AL INFIERNO SE REGRESA EN PATRULLA

04/12/2013 - 12:00 am

Es la historia de dos primas apenas de secundaria. Se las robaron en una carretera y las vendieron a una pareja de explotadores sexuales. Ambas nacieron en el Estado de México en tiempos de Enrique Peña Nieto; las obligaron a prostituirse en el Puebla gobernado por Mario Marín. Ambas lograron salir del infierno por un resquicio que les abrió la suerte, después de ser sometidas a una esclavitud sexual de la que se servía también la policía. Hoy pueden contar esta historia mientras que otras miles viven exactamente lo mismo en distintos puntos del país...

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Imagen: Especial

Ciudad de México, 4 de diciembre (SinEmbargo).– El padrote estaba harto de que la niña llorara todo el tiempo.

“A los clientes no les gustan las putas tristes”, vociferaba cuando se enteraba que la muchachita había suplicado a otro borracho la ayudara a escapar. Otro borracho que la usaba.

Un día decidió vender a Andrea al dueño de un bar llamado El Rey Chabelo, también apodo del comprador, que inspeccionó a la muchachita con indiferencia.

–Te doy 600 pesos –dijo, con actitud de que no ofrecería más.

Jorge sabía que el dinero era nada, pero estaba cansado del comportamiento de la niña que había comprado en 2 mil pesos, y aceptó. Esa misma noche, Chabelo, el comprador, entregó la muchacha de 14 años a su hijo, un militar, que de inmediato la violó.

A la mañana siguiente, Andrea buscó a Chabelo. Lo encontró sentado en una de las mesas de su propia cantina, con la mirada clavada en una cerveza y la papada palpitando, como si tuviera un enorme sapo café debajo de la barbilla.

Necesito comprar algo –solicitó.

–No puedes salir –repuso Chabelo sin mirarla–. Los días que yo saco a las muchachas para que compren su ropa o zapatos son los viernes.

–Quiero vomitar –advirtió Andrea.

Y, como si lo hubiera planeado, la niña corrió y corrió. Se deshizo de los zapatos para correr más rápido y se descubrió en una carretera. Distinguió una patrulla y se lanzó sobre ella.

Rogó.

–¡Me tienen encerrada, me obligan a prostituirme! –gritó apenas se detuvo el vehículo.

Los oficiales poblanos se miraron entre sí y luego la observaron. Andrea sintió alivio cuando notó el gesto consternado de los policías. Uno de ellos descendió del auto y abrió una de las la puerta traseras.

–Sube –pidió con mesura–. Vas a estar bien, acuéstate ahí atrás. Te llevaremos a tu casa.

Apenas se recostó, la patrulla dio media vuelta.

La regresó al infierno.

***

Adriana nació el 1 de diciembre de 1996 en Tepetlixpa, en el sur oriente del Estado de México, en los límites con Morelos. Es un pueblo pequeño, tranquilo, bonito y turístico. Tiene iglesias y un mirador con vista sobre todo el pueblo. Cuando hace frío. El Popocatépetl se muestra nevado.

“Me gustaba verlo cuando era muy chiquita y mis papás estaban juntos”, recuerda la muchacha de ojos oscuros, ágiles y ligeramente saltones. Sus padres procrearon seis hijos: tres mujeres y tres hombres. Adriana nació a la mitad, fue la tercera en llegar.

La chica estudió en Tepetlixpa hasta segundo de secundaria, aunque en realidad la familia vivía en una comunidad del vecino municipio de Nepantla, lugar de origen de la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz. Adriana abandonó la escuela, desilusionada de los estudios. Se aburría terriblemente en un lugar en el que los maestros poco hacían por explicar las razones y los beneficios de aprender. Se sentía enojada con la situación familiar. Su padre se había marchado poco tiempo atrás a Estados Unidos y su madre pasaba el día trabajando.

La muchacha se sentía en el abandono en cada situación en que los padres de familia debían ir al plantel escolar. Entonces ella se veía solitaria e ideaba fantasías de fuga. Se lastimaba imaginándose despreciada y cuando la amargura la desbordaba, pensaba en su muerte o, más precisamente, su velorio, uno asistido por personas arrepentidas de haberla ignorado.

