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Susan Crowley

22/03/2025 - 12:03 am

Lady Macbeth más allá de las cuotas de género

No es un emblema feminista es lo femenino eterno, infinito. Si en Lady Macbeth de Shakespeare la mujer anhela el poder político de los hombres, Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakóvich es el poder del sexo, secuestrado por los hombres, lo que se reivindica, el derecho a ejercer la sexualidad pura, turgente, caótica, pero autónoma.

A todas las ladies, las buenas, las malas, las históricas, las del drama antiguo y las clásicas, las del teatro isabelino y las activistas, hoy la cuota de género las acoge. La lucha social de las mujeres es incuestionable y necesaria. Pero me temo que las acciones de Katerina Izmáilova, Lady Macbeth de Mtsensk de Dimitri Dimitrévich Shostakóvichno necesita justificar su grandeza convirtiéndose, como se anuncia en Bellas Artes, en un reclamo al patriarcado.

Desde que sustituyó a la mujer como centro del conocimiento, el hombre ha dominado en casi todas las sociedades. Delante del sistema patriarcal, la liberación  y la igualdad son una lucha inaplazable. Pero también existen actos reprobables sin que conviertan a una mujer en víctima redentora de su condición. Katerina Izmáilova no es un ser indefenso, no actúa por reclamo ni como revancha, no es una resentida. Es, por el contrario, uno de los símbolo de la barbarie femenina más complejos y mejor representados. Un arquetipo ancestral que vino a reivindicar el poder femenino más allá de los códigos sociales o de la moral. Es esa mujer poderosa, capaz de ejercer su sexualidad incluso delante de la muerte. Pertenece al universo de las diosas que gobernaban al mismo nivel que los hombres. Insatisfecha y rabiosa, tiene un objetivo claro: el gozo de su propio cuerpo.

Se han derramado kilómetros de tinta para contar la historia: después de un éxito arrasador y más de cien representaciones de Lady Macbeth de Mtsensk, Iosif Stalin presencia el primer acto; es suficiente para desatar la rabia de un lobo cruel y vengativo. Se dice que él mismo escribió la crítica en el Pravda. Es implacable. Como un subversivo en contra del Realismo Socialista, se acusa al músico de crear “caos en vez de música”, la ópera se describe como “vulgar, primitiva, cacofónica y llena de música nerviosa y espasmódica”, imposible de seguir en sus atonalidades. Un estilo degenerado, expresionista y subversivo en contra del sistema. Está de más decir que los logros de la revolución se vieron empañados por políticas conservadoras para las que la obra de una mujer liberada sexualmente era una afrenta.

Por menos de esto muchos artistas terminaron fusilados. Comunista convencido envidiado por sus colegas, se convierte en la presa del perverso dictador. Con su equipaje listo, espera cada noche a quien ha de apresarlo y así terminar en el Gulag sino es que fusilado. Pero la vida es peor que la muerte. Destruido, Dimitri Dimitrievich no tiene remedio, con su Quinta Sinfonía exalta al sistema y ofrece un perdón: “la respuesta de un artista soviético a una crítica justa”. Hay algo peor que condenarlo a morir, Stalin juega a llevarlo al límite del pavor. Vigilado, torturando psicológicamente, sometido a interrogatorios inhumanos; es condenado a una vida de insomnio. Al final, debe resignarse; se une al partido comunista y se convierte en el “músico del pueblo” condecorado por un sistema al que detesta. Fumar obsesivamente es un castigo auto impuesto que termina en un cáncer de pulmón que lo mata a los 68 años. El miedo, la humillación y la angustia, el ser juzgado por la historia como un traidor por sus congéneres y cuestionado eterno por el partido, determinó la vida de Shostakóvich. La osada Katerina Izmáilova es una especie de redentora, lo ayuda a exorcizar sus demonios de debilidad y cobardía encarnados en el furioso dictador Stalin.

El libreto de Aleksandr Preiss se basa en un relato de Nicolái Leskov. Fascinó a Shostakóvich y le permitió construir uno de los dramas musicales más potentes de la primera mitad del siglo XX, sólo comparable con las poderosas óperas de Alban Berg. Con una estructura sinfónica, conserva algunas características de la ópera occidental de la época, atonalidad y voz humana como otro instrumento más. Mezcla de expresionismo, vodevil, jazz, cabaré, recuerda en mucho al teatro alemán.

