Author image

Sara Hidalgo

23/01/2025 - 12:01 am

De vuelta al Destino Manifiesto

La idea del Destino Manifiesto fue el lubricante que reconcilió a la ideología liberal y democrática de los padres fundadores con la agresiva política imperial que caracterizó a Estados Unidos durante el siglo XIX.

La idea del Destino Manifiesto fue el lubricante que reconcilió a la ideología liberal y democrática de los padres fundadores con la agresiva política imperial que caracterizó a Estados Unidos durante el siglo XIX.
Donald Trump, Presidente de Estados Unidos, firma órdenes ejecutivas el día de su investidura. Foto: X @WhiteHouse

Ante el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, los analistas han señalado lo que pareciera una paradoja en su postura frente al resto del mundo: la coexistencia de una política aislacionista, renuente a involucrarse en conflictos internacionales y a participar en organismos multilaterales, con un agresivo expansionismo que amenaza con anexar Canadá, con retomar el control del Canal de Panamá, con comprar Groenlandia, con rebautizar el Golfo de México como Golfo de América, y con utilizar la fuerza militar contra sus aliados para impulsar su agenda.

El mensaje que Trump mandó en su primer día de Gobierno profundiza esta contradicción. Entre la ráfaga de órdenes ejecutivas que firmó el 20 de enero están, por un lado, las decisiones de retirar a los Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), creada en 1948 como la agencia de las Naciones Unidas especializada en promover la salud pública a nivel global, y del Acuerdo de Paris, negociado en 2015 para limitar el cambio climático. Por el otro lado, en su discurso inaugural encontramos claros tintes expansionistas. No sólo reiteró su compromiso con retomar el Canal de Panamá, sino que abiertamente vinculó la grandeza de Estados Unidos a un proyecto de expansión: “Estados Unidos se considerará una vez más una Nación en crecimiento – una que aumenta su riqueza, expande su territorio, construye sus ciudades, eleva sus expectativas y lleva su bandera hacia nuevos y hermosos horizontes”.

Una mirada hacia la historia de Estados Unidos, sin embargo, muestra que la contradicción entre estas dos posturas es sólo aparente. A lo largo del siglo XIX, y al mismo tiempo que se oponía al intervencionismo europeo en América por medio de la famosa Doctrina Monroe (1823), Estados Unidos se embarcó en una agresiva política de expansión territorial cuyo objetivo fue adquirir el control de este a oeste del continente norteamericano. Durante mucho tiempo predominó la idea de que este expansionismo fue relativamente pacífico, basado en la ocupación de tierras supuestamente "vacías" o en la compra de territorios, como la Luisiana a Francia o Alaska a Rusia. Pero una historiografía cada vez más robusta ha mostrado que este proyecto dependió del uso contundente de la fuerza militar, tanto contra comunidades orignarias, que habitaban en las tierras supuestamente “vacías”, como contra países vecinos cuyos territorios codiciaban.

Esta, por supuesto, es una historia que los mexicanos conocemos bien. Pero la guerra México-estadounidense de 1846-1848 no fue una anomalía dentro de un país aislacionista, sino una estrategia sistemática que Washington utilizó para hacerse de grandes extensiones de tierras perteneciente a comunidades indígenas, así como de territorio británico en Canadá (1812), y español en Filipinas y Cuba (1898), desatando guerras con ambas potencias imperiales.

La idea del Destino Manifiesto fue el lubricante que reconcilió a la ideología liberal y democrática de los padres fundadores con la agresiva política imperial que caracterizó a Estados Unidos durante el siglo XIX. Aunque el término lo acuñó un periodista en 1845 para justificar la anexión de Texas a la Unión, las ideas que definieron este proyecto estuvieron presentes desde mucho antes, y se basaban en la noción de que Estados Unidos tenía el derecho divino de expandirse hacia el oeste— explotando las riquezas de esos territorios—en virtud de la superioridad de su gente, de sus instituciones y de sus leyes.

Esta idea se sustentaba abiertamente en la supuesta superioridad de la “raza blanca americana” sobre la mestiza, indígena e hispana de México; sobre las comunidades originarias que habitaban más allá de “la frontera”; sobre los afroamericanos, llevados de forma forzosa para trabajar como esclavos; y sobre la oleada de migrantes chinos que llegaba a América. Bajo los preceptos del Destino Manifiesto, Estados Unidos expandiría su concepto de libertad y democracia por el continente al tiempo que incrementaría las riquezas del país y de su gente.

Sin embargo, estos beneficios serían disfrutados únicamente por la estrecha parte de la población concebida como ciudadanos plenos: aquellos varones blancos, de origen europeo, y preferentemente protestantes. (Los europeos de origen católico, aunque ciudadanos de segunda clase, tenían la posibilidad de redimirse). De hecho, vale la pena recordar que con la bandera estadounidense llegaron no sólo las instituciones virtuosas de la democracia liberal, sino también la esclavitud (y, tras su abolición, la segregación racial). La historia demuestra que las ambiciones imperiales de Estados Unidos surgieron en la convergencia de las promesas de beneficios económicos, la aspiración a la grandeza nacional y las convicciones de superioridad racial.

Si bien la noción de Destino Manifiesto nunca desapareció por completo de la política estadounidense, el término se asoció cada vez más a una política exterior imperialista ante la cual varios presidentes norteamericanos—notablemente Woodrow Wilson—se opusieron desde principios del siglo XX. A partir de entonces, y sobre todo en el periodo de la segunda posguerra, Washington prefirió enmarcar el “excepecionalismo americano” como uno que conllevaba una enorme responsabilidad a nivel global: primero, la de de “guiar” al mundo libre frente a la amenaza del comunismo y, después de la caída del muro de Berlín, la de exportar las instituciones democráticas y el libre mercado al resto del mundo. Sin duda, este discurso encubría una buena dosis de condescendencia, racismo e interés nacional. Sin embargo, al pretender proyectar un liderazgo más responsable y solidario, las autoridades en Washington evitaron emplear el lenguaje de dominación por la fuerza que tradicionalmente se asociaba con el concepto de Destino Manifiesto.

Este fue uno de los muchos consensos que la llegada de Trump terminó de desmantelar. En su discurso inaugural, el Presidente prometió perseguir “nuestro destino manifiesto hacia las estrellas”, haciendo referencia a la ambición, abrigada por Elon Musk, de colonizar el planeta Marte. Desde un punto de vista histórico, la renuncia trumpiana a los organismos internacionales es totalmente compatible con su proyecto de expansión económica, territorial y militar. Lamentablemente, Trump no sólo intenta resucitar la política imperialista que dominó en Estados Unidos durante casi un siglo; también está empeñado en restringir, utilizando criterios raciales, étnicos y culturales, la definición de quién está incluido en la comunidad política estadounidense—es decir, de quiénes son aquellos que tienen derecho a decidir sobre el futuro del país, a ejercer los derechos resguardados en la Constitución y a beneficiarse del dinamismo económico de la Nación.

Sara Hidalgo
Sara Hidalgo es Profesora-Investigadora en la División de Historia del CIDE. Es licenciada en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y doctora en Historia por la Universidad de Columbia, Nueva York. Su trabajo se centra en la historia social, política y cultural del México moderno, con un interés particular en la historia del trabajo, de la salud y del acceso efectivo a los derechos de ciudadanía.

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Lo dice el Reportero

Opinión

Opinión en video