Las imágenes se descomponían hacia un nuevo nivel más debajo de auto conmiseración y la visión era un entierro, su entierro, solitario.

“Yo iba sola. El Día del Niño iba sola. Todo el tiempo iba sola y ya no me gustaba ir”, regresa Adriana al tema de la deserción escolar.

En 2007, la situación económica familiar empeoró y la mamá de Adriana estaba encinta nuevamente. Cuando el tema de conversación se volvió cuántas tazas de arroz para cocinar y qué días de la semana se podría comer carne y de qué tipo, el padre de Adriana tomó la decisión de mojarse la espalda. El coyote cobraría 32 mil pesos por pasarlo al otro lado.

–Cuídense mucho, échenle ganas. Máximo nos veremos en un año. Esto es pasajero. Obedezcan a su mamá –dijo el padre con un limón atorado en el cogote.

“Mis hermanos y yo nos dormimos con mis papás y, cuando amaneció, él ya no estaba”, recuerda Adriana.

El hombre se marchó a Washington. La niña no sabe si a la capital norteamericana o al estado, en la costa opuesta. En realidad, daba lo mismo: el hombre estaba como en otra galaxia. Hacía casas, instalaba cocinas integrales, pintaba. La separación sería de un año, pero hacia el tercero los rumores de otra mujer ya ni siquiera eran un buen chisme en el pueblo.

Adriana lo extrañaba profundamente, tanto como su madre, a quien se le anidó la idea de que el viaje al otro lado no era sino la manera amable de referirse a una situación que en la realidad era un abandono. Así que a la mujer se le metieron los celos en la cabeza como si fueran agujas.

La relación se hacía más y más flaca entre una llamada telefónica y la siguiente. En contraparte, el dinero comenzó a llegar con abundancia desde el norte.

–Para que no tengan vergüenza y anden con lo mejor –justificaba el hombre cuando hablaba con sus hijos–. ¡Échenle ganas a la escuela! –educaba por larga distancia.

Un día, su mujer tomó el teléfono.

–Ya estoy harta. No quiero dinero, te quiero a ti.

Silencio.

–Regresa –pidió la mujer en medio del llanto.

–Cada vez me suben más el puesto –repuso él–. Estoy ganando más.

–Regresa –suplicó ella cuando su matrimonio olió a muerto.

–Aquí me voy a quedar –resolvió él, y se despidió.

El hombre tardaría cuatro años en volver y regresaría para divorciarse de la madre de sus hijos.

***

El 27 de enero de 2011, Adriana y una prima suya, Andrea, fueron a la fiesta del pueblo de Tepetlixpa. Todos los años, en el mes de enero, hay feria. Las niñas de Nepantla acudieron al pueblo vecino, pero sólo Andrea contaba con el permiso de su madre.

Adriana estaba impedida porque su mamá tendría algún asunto de trabajo hasta tarde y a la muchacha tocaba el cuidado de los chicos en casa. Estaba cansada de ser la madre de sus hermanos, de quienes ni cariño ni respeto recibía, sino al contrario. Lloraba y soltaba la imaginación hacia un nuevo funeral de sí misma para volver a la cocina, al lavadero, al cuidado riguroso de su hermana nacida en 2007, año de la debacle económica y de la ausencia del padre. La hermanita exigía todo el cuidado y la atención, porque, además de ser pequeña, nació con parálisis cerebral.

Pero ese día, 27 de enero de 2011, había carnaval y las niñas estaban entusiasmadas con la idea de bailar, de descubrir que provocaban la sonrisa de algún niño.

La madre de Adriana llegó a las seis y media y la muchacha le suplicó que la dejara ir. La mujer escuchó la letanía de todo lo que su hija había hecho en su lugar y aceptó que saliera de fiesta durante una hora.

Una semana antes, el papá de Adriana había enviado ropa y juguetes para sus hijos más pequeños y una cámara fotográfica para Adriana. Cuando su mamá la llevó a casa de su prima, la tarde del 27 de enero, pidió a la muchacha que dejara la cámara y se llevara el teléfono celular. Pero la niña quería que la vieran por la plaza del pueblo con el obsequio de su padre y se empecinó en dejar el aparato para comunicarse.

