nada que ver. Sé cómo se hacen las investigaciones.
“Me encontré con las mujeres que mataron a mi marido y a mi hermano. Yo merecía estar ahí, pero por otras cosas, porque yo sí vendí droga, sí envenené. Me cuidé de no vender vicio a niños ni a mujeres. Con La Güera fue otra cosa, porque me decían que era lesbiana. Luego le di trabajo. Por el secuestro, a mi hijo se lo llevaron al Reclusorio Norte y ahí murió de insuficiencia renal mal atendida. Una se puede reponer de la muerte del marido, del hermano y hasta si quieres de la madre, pero nunca de un hijo y mi hijo se me murió en la cárcel.
“Yo me hice cristiana y me arrepentí de todo lo que hice y perdoné a todos quienes me hicieron algo. Perdoné a La Kity y a la mamá de la niña que me acusó del secuestro, porque luego se supo que vendió a su propia hija. Perdoné a La Güera. Ojalá salga bien. Ya sabrá Dios como la trata.
“Pero por lo que sé, por lo que oí, por lo que viví y por lo que mi conciencia me dice, yo sé que La Güera mató a mi hermano. Le hicieron 37 heridas en sus piernas y sé que quien se las hizo fue La Güera. El Mentas conocía los detalles del asesinato, porque él también participó. Mis hijos le sacaron toda la sopa. Luego se adelantó y puso el dedo a todos. Mi hermano era muy noble, sin violencia en su alma. No tenía enemigos. Era un hombre guapo, muy galán, haga de cuenta El Muñeco, mi primo que anduvo con Lorena Herrera. Y se acostó con la novia de La Güera. Ella era violenta y estaba mal de su cabeza”.
Francisca se arrodilla en la sala de su casa e imita la posición de Eruviel debajo de los tinacos de agua: “Así lo hallamos, con el pantalón puesto y los botones de la bragueta abiertos. Así lo mutilaron. Nunca hallaron sus partes. Cuando encontraron a mi hermano, los perros todavía le lamían las heridas”.
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Rosa entró al Reclusorio Oriente a la una de la mañana del 27 de mayo de 2000. Tenía 32 años de edad y varios días sin fumar crack. Ni la prisión ni la abstinencia parecían descontrolarla demasiado: 82 latidos del corazón por segundo y una presión arterial de 120 sobre 70.
Hablaba con su tono modulado y bajo. Se le veía alerta y orientada. La trasladaron a Tepepan y, si su situación no cambió de dirección, salió en 2011 por la puerta de Santa Martha.
Se involucró en pleitos, le encontraron cocaína, siempre fue pendenciera y se vio en medio de robos adentro, incluido el, hurto de dos pechugas de pollo. En la cárcel, sólo las autoridades la llamaban Rosa y ninguna de sus compañeras, acaso quienes la conocieron en libertad, le decían La Güera. En Santa Martha Acatitla era la Lewinsky. Quién sabe por qué.
Dormía en la ruda crujía E, celda 303. Trabajó siete años en la cocina y en marzo de 2008 estaba castigada por robas dos pechugas de pollo.
Las voces en la prisión de Santa Martha Acatitla cuentan o tuercen hacia otro lado el final de su historia. Después de matar al Guasón, Rosa desabrochó los botones de la bragueta del hombre. Tomó el cúter con que le hirió las piernas y sostuvo los genitales de Eruviel, los arrancó y los guardó en la bolsa negra. Libre de ese hombre, de su hermano, de todos los demás, encerró el pene en un refrigerador.