Ciudad de México, 30 de ene (SinEmbargo).– Como una nube de polvo el campamento de “los nadie” emerge al oriente de la Ciudad de México.
Todo en él es sombrío. Las 300 casas que lo conforman están construidas de cartón, madera, lámina, alfombras viejas. Por sus callejones de tierra lo mismo se cuela el frío que los gases de excremento salidos de las fosas sépticas construidas bajo las viviendas.
El lugar no existe en los mapas. Está encallado entre Periférico y los ejes 5 y 6. Bordeado por una planta de la Comisión Federal de Electricidad y el Centro de Mando de la Policía Federal, el campamento es invisible a los peatones o microbuses que circulan por ahí.
Este es el hogar de Ana María Reyes. Una mujer de 31 años que parece mayor. No por las manchas que el sol ha dejado en su piel, ni las arrugas alrededor de sus ojos. Quizá sea esa tristeza que la cubre y que parece no irse por más que intente el optimismo.
Ana María Reyes pone delante a sus seis hijos y los presenta uno a uno:
“Yosma tiene 15 años y estudió hasta la primaria, Wendy tiene 9 años y está en la escuela, Mariana tiene 8 y también va a la escuela. Yoselin cumplió 6 pero no pudo entrar a la primaria, Alan tiene 5 y no va al kínder y éste tiene 4 años, le decimos Erik pero no tiene nombre”.
Erik, dice, no tiene nombre. El más pequeño de sus hijos nació meses después de que un incendio, hace dos años, acabara con toda su casa. Papeles, actas de nacimiento, cartas de alumbramiento del hospital. Todo. Desde entonces no lo ha podido registrar por falta de recursos.
Sin un domicilio que acredite su “estar” y un acta de nacimiento que certifique su “ser” la suya y otras familias viven al borde: no pueden pedir trabajo formal, batallan para entrar a la escuela, no acceden a los servicios para la vivienda, servicios de salud o programas de gobierno.
“No tenemos papeles, es como si fuéramos nadie”, dice Ana María.
Los nadie.
NO EXISTEN
Ana María, pepenadora de toda la vida, explica que no ha tenido dinero para recuperar las actas de nacimiento y registrar a su hijo menor.
Apenas le alcanzó para recuperar el acta de nacimiento de sus hijas Wendy y Mariana y que no perdieran un año escolar; sus otros hijos Yoselin y Alan deberán esperar un año más para entrar a la escuela.
“Recuperé en el hospital el acta de alumbramiento para que vean que Erik sí es mi hijo, pero en el Registro Civil me multan por cada año que no lo registré y la verdad es que no me alcanza”, se lamenta.
Sin el registro de nacimiento, refiere la organización Be Foundation Derecho a la Identidad, una persona no tiene existencia jurídica.
Datos de la organización publicados en el 2012 refieren que en México 10.8 por ciento de la población no cuenta con acta de nacimiento, el requisito básico para acceder a la materialización de los derechos reconocidos por el Estado: educación, salud, ser adoptado, casarse, poseer tierra, acceder a créditos, tener participación política y recibir programas sociales de diversos tipos.
El gobierno del Distrito Federal emprende ocasionalmente campañas para el registro de personas que no tienen recursos económicos, pero Ana María señala no saber esa información. “Aquí ni nos enteramos”, dice la mujer.
Be Foundation refiere en su página de internet que la marginación y pobreza son las causas por las cuales las familias no acceden a los documentos de identidad jurídica, pues desconocen los trámites o no tienen recursos económicos para ello.
“El registro de nacimiento se hace un lujo que no pueden darse cuando tienen que elegir entre comida en la mesa para sus hijos o documentos de identidad”, refiere.
Hace unos meses, cuenta Ana María, Erik se cayó y se abrió la boca. Intentó llevarlo a los hospitales de gratuidad y no lo aceptaron por no tener acta de nacimiento, al final debió pagar 500 pesos a un médico particular, casi su ingreso quincenal.
LOS TUGURIOS, POBREZA EN LA CIUDAD
Alrededor del 15 por ciento de la población mexicana vive en “tugurios”, reportó el informe “El Estado de las Ciudades de América Latina y el Caribe”, publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en agosto del 2012.