Subieron al coche y, 10 o 15 minutos después, llegaron a casa de una prima de Adriana a quien pide se le identifique como Andrea, una chica vivaz y enérgica un mes mayor de edad que Adriana. Una era la confidente de la otra. Juntas soñaban con dejar un día sus hogares en que se les exigía trabajar como adultas y se les impedía decidir sobre sus vidas como si fueran niñas.

Adriana encontró a Andrea llorando con desesperación sobre el automóvil de su padre.

–¿Qué tienes? –averiguó Adriana.

–No, es que no se vale. ¡Ya hice mi quehacer! ¡Ya lavé los trastes y no me deja ir mi mamá! ¡No me va a dejar salir!

–¿Por qué?

–No sé, pero no me va dejar salir.

–Pues mi mamá me vino a dejar y sólo me dio permiso una hora.

–¿Una hora? –preguntó Andrea con gesto de que el día más esperado de su vida se desplomaba sin remedio alguno.

–Sí, una hora.

–Pues mejor te quedas en mi casa. Le hablamos por teléfono a tu mamá y mañana te vas temprano.

Adriana entró a casa de su prima y se dirigió a su tía.

–¿Por qué no puede venir Andrea? –preguntó con un sobreactuado tono de aflicción. La otra arreciaba el llanto.

–No va a salir porque se portó mal –respondió la tía, dificultando la salida de las muchachas pero segura de que a final de cuentas la convencerían.

Las niñas de 14 años recién cumplidos salieron a la calle. Aceleraron el paso cuando escucharon el sonido de los tambores, las trompetas y los trombones que llevan el baile de los chinelos con sus máscaras de españoles barbados y sus tocados negros de terciopelo.

Distinguieron las torres de la Iglesia del Calvario y ahí subieron para ver la fiesta dedicada al Dulce Nombre de Jesús.

***

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Imagen: Especial

Adriana y Andrea bailaron sin recordar que la hora de permiso había terminado tiempo atrás. En casa de cada una, sus madres debían mirar con irritación y preocupación el reloj y la puerta. A la desobediencia se sumaba el rumor creciente en toda la zona de que las niñas desaparecían como si repentinamente se abriera la tierra y se las tragara.

Esa tarde, mientras Adriana tomaba fotografías, se encontró con algunos ex compañeros de la secundaria. Llevaban cerveza y tequila. Uno de los chicos ofreció de beber a las niñas. A ninguna le gustaba el sabor y ninguna conocía los efectos realmente, pero Adriana consideró que si no aceptaba sería rechazada del grupo y Andrea bebió sólo para solidarizarse con su prima.

Cuando tomaron en cuenta la hora, Adriana sentía la cabeza dentro de un tambo al que golpeaban con un mazo. Corrieron a casa de Andrea. No hacían falta más de 15 minutos para llegar y hablar de ahí por teléfono con la mamá de Adriana, pero el gentío fluía en dirección de la fiesta.

Las niñas tomaron otro camino y bajaron hacia la carretera.

–¿Sabes qué? Vámonos a tu casa. Queda cerca y yo mañana subo, me vengo temprano, que le avise tu mamá a mi mamá –propuso Andrea con su actitud alerta.

–Sí, está bien –convino Adriana, más mareada por el tequila que preocupada por el retraso y la soledad del camino.

Esperaron transporte, pero transcurrió media hora sin que pasara por el sitio ningún taxi o autobús. Se sentaron junto a la imagen de una Virgen donde se apostaba un policía al cuidado de la casa del Presidente Municipal de Tepetlixpa.

–Mejor vamos a tu casa –propuso Adriana.

No había más alternativa e iniciaron la caminata al lado de la carretera. Escucharon el ruido de un camión cerca de ellas y vieron pasar un tráiler blanco al otro lado del camino. Oyeron los frenos de la máquina y el resoplido del escape cuando se detuvo a pocos metros de ellas. Un hombre salió de la cabina y las observó.

–¡Oigan! ¡Oigan, vengan! –gritó el conductor.

Andrea abrió los ojos redondos como platos y balbuceó.

–¡Córrele! –dijo tensa, sin gritar.

–¿Por qué vamos a correr si estamos en nuestro pueblo? Además, tú sabes que viene gente de fuera. ¿Por un tráiler no? ¡Pues no! –se envalentonó Adriana que, en verdad, no sentía miedo, sino fastidio por el momento y el inminente regaño de su madre.

