Parcial y subjetivo | Un poderoso recurso literario

08/03/2013 - 12:00 am

Teorías literarias van y vienen por doquier. Las hay las que se decantan por hablar de conceptos tan abstractos como la intención del texto y otras que se contraponen a las primeras asegurando que, para una mayor comprensión del fenómeno literario, es preciso ahondar en la vida del autor. En otras palabras: hay quien prefiere al autor muerto y hay quien lo prefiere tangible. Esto permite entrar de lleno en una disputa aneja a lo literario: ¿dónde radica la literatura, en su proceso, en el texto ya acabado, en la lectura? Cada una de las posturas es valiosa y suele aportar puntos de vista que convencen. La muerte del autor, por ejemplo, pone de buenas a aquéllos que pugnan por la inmanencia de lo leído. Sin embargo, ello no implica que el autor haya dejado de existir.

Pocas cosas resultan más evidentes que el hecho de que todo texto fue escrito por alguien. Ahora bien, eso no implica que los autores sean sujetos dignos de confianza ni mucho menos. Por el contrario, la escritura bien puede significarles una máscara útil, una forma de dar cauce a sus obsesiones o de lidiar con sus demonios. Es por ello que no siempre es buena idea confiar en ellos (al menos no en tanto autores, tratarlos como personas tiene implicaciones diferentes). De ahí proviene la idea de que es necesario interponer una barrera entre el texto y el autor, desligarlos para evitar su presencia en la lectura.

¿Qué pasa, entonces, cuando el autor insiste en ser parte de su obra? La metaficción es un recurso literario curioso. Consiste, de forma muy simplista, en que algunos de los personajes o el narrador mismo son conscientes de ser parte de una obra de ficción o, incluso, cuando el autor se convierte en un personaje que, por razones obvias, también cuenta con esa consciencia. No es el caso de las autobiografías (o lo es con sus limitaciones). Es, mejor, un juego literario en el que el texto mismo tiene noción propia: es un producto diseñado para la lectura.

Cuando uno se enfrenta a obras en las que se incluye, en alguna medida, un grado de metaficción, la sonrisa se dibuja en la cara. Porque, además de lo que suele ofrecer una novela, en ésta hay un puente tendido de complicidad entre el autor y el lector, el narrador o los personajes. Un puente que garantiza llegar más lejos, sin importar qué tan logrado está el producto.

En el listado de hoy incluyo cinco novelas con diferentes grados de metaficción. Cada una de ellas despierta, en mayor o menor medida, la sospecha de que el lector también es responsable de lo que sucede en el libro. Y ése es siempre un buen acicate.

El Quijote

Se dice que esta obra es la que dio inicio a la metaficción o, al menos, la que hace los planteamientos necesarios para considerarse la precursora. Es muy probable que sea así. No sólo eso. Más allá de la temporalidad está el asunto de la potencia. Por una parte, queda claro que Miguel de Cervantes Saavedra y el narrador que él encarna, son conscientes del acto de escritura. Sin embargo, ya lo eran muchos en la época. De ahí que la intensidad con que lo hace se vuelva tan relevante. No sólo se da el lujo de plantearse como un autor que está refigurando la obra de otro. También, hace que su protagonista sea consciente de estar siendo narrado. El inicio de la segunda parte es contundente: El Quijote reniega por el hecho de que otro autor ha escrito sus aventuras (se refiere a las obras apócrifas que se escribieron sobre el personaje). Con ese simple movimiento, Cervantes consigue el prodigio de igualar la realidad con la ficción. Como se puede ver, esta novela es fundamental y necesaria en muchos más niveles de los que parece.

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Si una noche de invierno un viajero

El inicio es poderoso: “Estás a punto de comenzar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero”. Tras ese par de líneas es casi imposible sentirse aludido. Más aún, bastan unas cuantas palabras para convertirse en el protagonista de la novela que uno está leyendo. Italo Calvino llevó al límite el planteamiento metaficcional. Al menos, en lo que respecta a la relación entre la novela y el lector. Sin embargo, más allá del planteamiento resulta imposible prever lo que cada uno de los lectores en turno pueda estar haciendo. Por eso el autor se da el lujo de plantear una suerte de intriga en torno a la lectura conformada a partir de diversos inicios de novela. Sin lugar a dudas, una novela indispensable para comprender este recurso narrativo.

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El cielo árido

La novela de Emiliano Monge no es propiamente metaficcional. Al menos, no en el más alto de los grados posibles. Sin embargo, hay algo que se intuye dentro de ella que la inscribe dentro de este grupo. El narrador es consciente de su labor. No sólo eso, reflexiona en torno a ella, experimenta. Así, va diciéndole al lector los pasos que siguió para ir construyendo la trama. Le avisa que habrá cosas que se aclararán más tarde. Le participa de ciertas decisiones. Le hace ver que cada elección tiene diferentes significados. Más aún, se permite el lujo de narrar la vida de un personaje a partir de contados momentos. Los mismos que, sostiene, son los que importan en una vida. Así, el lector es invitado a discutir con este narrador un tanto soberbio (aquí es una virtud) que hace las delicias de quienes gustan desentrañar el proceso de la escritura.

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Niebla

Augusto Pérez es un personaje curioso. Está enamorado de las mujeres, le gusta la buena vida, platica con Víctor y reflexiona en torno a todo lo que se le ocurre. Un buen día se descubre enamorado de Eugenia. El romance tiene tintes de comedia y de tragedia. Es casi un melodrama en su estado más puro. Entonces a Augusto se le ocurre que no le gustan los derroteros de su destino. Por eso decide ir a visitar al responsable de ellos: Miguel de Unamuno, el autor de la obra. Un diálogo entre ellos llevará los límites de la ficción a un nuevo grado. Comprender las implicaciones de estas palabras y la amenaza que vierte el personaje en contra de su autor es complicado. Sobre todo, porque la voluntad del escritor es contraria a la del protagonista. El final es una muestra de cómo la ficción y la realidad compiten en terrenos compartidos.

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Vidas minúsculas

Corro el riesgo de contradecirme con esta novela de Pierre Michon. Sobre todo, porque desde cierta perspectiva es posible considerarla una autobiografía. Al menos, es el efecto que puede causar. Sin embargo, también es una novela en toda la extensión de la palabra y poco importa si la vida del escritor coincide con la del personaje. En ella, se da cuenta de ocho vidas que, de una u otra forma, estuvieron relacionadas con la del protagonista. No son los vínculos más estrechos. Basta con que haya alguna coincidencia. La metaficción se activa en el momento en que el narrador y personaje toma consciencia del acto de escritura en tanto forma de exorcismo. Conjurar los recuerdos y recurrir a estas vidas ajenas es una forma de seguir adelante. Algo que está ligado al propio acto de su escritura.

En la historia de la literatura y de la teoría literaria son muchos los intentos por dilucidar cuál es el elemento que separa a la ficción de la realidad. Supongo que de ahí es de donde provienen los textos metaficcionales. El recurso es poderoso porque entraña un enorme peligro. A diferencia de pequeños deslices, un error en este terreno hace que la novela entera pierda verosimilitud y ésa es una de las cosas más graves que le pueden suceder a un texto. Por fortuna, hay muchas novelas que han sabido salir avantes, haciendo gala de cómo un recurso puede ser utilizado para llevar a la novela más allá de su trama. Las cinco anteriores son un buen ejemplo de ello.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.
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