Nuestra heroína es una ignorante campesina casada con Zinovi, el pusilánime hijo del terrateniente Boris. En un ambiente aislado, debe someterse a los designios de la costumbre, servir, servir, servir. Una enorme insatisfacción empieza a permearla en cada poro de la piel. Especie de Madame Edwarda de Georges Bataille que busca en la carne, en el sexo, el gozo y su destino final. Sabe que rompe con lo establecido y que eso tiene como costo su propia vida.  Pero la pulsión puede más que la consciencia. Por qué iba a tenerla si pertenece al mundo sumergido de la pobreza y la ignorancia rusa, aquel en el que la condición humana se somete a todos los pecados, donde los valores establecidos por las clases sociales altas no tienen cabida.

Abandonada por su pusilánime marido y acosada por el déspota suegro; es en Serguéi, un apuesto empleado, en el que encuentra el placer momentáneo. Pero muy pronto se da cuenta de que no es amada. A Katerina el dolor se le cuela en el vientre, es el vacío de un cuerpo sediento de placer. No es una emancipadora ni una activista de su condición. Es una mujer que deja brotar sus pasiones y se rebela. Es poderosa y es capaz de decidir sobre la vida de los demás. Ama y odia con la misma intensidad. Comparable a las heroínas trágicas, una Medea que no busca justificarse. Su seducción rebasa el escenario. Las arias que la soprano debe encarar, son de una fuerza telúrica; nos producen la fascinación necesaria como para acompañar a esta Lady Macbeth en cada una de sus deplorables acciones: envenenar a su suegro, matar a golpes a su marido, suicidarse llevándose con ella a Sonietka, la nueva amante de Serguéi. Su propia muerte es el último placer que le queda, ahogado en un lago congelado en Siberia.

La reivindicación de Katerina Izmáilova es poder gritar a los hombres: “cuidado que yo también tengo instintos y pulsiones”. Sus abismos están cargados de éxtasis y muerte, de sensualidad y lascivia. Shostakóvich sublima su cuerpo concupiscente y lujurioso en Katerina. Considerado un libertino en su vida personal, el artista logra la ansiada libertad en su música y en los placeres del cuerpo. Pudo gozar en Katerina la posibilidad de ejercer el poder que no tuvo en la Unión Soviética. Extirpar el terror que Stalin ejercía en él.

En Bellas Artes las bajas expectativas se rebasan. Una puesta escenográfica que funciona bien para dar paso a las distintas escenas que nos trasladan a un ambiente cinematográfico, el territorio en el que Shostakóvich se movía tan bien. Actoralmente, a los personajes les cuesta seguir el ritmo de la música, lo hacen correctamente pero no logran convencer. La soprano ucraniana Lada Kissy, no tiene el caudal de voz ni la amplitud y capacidad dramática que requiere Katerina, queda en una correcta protagonista sin despeinar sus rubios cabellos que la tienen fascinada y con los que juega hasta la saciedad. Boris (Hernán Iturralde) tiene una voz grave de profunda extensión, pero se pierde constantemente con los embates de la orquesta. Sergei (Sergei Radchenko) nos queda debiendo en cambio Zinovi (Evanivaldo Correa) pone en alto la prestigiosa tesitura de los tenores mexicanos. Una voz cálida, intensa y de matices sorprendentes, lástima que sea un personaje tan secundario. Otra sorpresa es Sonietka (Rosa Muñoz) de una potencia increíble en su registro de mezzo con tintes dramáticos y excelente actriz.

Para poder explorar al espíritu ruso es necesario recurrir a sus artistas. A inicios del siglo XX la efervescencia vanguardista del Constructivismo, del Suprematismo, del Futurismo; los avances en el teatro, la poesía y desde luego el cine de Eisenstein y los músicos encabezados por Shostakóvich. Todos ellos tienen el poder de nombrar ciertas peculiaridades que sólo a ellos pertenecen: la fuerza primitiva, la intimidad, la furia, la religión, el dogma, el éxtasis. El alma rusa es metafísica y es un alocado e inaprensible carácter que habita en los sitios lejanos de esa estepa inescrutable, en el frío e inhóspito de Siberia.

No es un emblema feminista es lo femenino eterno, infinito. Si en Lady Macbeth de Shakespeare la mujer anhela el poder político de los hombres, Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakóvich es el poder del sexo, secuestrado por los hombres, lo que se reivindica, el derecho a ejercer la sexualidad pura, turgente, caótica, pero autónoma.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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