Andrea quiso correr, pero Adriana apretó su mano para que mantuviera el paso lento.

–¿Por qué vas acorrer? –la reprimió.

Un pitido las alertó de que el camión avanzaba en reversa.

–¡Hey! –la voz del hombre más cerca.

–¡No voltees, no voltees! –Andrea tartamudeaba.

No giraron la cabeza.

Adriana sintió que caía, con un peso enorme encima de ella. Le pusieron algo sobre la cara, un trapo ocupado como capucha. Sintió que la arrastraban. Distinguía los gritos, la lucha inútil de su prima. Abrió los ojos y vio Andrea llorando por segunda vez ese día. Notó que estaba en el suelo del tráiler. Andrea viajaba acostada y ella, en medio de los asientos, reclinada.

Vieron un letrero: “Bienvenidos a Puebla”.

Era 27 de enero de 2011.

El priista Mario Marín, El Gober Precioso, estaba a cuatro días de concluir una gubernatura marcada por los escándalos de pederastia. Abandonaban el Estado de México, donde el también priista Enrique Peña Nieto cerraba una administración –señalada por el alto número de feminicidios– rumbo a la Presidencia de la República.

“Nos taparon los ojos, no muy bien; nos bajaron y nos recibió Jazmín y Jorge El Coquis, parada en un portón azul”, recordaría Adriana en entrevista.

–¿Quién son Jazmín y El Coquis?– le pregunto a la muchacha sobre estos nombres no ficticios.

–Ella fue nuestra madrota y él era el padrote de nuestra madrota.

***

 Jazmín y El Coquis son o eran una pareja metida en la explotación que él hiciera de ella, y consolidada cuando ella se ganó la confianza del hombre y se convirtió en instructora de niñas esclavizadas.

El trailero entregó a las muchachas y recibió a cambio un fajo de billetes de 500 y 200 pesos. Las niñas conocerían después la cantidad, porque sería una cifra que se les recordaría como evidencia de su pertenencia a los explotadores.

Las metieron a un cuarto donde no había más que una colchoneta y una jícara con agua de caño. Andrea lloraba y no cesaba de gritar que la liberaran.

–¡Cállate, cállate, cállate! –respondían los captores cuando perdían la paciencia.

Jazmín entró a la estancia.

–Aunque grites nadie te va a escuchar, aquí nadie vive. Además tu mamá no te quiere –dijo como si interpretara el papel de malvada de alguna de las telenovelas que veía todo el tiempo.

La interrogaron durante un par de horas: dónde vivían, qué edad tenían, teléfonos de los familiares. Adriana respondió todo lo que le preguntaron, pero Andrea nunca cedió. “No sé”, era todo lo que contestaba. Los plagiaros se desesperaron y Jazmín le jaló los cabellos y golpeó su rostro con la mano abierta. Cuando estuvo en el suelo, el tipo la pateó. Tras entender que no lograría doblar a Andrea sin dañarla o lastimar ostensiblemente su rostro, gritó que se quedarían encerradas sin salir al baño. Harían sus necesidades en el mismo sitio, se quedarían sin comida, beberían de una jícara con agua maloliente y sentirían las ratas y los insectos sin que pudieran encender la luz.

Así transcurrieron los siguientes cuatro días. En algún momento, Adriana notó que no tenía consigo la cámara fotográfica enviada por su padre.

Jazmín volvió y le habló como si nada hubiera pasado, como si la relación fuera amistosa. Las llevó a su casa y las bañó. Le entregó ropa nueva y zapatos. Las peinó y dio de comer como si fueran sus hijas.

–¿Por qué estamos aquí? –preguntó Andrea, siempre angustiada–. No les hicimos nada malo. No queremos estar aquí.

“Yo sólo me quedaba callada, observaba y  pensaba: ¿Por qué aquí? Yo tenía una vida normal, yo tenía a mi papá y mamá y todo eso”, recordaría Adriana lo que pensaba mientras escuchaba a su prima.

–Deben pagar lo que gastamos por nosotras –respondió Jazmín entre un bocado y otro.

–Sí, claro, si tú me dejas salir, con gusto te lo pago, pero yo ya me quiero ir de aquí –se le iluminó la cara a Andrea.