En el estudio, el PNUD define a un hogar de tugurio como “un grupo de individuos que vive bajo un mismo techo en un área urbana, privado de una o varias condiciones como disponer de una vivienda de materiales duraderos, con suficiente espacio, acceso a fuentes mejoradas de agua y a instalaciones de saneamiento, y sin riesgo de desalojo”.
El documento detalla dos razones por las cuales existen los tugurios: el alquiler y mercado del suelo está poco reglamentado, y la cantidad y calidad de viviendas disponibles no es suficiente para dar acceso a los pobres.
Pablo Yanes, jefe de la unidad de Desarrollo Social de la CEPAL-México, amplía la lista de razones: los procesos migratorios, el encarecimiento del suelo urbano, la privatización de la renta urbana, las limitaciones de gobiernos locales para responder a la demanda de servicios y la falta de ordenamiento territorial.
“En los asentamientos irregulares se concentran en las ciudades las peores carencias sociales, el mayor déficit de servicios sociales básicos, los mayores riesgos en protección civil y la mayor inseguridad en la tenencia de la vivienda”, refiere Yanes.
“Se profundiza la condición de pobreza, se establecen serias barreras de acceso a los derechos civiles y sociales, se consolida toda una cultura de la precariedad y la incertidumbre”.
México ocupa el lugar 20 de 25 países de América Latina con población urbana viviendo en tugurios. El informe se basa en datos del 2005, pero advierte que en los últimos años ha aumentado la población que vive en estos lugares.
Los hogares en “asentamientos precarios”, como también les llama la ONU a los tugurios, sobreviven invisibles en medio de la ciudad, al paso de cualquier ciudadano.
Para llegar al campamento de la CAM, por ejemplo, sólo se toma un camión urbano que cruza la ciudad sobre Eje 5 en menos de una hora. Ahí están, en medio de dos organismos de Estado, la CFE y la PFP, usando la luz de unos, cuidando los autos de otros, invisibles.
SURGE EL CAMPAMENTO
Hace ocho años, cerca de mil 500 familias que no tenían dónde vivir llegaron a ocupar el predio de 603 mil metros cuadrados perteneciente a Telecomm, respaldados por el ex Diputado priista Humberto Serrano Pérez, secretario general de la CAM.
Serrano Pérez, según notas periodísticas publicadas desde los años 70, tiene un largo historial de “invasor” de terrenos privados o reservas ecológicas, para presionar a los gobiernos –local o federal– por su regularización. A cambio pide respaldo político o económico a las familias, casi todas migrantes o en pobreza.
Gabriel Olmedo es el líder de este campamento. Un pedazo de la banqueta cubierto por una lona plástica es su oficina. Desde ahí habla por teléfono y alardea sobre los encuentros que ha tenido con ex funcionarios para lograr la regularización de este predio, como aquél que asegura tuvieron con el ex Secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, quien en una comilona –invitada por los líderes, según Olmedo– se comprometió a entregarles apoyos o terrenos para vivir, pero se quedó en promesas.
Durante dos años las familias vivieron en el terreno hasta que el 31 de marzo del 2007 fueron desalojadas por la Policía Federal para la construcción del Centro de Mando de esa institución.
Olmedo, a quien los vecinos le dicen “El Pata”, recuerda que esa mañana llegó el mando y les dijo “tienen media hora para desalojar” y comenzó una “campal” entre oficiales y familias que tenían dos años ahí asentados.
“Hubo de todo, nos apedreamos, agarramos lo que pudimos para defendernos, pero ellos traían artillería pesada. Y pues nos sacaron”, relata.
Luego del desalojo las familias se instalaron en el camellón sobre la avenida Telecomunicaciones esquina Periférico Oriente y volvieron a construir sus casas de cartón y madera.
Tras cinco años de vivir ahí su demanda sigue siendo la misma.
“Queremos que el gobierno federal nos resuelva el tema de nuestra vivienda, queremos un lote, una vivienda legal”, dice Olmedo.
Mientras se resuelve el problema los habitantes del campamento cuidan y lavan los carros de los policías federales que llegan al Centro de Mando, quienes les pagan variado, 5, 30 pesos. A veces, les regalan las charolas de lonche de la corporación que no les gustaron. Ese es día de suerte para los niños.
