En el derecho, el asesinato es considerado el mayor de los delitos posibles, el que priva a una persona del derecho más primigenio de todos: el de la vida. Es un crimen para el que no existe reparación posible; tras el último aliento, no hay marcha atrás. Paty está consciente del crimen que cometió y, más aún, que independientemente de la sentencia impuesta por un juez en su contra, aún le falta el mayor castigo. El que, en su opinión, Dios le impondrá: el infierno...
MATAR O MORIR | SEGUNDA PARTE
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Paty
Ciudad de México, 14 de enero (SinEmbargo).– Amanecía cansada del mismo sueño en que se miraba en la casa de la colonia Vallejo con las luces apagadas. Sentía el tufo a cerveza rancia de ese hombre, y luego sus manos esculcándola. Su madre estaba parada bajo el marco de la puerta, las lágrimas se le resbalaban y murmuraba algo en su lengua. Buscaba sus ojos, pero sólo encontraba la maraña de cabellos de una mujer extraña. Sentía los resoplidos de Gudelio en el cuello y lo demás.
Despertaba oprimida, cierta de que el sueño repetía lo ocurrido en la vigilia del día anterior o auguraba lo del actual. Pero la madrugada del 27 de marzo de 2004 la visión tomó otro sendero. Dejaba de sentir la respiración del hombre, caminaba hacia la calle y afuera se encontraba con una reja alta. La abría y entraba a un cuarto de paredes de altura infinita.
Extrañamente, ahí se sintió libre por fin. Despertó con la sensación de libertad.
Escuchó los gruñidos de los cerdos de sus vecinos, en la colonia Vallejo, empecinados en vivir como en su pueblo y volvió a dormir.
El recuerdo del sueño la acompañó durante todo el día. Extrañó a su hermano Moisés. No lo veía desde diciembre pasado y lo buscó por teléfono.
Sollozó durante la propuesta y lo citó en el puesto de hot dogs y hamburguesas del supermercado Gigante de Calzada de Guadalupe.
La decisión estaba tomada.
* * *
Paty nació el 23 de diciembre de 1979 en Chapopote el Chico. Dos años después llegó su hermano Moisés, ambos hijos de Ismael y Rayo, indígenas nahuas de ese pueblo perteneciente al municipio de Chalma, Veracruz.
No es que el primer marido de Rayo fuera buen esposo y padre ejemplar. Más bien fue lo contrario, pero le era imposible dejarlo, porque su presencia era una designación divina y, recordaba a quien le sugiriera abandonarlo, el compromiso fue expresado ante Dios y convenido hasta la muerte.
El primer recuerdo de ese hombre en la memoria de Paty es el de su madre corriendo y gritando mientras ese tipo moreno, de cara borrada de tantos años pasados, la perseguía con el machete empuñado en la mano derecha.
La escena era frecuente; a veces desarmado, pero siempre con el mismo propósito. A veces la cerveza hacía tropezar al hombre. Otras veces no. Todo terminaba con la boca de Rayo goteando sangre sobre la tierra caliente y húmeda y pidiendo perdón al hombre o suplicando ayuda a la Virgen en náhuatl, lengua que con Paty se extingue en esa familia. Le avergüenza hablarla y no la transmitirá a sus hijos, si los tiene.
Ismael los dejó una mañana y se fue a la ciudad de México. Como si eso no fuera una bendición, Rayo encargó sus hijos con su madre y se fue tras él.
A las semanas de llegar a la capital se enteró de que su marido murió baleado por un esposo celoso, quien luego disparó a su mujer en su propia cama.
Tal vez la muerte de Ismael no ocurrió así y simplemente se levantó un día de su cama y los dejó.
Entonces, Paty imaginó una muerte atroz para castigar a ese hombre que no conoció y cuyo abandono fue precedente de que la familia terminara al lado de Gudelio.
Así que primero odió a su padre y luego a su padrastro. Hacia 1987 la abuela se infartó y murió a la espera de un médico que llegó sólo a extender el certificado de muerte.
Las hermanas de Rayo subieron a Paty y a Moisés a un camión y los trajeron al Distrito Federal para que la niña cumpliera el destino común de ella y su madre: la servidumbre. La inscribieron en la escuela por las tardes y la ocuparon como empleada doméstica para un matrimonio de empresarios maduros de Lindavista.