–Pero tienes que tener un trabajo –repuso Jazmín.

–Pues voy  a buscar un trabajo, yo sé que sí lo puedo encontrar.

–No te preocupes, yo ya te tengo un trabajo.

–¿De qué?

–De mesera.

–¿En dónde?

–En una cafetería.

Jazmín se levantó de la mesa, se perdió en alguno de los cuartos y regresó pronto con un altero de ropa: blusas escotadas, minifaldas muy cortas y zapatos tacón altísimos que les quedaban grandes a las niñas.

Pintó sus caras con gruesas capas de polvo facial, rímel y labial. Las subió al auto y las llevó al bar Bam-bam, en Santiago Acozac, Puebla. Antes de llegar a la cantina, Jazmín les ordenó cambiarse los nombres.

“Yo tendría 17 años y me llamaría Adriana. Mi prima sería Andrea, de 19 años”, detallaría Adriana.

–El dueño del bar te va a preguntar en un cuarto a solas y rápido. Si te pones nerviosa no dejará trabajar y nos tienen que pagar el dinero que gastamos por ustedes –recordó la madrota.

Las presentó con el dueño del sitio, un tipo apodado El Rojo, quien las llevó a ambas a un cuarto apartado del resto del negocio. Preguntó nombres y edades.

–Es que no pueden estar aquí sin un documento que confirme que tienen la edad que me dicen –observó El Rojo.

Como eso no estaba previsto en el guion ensayado con Jazmín, las niñas quedaron en silencio.

–Les puedo sacar una credencial, pero me tienen que pagar mil 500 pesos.

–¿Mil 500 pesos por persona? –dijo una de ellas, sorprendida.

–Sí, por persona.

–¿Y ahorita no podemos trabajar así? –se indagó Adriana, ignorante aún de la verdadera naturaleza del trabajo y segura de que debían llegar a un acuerdo para iniciar la recuperación de su libertad.

El Rojo empezó a tocar el cuerpo de Adriana y luego el de Andrea, al principio con actitud clínica, pero inmediatamente con lascivia.

–Es muy fácil para ustedes conseguir el dinero. Si se acuestan conmigo, yo les doy el dinero.

–¡No! –respondió Andrea e inmediatamente después Adriana respondió de la misma manera.

–¿Pero por qué no quieren? –inquirió El Rojo con rabia y sorpresa–. No les voy a hacer nada malo. Sólo les voy a ayudar para que no haya problema si hay algún operativo.

Las muchachas persistieron en su negativa. El Rojo, al fin hombre de negocios, las admitió, pero en adelante mantuvo una actitud rencorosa. Hasta podía tenerse por cierto que el sujeto se sentía despechado.

Jazmín explicó los verdaderos detalles del empleo y, como siempre, enfatizó la deuda que tenían con ella y El Coquis, quien, advirtió la proxeneta, solía cobrar venganza con la familia de las mujeres que lo traicionaban.

Tras la amenaza, les ofreció un breviario: debían bailar de tal manera, cobrar tanto por pieza de baile, ofrecerse a los clientes de tal forma, comportarse en el cuarto de tal manera y cobrar todo, absolutamente todo lo que hicieran ahí dentro.

***

El primer día, Adriana vistió minifalda y blusa cafés y zapatillas blancas.

En el Bam-bam, todas las mujeres quedaban sentadas en hilera. Cada cliente que llegaba las miraba y señalaba a la chica de su preferencia. A la que elegía debía ir con él y sentarse en sus piernas. Por acompañarlos a tomar una cerveza mediana debían requerir 25 pesos y, por una familiar o caguama, 50 pesos. Diez pesos por cada pieza de baile y entre 200 y 280 pesos por entrar al cuarto y ofrecer un servicio básico: desnudo de la cintura hacia abajo y una posición. En este mundo, el contacto sexual con cobro también es una unidad de medida denominada “rato”, cuya duración es de 15 minutos.

Del cobro, 60 pesos se apartaban para el pago del cuarto, lo que representaba, además de la cerveza vendida, la ganancia del Rojo. Un trabajador del antro registraba puntualmente cada ingreso y su duración en una libretita que le era luego entregada a Jazmín. De esta manera los explotadores reclamaban que cada centavos recibido por las niñas.

