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Jorge Javier Romero Vadillo

20/03/2025 - 12:02 am

Y sigue siendo el Estado

En el horizonte no se vislumbra ni voluntad ni capacidad de romper el ciclo de violencia, ni de sentar las bases para un país donde el derecho prevalezca sobre la barbarie. Peor aún, la fragilidad institucional enfrenta ya una amenaza externa que no es hipotética: Trump está en la Casa Blanca y embiste con la furia de quien no tiene frenos ni escrúpulos.

Y sigue siendo el Estado.
Integrantes del Colectivo Memoria, Verdad y Justicia del puerto de Acapulco y Chilpancingo se unieron a la Vigilia y Luto Nacional por las víctimas del rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco. Foto: Dassaev Téllez Adame.

Las fosas comunes se han vuelto parte del paisaje mexicano. No hay sorpresa ni conmoción real, sólo una resignación insana ante la rutina del horror. Ahora, el rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, entra al inventario de los campos de exterminio, casi un eufemismo para lo que en cualquier otro lugar sería reconocido como crimen de lesa humanidad. Los detalles sobran: más de mil 300 objetos personales hallados, hornos crematorios, fragmentos óseos calcinados. Un escenario propio de una guerra civil no declarada, donde la violencia estatal y la privada se confunden, las atrocidades se cometen en todos los bandos, las autoridades oscilan entre la complicidad y la impotencia, y la política de seguridad federal ha carecido de otro rumbo que no sea la militarización. Una realidad sangrienta y abigarrada, en la que nadie parece tener claro qué está sucediendo ni quién tiene realmente el control.

Tras la tragedia de Iguala en septiembre de 2014, cuando desaparecieron los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, muchos clamaron "¡Fue el Estado!". En ese entonces, la consigna me parecía simplona, pues se utilizaba para culpar directamente al Gobierno de Peña Nieto y, al mismo tiempo, parecía diluir la responsabilidad de los perpetradores materiales. Sin embargo, la frase siempre tuvo un adarme de verdad: la crisis de violencia, desapariciones, homicidios y extorsiones que vive México es resultado de la debilidad endémica del Estado.​

Esta debilidad se debe a un carácter patrimonialista y a la captura del Estado como botín, donde agentes de todos los niveles, desde los municipios, se convierten en vendedores de protección y negociadores de la desobediencia de la Ley. En ese contexto, la prohibición de las drogas ha permitido a las organizaciones criminales acumular recursos descomunales, reclutar ejércitos y adquirir armas para capturar territorios y comprar complicidades.

Con estructuras también militarizadas, los cárteles han adquirido la capacidad de controlar territorios e imponer su propia exacción sobre amplios sectores de la economía legal, además de dominar diversos mercados clandestinos, como el tráfico de personas y el de armas, además de todo tipo de contrabando. Muchas zonas del país viven en los tiempos de Los bandidos de Río Frío o de Astucia, sólo que con niveles de crueldad equivalentes al de las guerras de exterminio de la ex Yugoslavia, de Ruanda o de Sudán, con la única diferencia de que nadie se envuelve en banderas ideológicas o raciales.​

Las bandas criminales han adoptado métodos de reclutamiento similares a las levas militares, y sus técnicas de exterminio parecen copiadas de las utilizadas por las fuerzas armadas de América Latina durante las operaciones de guerra sucia. No es casual que las matanzas y desapariciones se hayan vuelto más frecuentes a partir de la irrupción de Los Zetas, grupo cuyos fundadores fueron desertores del ejército y excombatientes de la contrarrevolución guatemalteca de la década de los ochenta.​

En lo que va del siglo, se han documentado atrocidades tanto de las fuerzas de seguridad del Estado como de las organizaciones criminales, aunque, con demasiada frecuencia, las fronteras entre ambas resultan difusas. Mientras algunas masacres son adjudicadas de inmediato a los cárteles, otras, como la ejecución de cinco jóvenes en Tamaulipas el 26 de febrero de 2023, llevan la firma de efectivos militares. La distinción entre violencia estatal y privada se desdibuja en un país donde, como recuerda cotidianamente Jacobo Dayán, se cometen crímenes de lesa humanidad con total impunidad. En ocasiones, las ejecuciones y las desapariciones se atribuyen a un bando cuando bien podrían haber sido perpetradas por el otro. Más que una guerra entre el Estado y el crimen organizado, el escenario parece una red de colusión e intereses compartidos, donde con abrumadora frecuencia las víctimas las pone la población inerme.

La debilidad del Estado para ejercer control territorial y la fortaleza adquirida por las organizaciones criminales gracias a las enormes ganancias obtenidas por la prohibición de las drogas han generado un círculo vicioso de violencia y corrupción. No es sólo la falta de estrategia. Es la contrahechura congénita del Estado, diseñado más para la extracción patrimonial que para la provisión de bienes públicos. Es su captura por grupos mafiosos disfrazados de políticos, que convierten la violencia en un recurso de poder antes que en un problema que deba resolverse. Es la incapacidad de las élites para construir un consenso social que permita la reconstrucción de un orden legítimo.

Sin una voluntad real de reformar las instituciones sobre un amplio consenso nacional y sin una clase política dispuesta a someterse a las reglas de un Estado de derecho funcional, la violencia seguirá siendo el instrumento por excelencia del gobierno y de sus adversarios. La ciudadanía, atrapada entre la simulación y la inepcia, por un lado, y la voracidad criminal, por el otro, sigue sometida a la indefensión y la desconfianza.

El Estado no es una abstracción etérea; es un espacio de poder ocupado por personas de carne y hueso, responsables de su descomposición y, en teoría, también de su reconstrucción. Recomponerlo requeriría un acuerdo nacional que trascienda las diferencias políticas e ideológicas, pero nada apunta en esa dirección. Felipe Calderón desató el caos con su guerra sin estrategia; Enrique Peña Nieto permitió que la ineptitud institucional lo convirtiera en un rehén de las circunstancias; Andrés Manuel López Obrador consolidó el deterioro con su populismo divisivo y su condescendencia cómplice ante el crimen organizado. Ahora, Claudia Sheinbaum se aferra a la misma inercia, incapaz de plantear una estrategia real para reformar un Estado que se cae a pedazos. Todo lo que no encaje en su narrativa es considerado conspiración, mientras la realidad se impone con una violencia que no entiende de discursos. Sin un plan claro para recuperar el control territorial, desmantelar las estructuras criminales y reconstruir la legitimidad de las instituciones, que pase por reconocer que la estrategia de prohibición de las drogas es una necedad, la crisis solo se profundizará.

En el horizonte no se vislumbra ni voluntad ni capacidad de romper el ciclo de violencia, ni de sentar las bases para un país donde el derecho prevalezca sobre la barbarie. Peor aún, la fragilidad institucional enfrenta ya una amenaza externa que no es hipotética: Trump está en la Casa Blanca y embiste con la furia de quien no tiene frenos ni escrúpulos. Un Gobierno débil, sin estrategia ni legitimidad real, no sólo será incapaz de resistir la embestida, sino que probablemente ceda sin dar la menor batalla. Entre la descomposición interna y la ofensiva externa, México se encuentra en su punto más vulnerable, con un Estado erosionado, una clase política extraviada y un futuro cada vez más sombrío.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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