Casi de inmediato fue incluida por sus patrones en las salidas a restaurantes y en algunas vacaciones. La mayoría de las veces dormía en casa de sus empleadores y, con menor frecuencia, pasaba los fines de semana con sus tías, pues Rayo trabajaba de tiempo completo en San Ángel.
En 1992 Rayo conoció a Gudelio, poblano y tres o cuatro años menor que ella. Al poco tiempo se unieron libremente. El hombre dio sus apellidos a los hijos de su nueva mujer. También decidió sacar a la muchacha del trabajo como doméstica y emplearla él mismo como ayudante de su puesto de hot dogs y hamburguesas. Lo mismo ocurrió con Moisés.
La nueva familia fue a la colonia Vallejo, cerca de la Basílica de Guadalupe, donde nacieron Gudelio Estefan y Lucero, quien habría sido la penúltima de los hijos de Rayo. Gudelio tomó otra decisión acerca de Paty: no iría más a la escuela.
En la familia de la muchacha nunca nadie había terminado la primaria y ella dejó inconcluso el tercer año. Sabe leer, pero prácticamente no escribe. Suma y resta, pero no divide ni multiplica.
Los primeros años de Gudelio y Rayo fueron buenos: hombre solidario, padrastro respetuoso. Sólo había algo que a Paty le incomodaba desde entonces y eso era la manera que ese hombre tenía de embarrarle la mirada.
Los buenos tiempos se fueron rápido. Pronto, Gudelio dejó de pellizcar las piernas de su mujer debajo de la mesa cuando ésta decía algo que lo contrariaba o darle una bofetada a puerta cerrada, para golpearla frente a sus hijastros e hijos. En sus momentos de furia, se desabrochaba el cinturón y desenfundaba la larga tira de cuero. Dejaba caer la hebilla sobre la espalda de Rayo en medio de los aullidos de los muchachos. Cualquier protesta de los niños era combatida de la misma manera.
Apenas caminaron los niños, los desnudaba y azotaba con la misma faja o un mecate, cada vez más fuerte y más irritado por no lograr callarlos. Años después, Paty asegurará que en el repertorio de castigos, el más grave fue llevar al niño sentenciado y poner su mano sobre la hornilla de la estufa encendida.
Cuando despuntaron los pechos de la niña, los celos por ella se convirtieron en las principales razones para que se pudriera el carácter del hombre. Si la muchacha jugaba con sus primos o tíos, Gudelio se le acercaba: “¡No te das a respetar!”, decía con la voz prensada para no ser escuchado por sus familiares, lo que hacía vibrar su enorme papada.
En el cumpleaños 14 de Paty, su padrastro decidió que la muchacha saldría a la calle para trabajar.
Le prohibió cualquier posibilidad de noviazgo y la espiaba. Si la descubría saludando a algún hombre en la calle, la tomaba del codo y le murmuraba: “¡Loca, loca, loca!”, con las palabras aún más oprimidas, porque si había algo en el mundo que le ocasionara a Gudelio temor cercano al pánico, era ser confrontado por otro hombre.
* * *
Una tarde, mientras planchaba en el cuarto del fondo de la casa, Gudelio se le apareció vistiendo solamente una trusa blanca, apretada de la barriga, pero floja de las piernas, de tal forma que parecía minifalda.
Paty quedó paralizada y esto le impidió huir a tiempo. Cuando comprendió lo que ocurría, ya tenía a su padrastro encima. “¡Te va a gustar! ¡Te va a gustar!”, repetía el hombre.
La muchacha gritó.
Rayo estaba en la casa, pero no fue en su ayuda. Para la mujer, la posibilidad de ser abandonada una vez más era peor a lo que pudiera pasar en el cuarto.
Veinte centímetros más alto y 40 kilos más pesado que ella, la aplastó contra la pared. Le separó los pies y levantó la falda. Paty vio a los ojos del padrastro y los miró convertirse en dos ranuras con el estremecimiento. Luego se hicieron de vergüenza y, ante esta sensación, pura ira: “¡Si dices algo, mato a tu mamá y la entierro aquí, cochina!”.