Al comienzo, los padrotes reclamaban una deuda de 2 mil pesos para cada una de las muchachas, pero con el tiempo ese tema de la deuda dejó de ser tocado y, en adelante, simplemente debían trabajar a cambio de su eventual libertad, sus vidas o las de sus familias.

Adriana y Andrea trabajaron una semana en el Bam-bam. El siguiente tugurio en que fueron explotadas se llama el Cubetazo, un enorme bebedero en Santiago Acozac, Puebla.

Una tarde, mientras las chicas estaban sentadas a la espera de algún tipo con algunos pesos para pagar por un momento de atención, se escucharon botellas quebrarse y gritos. Como una estampida, policías uniformados llenaron el sitio y todo lo arrojaban al piso. El administrador del Cubetazo corrió hacia las niñas y las ocultó en un privado.

–¡Métanse debajo de la cama! –siseó el gerente.

Después de media hora ya no se oía nada. La música sonó de nuevo y las muchachas salieron del escondite. Los policías tomaban con Jazmín que, cuando vio a las chicas, les gritó y con una mueca les ordenó sentarse en las piernas de los policías.

Uno de ellos pidió pasar a cuarto con Andrea. Ni siquiera pagó.

La siguiente parada fue en Huixcolotla, Puebla, al congal Los Mezquites. La dueña del negocio ni siquiera opuso el requisito de las credenciales.

Jazmín también trabajaba. “Ella era nuestra madrota y ella nos quitaba el dinero, pero su esposo, Jorge El Coquis, era su padrote y todo el dinero de ella y de nosotras, él se lo quitaba a ella”.

En ese tiempo, Jorge vivía en Santiago Acozac y supervisaba el trabajo de sus esclavas. La jornada iniciaba a las cuatro de la tarde y concluía a las dos o tres de la mañana o hasta el amanecer.

“Tanta era su ambición que, cuando nos llevaban del bar a la casa donde nos encerraban, nos desnudaban y revisaban de todo a todo. Nos acusaban de esconder el dinero”, detallaría Adriana.

***

Durante un tiempo, las primas fueron separadas. Adriana quedó a resguardo de un hermano de Jazmín, un tipo apodado El Taba y llamado Daniel Ramos Montalvo. De alguna manera funcionaba como padrote. Dos o tres veces la llevó al bar o casa en que se le vendía.

La separación funcionó también para distanciar a las primas.

“Ella dice que tú eres la que debe atender más clientes”. “Me pidió que la soltara, pero que te dejara a ti trabajando”. “Quiere que te matemos”.

“Sí lograron enemistarnos. Cada vez que la veía yo la quería golpear y ella mí”.

Otra modalidad de prostitución forzada era la organización de reuniones en la casa de Jorge y Jazmín. Ella proporcionaba un número telefónico a clientes conocidos y confiables quienes llegaban al domicilio, al que se repletaba de cerveza. A esos compradores de niñas se les permitía incluso, sin mayor amonestación que la petición de calma, golpear a las chicas.

Una ocasión, Jorge y Jazmín ordenaron a Adriana que subiera a su auto. Le cubrieron los ojos, la recostaron en el asiento trasero y tomaron camino hacia Veracruz. Estacionaron el vehículo frente a una casa enorme y la presentaron a un hombre cercano a sus 50 años, de barba crecida y sobrepeso. Inspeccionó a la niña durante un par de minutos y asintió. Entregó 10 mil pesos. Los proxenetas se fueron con el dinero y el cliente llevó a Adriana al interior de la casa.

La chica se sentó en un sillón de una sala grande y elegante. Él cerró con llave y ella sintió la mirada del hombre. Se acercó y se sentó a su lado. Adriana sintió su aliento y el tipo intentó besarla. Ella se rehusó y quiso correr, pero no había a dónde hacerlo. El hombre la alcanzó. Jadeaba por el esfuerzo y por la furia.

“Me subió a su cuarto y me encerró. Yo le dije que yo no quería. Me le hinqué, lloré... y no quiso. Decía que por eso pagó por mí. Tomé la copa y recuerdo más. Cuando desperté estaba desnuda en su cama. Dos o tres veces me debí acostar con ese señor. Me golpeaba durante las relaciones y me gritaba groserías”.

