Rubén Martín
26/01/2025 - 12:03 am
El nuevo Destino Manifiesto y resistencias al imperialismo
Ahora Trump parece saltarse esa red de acuerdos tejidos en la segunda mitad el siglo XX y lanzarse directamente por los territorios o recursos que consideren prioritarios para sus objetivos de expansión y crecimiento.
Hay pasajes del discurso de toma de posesión de Donald Trump el pasado 20 de enero, en su segundo mandado como Presidente, que provocan escalofríos. Clara y burdamente está anunciando un nuevo periodo de expansionismo a expensas de otras soberanías y proclamación insultante del excepcionalismo estadounidense como el pueblo y nación elegidos por Dios, y una amenaza de perseguir el “Destino Manifiesto”, que implican claramente riesgos para otras naciones. En lo que puede llamarse el nuevo destino manifiesto, Donald Trump está anunciando, sin medias tintas, una nueva era imperialista para Estados Unidos.
Digo nueva era porque la historia nos enseña que Estados Unidos es hoy la nación poderosa que es y la potencia hegemónica (todavía) en el moderno sistema-mundial capitalista, gracias que arrebató, despojo, invadió, colonizó e hizo la guerra con otros pueblos y territorios (México, en primer lugar) para llegar a extenderse continentalmente desde la costa Este del Atlántico hasta la costa del Pacífico. Es gracias a esta expansión colonialista e imperialista que las clases gobernantes y ricas de Estados Unidos se convirtieron en la potencia mundial actual.
Como han hecho otras potencias, disfrazaron o intentaron justificar las guerras y despojos mediante las que se expandieron, con una ideología. La de Adolf Hitler era la ideología del “espacio vital” con la que Alemania justificaba su ampliación y anexión de territorios y naciones del este de Europa.
La ideología expansionista e imperialista de Estados Unidos comenzó a formularse apenas décadas después de independencia. En 1803, el Presidente James Monroe expresó que las esferas de influencia del Nuevo y Viejo Mundo tenían intereses separados, por lo que exigía que las potencias europeas no se entrometieran en los asuntos del nuevo continente. Es la doctrina simplificada con el “América para los americanos”. Aunque en ese momento los Estados Unidos estaban lejos de ser la potencia que son ahora, desde muy temprano se arrogaron el derecho de apropiarse geopolíticamente de toda América como su área de influencia. Sin el consentimiento expreso del resto de la naciones americanas.
Dos décadas después, y luego de hacerse de los territorios de Luisiana y Florida, a expensas de Francia y España, la clase gobernante del país del norte comenzó a articular la llamada doctrina del Destino Manifiesto. Fue el periodista John L. O'Sullivan, quien publicó en 1845 que “el cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno”. Así lo hicieron a expensas del los pueblos originarios del Oeste americano y de los territorios que pertenecían a México con la guerra de 1846-1848: Texas, California, Nuevo México, Arizona entre otros. Fueron más de más de dos millones de kilómetros cuadrados arrebatados a México, más del territorio nacional.
Posteriormente otros presidentes volvieron a justificar el supuesto “Destino Manifiesto” como justificación para las intervenciones de Estados Unidos, ahora prácticamente en todo el mundo, no sólo en América. En 1920, el Presidente Woodrow Wilson tras la Primera Guerra Mundial justificó esta doctrina con el siguiente argumento: “Yo pienso que todos nosotros comprendemos que ha llegado el día en que la Democracia está sufriendo su última prueba. El Viejo Mundo simplemente está sufriendo ahora un rechazo obsceno del principio de democracia [...]. Éste es un tiempo en el que la Democracia debe demostrar su pureza y su poder espiritual para prevalecer. Es ciertamente el destino manifiesto de los Estados Unidos de realizar el esfuerzo para que este espíritu prevalezca”.
La victoria de Estados Unidos tanto en la primera como en la segunda Guerras Mundiales la consolidaron como la primera potencia del capitalismo contemporáneo. Después de la segunda, la clase gobernante estadounidense impuso su hegemonía mediante tratados regionales (OTAN, OEA, ANSEA, etc.), y un despliegue militar con soldados y bases en 153 países del mundo.
Pero ahora Trump parece saltarse esa red de acuerdos tejidos en la segunda mitad el siglo XX y lanzarse directamente por los territorios o recursos que consideren prioritarios para sus objetivos de expansión y crecimiento. Lo hace convertido él mismo en el centro de esta encomienda divina: “Fui salvado por Dios para hacer que Estados Unidos volviera a ser grande”, y en su discurso de toma de posesión reitera el discurso de la excepcionalidad del pueblo estadounidense. “Nuestros antepasados americanos convirtieron un pequeño grupo de colonias en el borde de un vasto continente en una poderosa república de los ciudadanos más extraordinarios de la Tierra. Nadie se le acerca […] Seremos una nación como ninguna otra, llena de compasión, coraje y excepcionalidad”.
Es un discurso, una ideología, extremadamente peligrosa porque encubre sus objetivos e intenciones colonialistas e imperialistas, tras un mandato divino. Ya sabemos lo que ha pasado con otros Estados y clases gobernantes que creen que su pueblo es el elegido, es excepcional. Nos lo enseñó Adolf Hitler con su intento de expandir los intereses de Alemania en su espacio vital, exterminar a los no arios y construir el Tercer Reich.
El discurso y las intenciones de Trump son un peligro para el mundo. Lo dijo abierta y descaradamente: “Estados Unidos pronto será más grande, más fuerte y mucho más excepcional que nunca […] Estados Unidos volverá a considerarse una nación en crecimiento, una nación que aumenta su riqueza, expande su territorio, construye sus ciudades, eleva sus expectativas, y lleva su bandera a nuevos y hermosos horizontes. Y perseguiremos nuestro destino manifiesto hacia las estrellas, lanzando astronautas estadounidenses para plantar la bandera de las barras y estrellas en el planeta Marte”.
Ya ha pedido a Canadá que se anexione como otro estado de la Unión, ha amenazado con quedarse con Groenlandia y volver a tomar el control del Canal de Panamá. Sobre México pende la amenaza de intervenciones (a distintas escalas) con el pretexto de combatir a los cárteles del crimen organizado. Sí, son mensajes que provocan escalofríos. Pero como ha sido la historia de todas las potencias mundiales, su hegemonía no dura para siempre y ahora el imperialismo estadounidense está en su fase declinante.
Al asumir la Presidencia, parece que Trump llega con un poder avasallante, al que difícilmente se le pueden oponer límites. Pero nunca la dominación se reproduce sin la resistencia de los dominados. En este caso habrá resistencias al proyecto del nuevo destino manifiesto de Trump desde varios frentes. Por un lado las respuestas geopolíticas de las otras naciones que disputan la hegemonía estadounidense: China, Rusia e India en primer lugar, luego otros actores geoestratégicos como Irán, Brasil y Turquía.
Pero las resistencias más importantes serán las que se organicen desde la sociedades desde abajo. Por un lado la propia sociedad estadounidense que no quiere el proyecto de Gobierno derechista o fascista, de un capitalismo oligárquico entregado a un puñado de los hombres más ricos del mundo (entre ellos el nazista Elon Musk), y que se propone revertir los derechos de minorías y distintos sectores ganados tras 50 años de luchas sociales. Y están las resistencias de los pueblos de América Latina que tienen una larga tradición de experiencia política enfrentado el imperialismo estadounidense. Desde estas resistencias se construirá la principal batalla contra el nuevo destino manifiesto trumpista. Si queremos cambiar para mejor este mundo, tendremos que lidiar con este imperialismo declinante, pero todavía muy peligroso.
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