Despegó la papada perlada de sudor de la cara de la niña y la dejó ir. Paty ignoró la advertencia y buscó a su madre para pedir ayuda. No fue necesario informarle nada. La mujer lloraba a la orilla de la cama y gemía en la lengua de sus padres.
Desde entonces, Paty fue apropiada por el sentimiento de inferioridad y el temor de ser criticada de cualquier forma. Se tornó desconfiada, temerosa y suspicaz. Se convirtió en una mujer ensimismada, fría y distanciada como método de supervivencia, necesitada de reprimir sentimientos cálidos. El odio se le hizo una colección de úlceras repartidas en el estómago. Se fugaba en sus sueños, pero también ahí aparecía Gudelio con la casa a oscuras. Se escapaba en las telenovelas nocturnas del Canal 2, en las que mujeres llevadas de un lado a otro por la desgracias, terminaban invariablemente felices ante el altar con un hombre guapo y amable.
“Yo soñaba con casarme así, vestida de blanco, con un hombre que no golpeara a las mujeres”, compartiría en entrevista.
El negocio de perros calientes y hamburguesas prosperó hasta alcanzar una flota diez carritos atendidos por trabajadores ocasionales de Gudelio, su mujer y sus hijastros. También se agrupó en una organización de vendedores de la delegación Gustavo A. Madero y logró autorización para instalar su venta fuera de los supermercados de Calzada de Guadalupe.
Las peregrinaciones guadalupanas y el 12 de diciembre se convertían en días y noches en que Rayo y los muchachos no pegaban pestaña por servir salchichas y pedazos de carne molida a precios adulterados. No era el caso de Gudelio, quien se aparecía de vez en cuando en los puestos y buscaba cualquier intercambio de mirada entre Paty y algún cliente para darle un codazo en la cintura.
Entre dientes le decía: “Golfa, si de verdad que eres igualita a tu madre. Ahorita nos arreglamos en la casa”. La mayoría de las veces, el hombre subía a su camioneta Ford café y desaparecía. Se encerraba en alguna cantina de la colonia San Felipe de Jesús, en los linderos del Distrito Federal y Ecatepec, cerca del cauce de aguas negras del Río de los Remedios. Se perdía dos días y regresaba limpio, recién bañado. Se decía que andaba con un travesti de por allá, otra mujer en la colonia Vallejo y una más en Puebla.
En otras ocasiones, Gudelio reaparecía ebrio, golpeaba a su mujer, acosaba a su hijastra y pedía todo el dinero recaudado durante su ausencia. Dormía todo el día y se arreglaba para salir nuevamente. A duras penas dejaba el dinero suficiente para mantener la marcha de su comercio y el sostén de su casa.
No pagaba un solo peso a su mujer o hijastros por hacer la venta de comida bajo el argumento de que sólo por él no vivían en la calle. La consecuencia fue que, además de odiarle, su familia necesitaba robarlo de manera sistemática. Él se daba cuenta y arreglaba cuentas con el cinturón o el mecate guardado en el armario.
Por ese tiempo, Gudelio fue detenido con una pistola sin tener permiso para portarla. Lo encerraron en el Reclusorio Oriente, pero salió a la semana. Los mismos policías judiciales que se la habían vendido se la regresaron después con soborno de por medio; es decir, les pagó dos veces por la misma arma. Odiaba a los judiciales, pero era incapaz de reclamarles algo. Apretujaba su furia y con ella iba a casa que para eso estaban las mujeres.
“Con esa misma pistola amenazó a mi mamá y a mí. Nos dijo que nos mataría y a los niños también. Ellos temblaban de miedo de verlo. Lo hacía porque quería abusar de mí y yo lo denuncié tres veces, pero nunca nadie nos ayudó”.
Sin alternativas, las mujeres buscaban una y otra vez a la vecina que les echaba las cartas y tanteaba ahí alguna solución. No apareció la respuesta, sino el presagio de siempre, la muerte.
La relación entre Moisés y Gudelio también se agriaba. Con 14 años, el muchacho empujaba el carro de comida a alguna de las calles de calzada de los Misterios o calzada de Guadalupe. Compraba pan y salchichas en Gigante o Wal-Mart, dejaba algún amigo a cargo del negocio y escapaba con la novia en turno.