"SIN DOMICILIO NO PUEDO PEDIR TRABAJO"
Juan Alcántara, habitante del campamento, empuja un carro de fierro, cargado de desechos como cartón, botellas, fierros viejos. El carro, calcula, pesa tres veces más que él. Avanza lento con el cuerpo encorvado, se detiene, se limpia el sudor con un trapo sucio que saca de su pantalón remendado y vuelve a empujar para llegar a casa.
Este hombre de 54 años de edad trabaja como pepenador de los pepenadores. Cada noche sale de casa y empuja su carro durante 8 horas buscando desperdicios. Sale a las 7, explica, porque le da oportunidad de que las familias saquen los desperdicios a la calle y así llega antes que los pepenadores de los camiones. A veces corre con mala suerte y alguien como él ya le ganó la basura rescatable.
“Ya hay mucha competencia, ya mucha gente recoge la basura y se pelea por ella, por eso hay que trabajarle mucho, hay días que saco 60 pesos, otros 20 pesos, otros me va mejor y saco 100, 120”, relata.
“He intentado pedir trabajo en alguna fábrica, pero como no tengo domicilio me dicen que no se puede y ya me desanimé, ya mejor le sigo en la basura. Aquí todos recogemos basura”.
Su casa, como todas las demás, está decorada con lo que rescata de la basura, como un cuadro de caricatura japonesa o la bandera mexicana que ondea sobre el techo.
Como todos los habitantes del campamento, para surtirse de agua va a un pozo a unas cuantas cuadras, porque no siempre tiene dinero para pagar a la pipa; no tiene drenaje y construyó una fosa séptica que en épocas de calor eleva los gases de todas las casas y hace insoportable la vida en el campamento. La luz la toma del alumbrado público.
Tiene cuatro hijos pero solo vive con uno de ellos, no tiene esposa. Su casa es un cuartito donde está una cama para los dos, en un pequeño patio de tierra donde cocina con leña. Su casa se parece a cualquiera de las zonas serranas más pobres del país.
Por las madrugadas, cuando termina de pepenar, regresa a casa empujando el carrito. Toma la avenida Zaragoza que conecta con la autopista México-Puebla y antes de partir ruega a Dios que alguno de los tráileres que circulan a toda velocidad o algún automovilista ebrio, no lo atropelle.
"QUE NADIE ME SAQUE DE MI CASA"
Ana María Reyes vive con sus hijos en un cuarto de cartón y pedazos de madera, forrado por dentro con alfombras viejas. El refrigerador, la tele, la cama y los dos burós que tiene han sido regalados.
Todas las noches en los últimos 15 años se va a dormir con una angustia.
“Siempre que me voy a acostar pienso ojalá que no nos vengan a desalojar, que no nos quiten nuestra casa, que no quedemos en la calle mis hijos y yo”, dice.
Ana María ha vivido la mitad de sus años en campamentos irregulares. A los 15, cuando se juntó con su pareja, cuenta, se fueron a vivir al campamento de Santa Catarina, luego a La Antena, estuvo 2 años en el terreno que ahora es el Centro de Mando de la PF hasta que los desalojaron y desde hace 5 años vive en el campamento CAM.
Sus casas siempre han sido como este cuarto, una construcción de desechos por donde se cuela el agua y el frío, por más hules que ponga. De todas sus casas, lamenta, fue desalojada.
“Viviendo aquí se sufre mucho, padece uno de todo. Lo más difícil es que un día nos saquen y no tengamos a dónde irnos, ya vive uno con temor. Vivimos en la calle, siempre me he hecho a la idea de que no tengo casa, estamos en la calle”.
Estudió hasta tercero de primaria y ha trabajado sacando basura en fábricas, en basureros, en la calle. El dinero que gana apenas alcanza para alimentar a los niños, a veces mandarlos a la escuela.
Cuando se le pregunta qué la hace feliz, responde:
“Hace mucho que no estoy feliz, no me acuerdo qué me hace feliz… pues no tener problemas. Me gustaría tener un hogar para mis hijos donde nadie nos corra, poder decir un día ‘esta es mi casa’. Yo no lo he podido decir nunca”.