Antes de salir de la casa, le volvían a cubrir los ojos y la acostaban en el asiento trasero. Adriana supo que estaba en Veracruz, porque escuchaba al hombre hablar por teléfono y decir que estaba en ese estado.

A veces los clientes requerían a Jazmín o Jorge que las niñas estuvieran en cierta condición: sobrias, alcoholizadas o drogadas.

“En sus mesas, los clientes nos drogaban o nos hacían beber mucho. En el cuarto, nosotras no teníamos derecho a decidir nada, ni siquiera a condicionar el uso de condón. Era como ellos quisieran”.

“Yo sólo fumé mariguana e inhalé cocaína. A mi prima, además, le inyectaron heroína. Estuve tres meses en este bar. Diario era tomar y tomar y fumar y fumar”.

***

Jorge estaba harto de que Andrea llorara todo el tiempo. “A los clientes no les gustan las putas tristes”, solía decir.

Así fue que decidió venderla por 600 pesos al dueño de un bar llamado El Rey Chabelo, también apodo del comprador.

Así fue que huyó, descalza hasta la carretera, en donde se encontró la patrulla que la regresó al infierno.

Apenas se recostó, la patrulla dio media vuelta y condujo a la casa de Jazmín, quien debió devolver los 600 pesos a Chabelo.

No la quiso regresar al antro, porque si la chica lograba escapar entonces hablaría de todo el asunto.

Las primas volvieron a trabajar juntas.

***

En una de las fiestas en casa de Jazmín, los clientes bebieron de más. La madrota también se excedió con el trago. Luego de alquilar a las niñas, Jazmín les ordenó irse a dormir. Ellas entraron al cuarto y escucharon que el barullo se hacía espeso hasta que cesó, pero la música continuó.

Se asomaron y encontraron que todos dormían.

–Me voy a ir, yo no estoy tan tomada. Voy a regresar por ti –dijo Andrea a Adriana.

–No me dejes –chilló Adriana.

–Te juro que sí regreso por ti. Ya no quiero estar aquí, ya no aguanto.

La besó y se echó a correr.

Adriana regresó al cuarto y dio un largo trago a la botella que todavía tenía líquido y cayó dormida.

La despertaron los golpes.

–¡¿Dónde está Andrea?!– rugía la madrota.

–Es que yo no sé.

–Sí sabes, pendeja, ¿dónde está Andrea?, ¿dónde está Andrea? –gritaba.

Se serenó y desapareció un instante. Volvió y le lanzó fotos de su madre, sus hermanos, de los padres de Andrea, suyas y de su prima. Obtuvo las imágenes de la cámara que le enviara su papá de Washington.

–Me dices dónde está Andrea o mato a toda tu familia –advirtió ella cuando Jorge también abrió los ojos.

“Se empezaron a burlar. Me dio mucho miedo. En un momento ya iba yo a hablar. Y en mi interior dije: ‘Prefiero morir a trabajar’. Y no hablé. Salieron a buscarla. Llevaron coches y pistolas. Me dejaron con el hermano de Jazmín. Estábamos preparando ropa porque nos íbamos a ir a vivir a Veracruz”.

A las siete de la noche, la casa fue invadida por otra estampida de policías, estos vestidos de negro.

–¿Adriana? ¿Adriana?

Adriana quiso meterse debajo de la mesa, pero no tuvo tiempo.

–Sí, es la niña que nos interesa– dijo uno de los agentes.

Minutos antes, Andrea había logrado llegar a la Ciudad de México y denunció.

***

El chisme en Nepantla, el pueblo de Sor Juana Inés de la Cruz, era que las niñas murieron descuartizadas y que sus restos, arrojados a una barranca, fueron devorados por los perros.

“Mi prima llegó a una esquina de llegar a su casa. Estaba indecisa. Entró y todos las abrazaron y lloraron. Le preguntaron por mí. Pero ella tampoco quería hablar porque estaba amenazada. Mi papá se le hincó y ella decidió denunciar. Y fueron por mí.

Andrea intentó regresar a la escuela. Pero todos los chavos y las chavas le dijeron: ‘No podemos convivir con alguien como tú’. Entró a la escuela de otro pueblo. Cuando iba al baño le tiraban sus libros, le rayaban sus libretas. Escribían en el pizarrón cosas feas de ella. Le gritaban puta”. *

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