Todo fue llevadero hasta la tarde en que Gudelio pasó a cobrar el dinero y descubrió el engaño. Esperó a su hijastro y cuando lo tuvo suficientemente cerca, le azotó el volteador de carne en la cara. El niño intentó defenderse, pero fue inútil. El hombre lo golpeó hasta el cansancio y utilizó el último aliento para advertirle que no volviera a su casa.
Moisés se mudó con una de las tías en Cuautepec Barrio Alto, en la cuña que hace la delegación Gustavo A. Madero al entrar en Tlalnepantla y Ecatepec.
Pero a escondidas de su padrastro, el hijastro regresaría a su casa.
* * *
Una tarde, embarazada Rayo de su tercer hijo, Gudelio la pateó en el suelo. El parto se adelantó y la última de sus hijas nació muerta. Paty convenció a su madre de dejar la casa y, para su propia sorpresa, la convenció.
Reunieron las mínimas cosas para no dar posibilidad a Gudelio de acusarlas de robo y se refugiaron con una de las hermanas. Gudelio llegó a casa y, ante el abandono en que se vio, se descubrió miserable.
No tardó en encontrar a su mujer. La amenazó, pero comprendió que nada lograría de esa manera y menos si su mujer estaba protegida detrás de la reja de la casa en que se refugiaba, así que se llevó una mano derecha al lado izquierdo del pecho y reveló que sufría una enfermedad mortal del corazón.
Pidió perdón. Lloró. Se hincó.
Se dijo digno de cualquier castigo, menos de morir sin estar rodeado de ella y sus hijos, a quienes nunca alcanzaría a recompensar por tanto sufrimiento ocasionado, porque su tiempo terminaba. Pero no podía morir solo, como si fuera un animal. Tragó saliva con ímpetu para sacudir con más fuerza la papada en señal de llanto contenido.
Rayo lo escuchó con los brazos cruzados. Cuando Gudelio terminó, la mujer abrió la puerta y caminó hacia la camioneta. Estaba más allá de su voluntad. Rayo tenía casi guardado en los genes la prohibición de abandonar un hombre. Para ella, la vida era de esa forma por decisión divina y si Jesús había sufrido peores tormentos, quiénes eran ella o su hija para no entregarse al sacrificio.
Gudelio, cerca de sus 40 años de edad, estaba efectivamente enfermo.
Lo atormentaban las hemorroides, tenía la presión arterial alta y vivía con el ombligo convertido en una hernia. Estaba sano del corazón, al menos en lo concerniente a la medicina. Y a los pocos días lo demostró. Apaleó a su mujer y la mandó a trabajar. Apenas quedó a solas con Paty, abusó de ella. La muchacha pidió a su madre que la dejara irse a Veracruz. Rayo intentó mediar en el conflicto y explicar a su marido la necesidad de que la muchacha dejara la casa. El hombre la tomó por los cabellos y la arrastró frente a su hija.
“Si tú te vas, la mato como a un perro y aquí mismo la entierro junto a tus hermanos”, dijo a Paty.
“Al principio pensaba que Dios me castigaba con ese hombre y no entendía cuáles eran sus motivos de tenerme sufriendo siempre. Cuando me hacía daño, yo le reclamaba a Dios que no se llevara a la gente mala. Después le grité a la Santa Muerte la verdad, le pedí que se llevara a mi padrastro, que se lo regalaba, que yo ya no lo quería más. ‘Si eres tan buena, llévatelo’, le pedía, pero no se lo llevaba. Mi mamá tenía un altar con la Virgen y Jesús y antes de hacer las cosas que hice, yo sí me hinqué y les dije: ‘Me perdonarán por todo lo que voy a hacer pero ya no aguanto más’. Les dije que estaba harta y que quería ser feliz una vez en la vida. Ese día le volví a gritar a la Santa Muerte. Y no sé si después me convertí en su mano justa”.
* * *
“Dicen que cuando sueñas a una persona en la cárcel, es porque le pasará algo malo. Esa misma noche, después de rezarle a la Muerte que ya se llevara a ese señor, me soñé encerrada entre paredes muy altas”, hablaría Paty con voz baja y los ojos aguados en un cubículo de la cárcel para mujeres de Santa Martha.
A la mañana siguiente del sueño, Paty picó jitomate y cebollas con un cuchillo delgado, cargó el carrito de comida y salió al supermercado Gigante La Villa acompañada de Gudelio Estefan. Se detuvo frente a la cerrajería y sacó copia de las llaves de la casa.
A las cinco de la tarde se reencontró con Moisés después de cuatro meses. La hermana detalló sobre la implacable lujuria del padrastro y las frecuentes sentencias de muerte a su madre y hermanos.
“A este viejo hay que darle un escarmiento”, concluyó Moisés. Su hermano menor escuchó todo.
Paty explicó que Gudelio había salido con su madre y Lucero y calculó que regresarían a casa después de las diez de la noche. El niño vio después que su hermana le entregó las llaves a Moisés, quien las tomó y salió de la casa.
Los hermanos cerraron el puesto de comida a las nueve de la noche y regresaron.
* * *
La casa tenía fachada de cuatro metros y portón de lámina de color azul. Al frente tenía patio sembrado de bugambilias, limones y flores de albahaca. Encadenados a una orilla había dos perros callejeros. Otra puerta metálica daba entrada al resto de la casa. En vez de recibidor, la sala funcionaba como bodega de verdura; tenía sanitario al lado y, hacia el fondo, los cuartos se sucedían hasta el de servicio, a 22 metros de la entrada principal.
Cuando pasaron la puerta, entre las sombras, Gudelio Estefan distinguió a su medio hermano.
–¿Qué haces? –preguntó a Moisés.
–Nada –contestó el otro.
El niño de ocho años siguió al cuarto de sus padres y prendió la televisión. Moisés giró los focos del baño y la sala hasta dejarlos fuera de contacto y se escondió en el sanitario. Paty quedó a la espera. A las diez y media de la noche escucharon el portón abriéndose y el motor de la camioneta.
Rayo y Lucero entraron y siguieron al cuarto del televisor. Paty fue al patio y ayudó a su padrastro a bajar las cosas del vehículo. El hombre entró con una caja de jitomate, la bajó al suelo y presionó el apagador de la luz. No prendió.
Paty corrió a la habitación de su madre y le dijo que había ladrones en la casa. La tomó del brazo y la llevó al cuarto del fondo. Paty se quedó afuera, corrió el pasador y cerró con candado.
Gudelio caminó al baño. Se extrañó que el foco tampoco prendiera y entró a revisar la lámpara descompuesta. Empujó la puerta emparejada y entornó los ojos en la oscuridad. Acostumbrado a la falta de luz, Moisés distinguió la camisa a cuadros y brincó a la espalda de su padrastro y le sujetó la cabeza entre su brazo y cadera. Pero el viejo era más pesado y resistió. Sujetó a su hijastro por la cintura y estiró una mano hacia la nuca. Le arrancó el collar de plástico del que pendía una cápsula de vidrio con un grano de arroz grabado con los nombres Moisés y Eva, la novia del muchacho. Gudelio casi logró tomar la ventaja en el forcejeo. Moisés gritó a su hermana que le ayudara. Paty corrió hacia su padrastro y entre ambos lo derribaron. Moisés le asestó varios golpes con un puñal de resorte. Sentada sobre su pecho, Paty cubrió la boca para que no gritara más. Cuando el hombre sólo pudo pujar, se levantó y alcanzó un delgado cuchillo de cocina. Se arrodilló y ayudó a su hermano durante los siguientes diez o quince minutos. No debía quedar la más mínima posibilidad de que sobreviviera: 38 heridas en intestinos, riñones, estómago, pulmones, garganta, piernas hombros y nalgas, de las cuales, 30 fueron mortales.
Paty esperó a que su hermano saliera. Caminó hacia el cadáver y se cercioró de que esos ojos cafés ya no la vieran más.
Se lavó las manos, la cara y se cambió de ropa. Liberó a su madre y hermanos.
–Lo matamos –dijo a su madre Rayo.
La mujer corrió y encontró a Gudelio con el estómago deshecho. Trató de contener el ataque de histeria.
–¿Y ahora qué vamos a hacer? –preguntó a su hija.
Paty la separó del cuerpo y le pidió llamar a la Cruz Roja.
Gudelio quedó recostado sobre su lado derecho, con la cabeza sostenida por la mano.
“Tenía miedo y alegría. Cuando todo pasó, cuando ya estaba muerto, pensé que sería feliz”.
Paty ofreció la versión de un asalto a la policía: dos ladrones, la resistencia de su padrastro y el asesinato.
Pero a simple vista era evidente que Gudelio no tenía lesiones de defensa. Paty erró varias veces durante el relato y esa misma noche quedó detenida. Intentó negar a su hermano. Dijo ser hija única de Ismael y Rayo, tener por hermanos sólo a esos niños a quienes ya interrogaban otros policías. Su madre aclaró la existencia de Moisés.
Pocos minutos después, entre los jitomates, los investigadores encontraron la cápsula con el grano de arroz dentro y el nombre de Moisés. En el interrogatorio, los agentes le advirtieron que si no entregaba a su hermano, inculparían a Rayo y los niños terminarían en la calle. Acorralada, lo delató y explicó cómo encontrarlo.
Los policías judiciales Miguel Carmona y Francisco Javier Ugarte detuvieron a Moisés al día siguiente. Gudelio fue enterrado en su pueblo, Huehuetlán el Grande.
* * *
Paty lleva cumplidos siete años de sentencia en Santa Martha Acatitla. Fue condenada a 21 años, dos meses y una semana. No le va tan mal. Paty es una rea ejemplar. Su historial de reportes y castigos está limpio. Para sus compañeras, no sólo era justo matar a su padrastro, sino que hasta se tardó en hacerlo. Estudia la primaria y trabaja con la energía de quien todos los días caminaba 20 cuadras empujando un carro de hot dogs sin paga alguna.
Cada dos semanas es trasladada al Reclusorio Norte para ver a su hermano y a Rafael, su primer novio y amante, un hombre preso por venta de drogas. Se le asignó en el dormitorio G, de baja seguridad. Tiene dos parejas de duendes a manera de amuleto.
“Aquí no se hacen amigas, sólo se tienen compañeras”, repite la vieja regla carcelaria. “No había justicia en que ese hombre nos tratara de esa forma. No me arrepiento. Si pudiera regresar el tiempo y siguiera siendo el mismo martirio, lo volvería a matar. Sí merecía morir. Aquí me dicen las compañeras: ‘Qué bueno que esté tres metros bajo tierra, él se lo buscó’. Después de su muerte, aunque me encerraron aquí, yo finalmente me sentí libre.
“Ya no le he vuelto a rezar a la Santa Muerte. La respeto y la admiro, porque antes se me aparecía mucho junto a mi cama. Se me aparecía en forma de persona vestida de blanco o me encontraba cosas de ella. A la que le rezo es a la Virgen de Guadalupe; le pido que me saque pronto y me dé un buen hombre. Aquí llorar de nada sirve. Yo guardo mis lágrimas para el día que me vaya. Cometes algo así y luego, luego te meten a la cárcel. Le levanté las denuncias y nadie nos quiso defender. No sé por qué son así. Luego le pido perdón a Dios por todo lo que hice, pero también le pido a él justicia y que me deje en libertad, aunque sé que todavía debo sufrir más tiempo. Él fue asesino antes que yo, mató a su propia hija a patadas en la panza de mi mamá.
“Nadie nos acusó del asesinato. Ni su familia lo quería ya. Una vez quiso ahorcar a su propia madre con una toalla. Yo lo vi. A él nunca le hicieron nada y a mí me hicieron confesar. Los judiciales golpeaban las paredes para hacerme creer que me pegarían a mí, pero yo ya no tenía miedo. Me decían que si no les decía la verdad, vendría mi padrastro a jalarme las patas en la noche. Yo no le tenía miedo ya, porque sé que a quien matamos fue a un cobarde, un hombre que sólo podía golpear mujeres y niños.
“Todavía sueño con él. Siempre es el mismo sueño. Vamos en su camioneta y aparecen muchas brujas. Bajamos y bajamos por un lugar muy caliente. Y es un lugar del que no podemos salir, porque es el infierno”. *