Susan Crowley
18/01/2025 - 12:03 am
El nuevo imperialismo
"Dinamarca es uno de los países que se ostenta hoy como uno de los más civilizados".
Uno de los mejores pabellones de la pasada Bienal de Venecia fue el de Dinamarca. Se le otorgó al artista groenlandés Inuuteq Storch. Rise of the Sunken Sun, rememoró a la bandera de su país: un círculo rojo saliente y a la vez hundido en la tierra; es claramente un acto de perdón por años la colonización danesa. La exhibición del pabellón fue collage de fotografías en la que Storch nos adentra en su universo. Imágenes captadas por él y que nos permiten conocer un entorno actual y las consecuencias de ser colonia, vivir en el asedio capitalista y en la provocación consumista, se mezclan con otras antiguas que fue recolectando en sus viajes por Groenlandia. Cada una es una declaración: el tiempo para los habitantes de Kalaallit Nunaat (tierra verde), es distinto al que marcan los relojes y la ambición occidental. Un diario que expresa un sentimiento y que muestra la belleza mesurada, auténtica; a veces cruda, otras dolorosa. Eso son los inuit.
Conocidos erróneamente como esquimales, inuit quiere decir la gente. Habitan las zonas árticas del norte, Canadá, Alaska, Siberia y Groenlandia. Por desgracia, presas de la vorágine del capitalismo, primero de Dinamarca y ahora peor, de los Estados Unidos de Donald Trump.
Los inuit caminaron desde Siberia a Alaska, cruzando el estrecho de Bering; se fueron expandiendo hasta llegar a Groenlandia, hace 2 mil 500 años. Muchas de las tribus no resistieron las terribles condiciones de vida, y desaparecieron. Los Thule, es el grupo más conocido. De constitución adaptada a ese difícil medio, son pequeños de estatura y de piernas cortas para poder conservar el calor en sus cuerpos. Sus ojos rasgados y sus pestañas pesadas, los protegen de los intensos rayos de sol.
Viven en una permanente fragilidad que, curiosamente, ha sido su fortaleza. El frío, el aislamiento, la falta de infraestructura, las condiciones en las que deben proveerse de alimentación y vivienda. No importa el progreso del mundo, ellos se constituyen socialmente como tribus. Algunos siguen siendo nómadas, con una movilidad sorprendente que depende de las estaciones. Otros se han establecido en pequeñas y rudimentarias poblaciones incomunicadas unas de otras. La economía de los inuit se basa en la pesca de ballena y del caribú principalmente.
Su vida no es para planearse a largo plazo. La sobrevivencia diaria es su máxima meta. A pesar de ello, o tal vez por esa razón, su comprensión del tiempo es otra. Viven envueltos en mitos donde las cosas ocurren siempre, en el centro de un imaginario que teje relatos que los acompañan a lo largo del día, y que en ciertos momentos revelan infinitos. Sus narraciones se ocultan en los intersticios donde habita el misterio y en un horizonte que no parece tener límites. Contra todo, los inuit son privilegiados, su sabiduría se teje de la experiencia inmediata y mezcla la práctica con la belleza. Son grupos unidos delante de la inexplicable naturaleza que los obliga a protegerse entre ellos, a compartirlo todo, a rechazar el egoísmo.
Los viejos son los sabios que dan consejos, que cuentan historias. Los jóvenes aprenden de ellos. Generación tras generación cada inuik (persona) adquiere una forma de conocimiento que lo acompañará y lo convertirá en un propagador de su cultura. Sus principios religiosos son animistas y chamanistas. Los animales tienen alma y cuando son cazados se debe celebrar un ritual, así los acompañarán al mundo de los muertos. Hay un cielo y un infierno y quien muere transmuta parte de su alma en los recién nacidos.
Mientras los hombres salen a cazar, las mujeres cuidan su axis mundi. Sitio de reunión, el hogar es donde siempre se guardará con celo la vida familiar. Se trata de un iglú o, si acaso, una pequeña construcción de madera. Mientras tejen y bordan sus telas, enseñan a los niños a seguir sus tradiciones. Su arte es la representación de animales y seres míticos hechos de madera y huesos, en sus bordados desbordan sus anhelos, sus miedos convertidos en monstruos y sus ángeles protectores. También curten las pieles del caribú que dicen en sus leyendas fue enviado por los dioses para alimentar al pueblo. Su carne se come, su piel se convierte en vestidos y en muebles. Con ella forran su entorno para guardar el calor. Las mujeres son capaces hasta de elaborar kayacs que sirven a los hombres para salir a pescar.
Dinamarca es uno de los países que se ostenta hoy como uno de los más civilizados. Copenhague, su capital, está considerada como una de las mejores ciudades para vivir; se habla de la educación, amabilidad y buen humor de los daneses. Pero no todos saben sobre el oscuro pasado que tuvieron como imperio. Un asunto que sería irrelevante ante la crueldad de portugueses, belgas, alemanes, holandeses, ingleses, y sabemos que también españoles. Aunque estos insistan en que no deben pedir perdón.
El imperio colonial danés existió desde el siglo XIII y en su asociación con Noruega abarcó regiones como Groenlandia y cierta parte de Islandia. Para el siglo XVII se había extendido a África, el Caribe y la India. Se caracterizó por el mal trato a los esclavos y su comercio descomunal. Después de tener que vender y perder la mayoría de sus territorios colonizados, solo restó Groenlandia a la que cedió su libertad en 1953 considerándola como una región autónoma y condado danés.
En un artículo de El País, Antonio Jiménez Barca narra cómo, en los años cincuenta, más de veinte niños inuit fueron arrancados de sus familias y obligados a emigrar a Dinamarca. La idea era que aprendieran danés y se formaran en esa cultura para después modernizar Groenlandia. Resultó un fracaso. Desarraigados, se convirtieron en parias, alcohólicos y mendigos. Dinamarca ha pedido perdón por ello a los sobrevivientes que a estas alturas son ya unos ancianos. No menos terrible es el Caso espiral cuyo objetivo era controlar la demografía. Sin autorización, miles de niñas inuit fueron esterilizadas y a otras se les colocó un doloroso dispositivo intrauterino. Los pescadores no tuvieron mejor suerte. Con el pretexto de mejorar sus condiciones, más bien para poder controlarlos y explotarlos, fueron reubicados abandonando sus tierras de origen. La mayoría no resistió el cambio y cayó en desgracia. Como condado de Dinamarca, Groenlandia recibió algunos beneficios como derechos a la salud y educación. Pero aún sigue habiendo una brecha infranqueable entre un joven danés y uno groenlandés. Especialmente los inuit.
Una paradoja más es la riqueza de recursos. Petróleo, gas, oro, hierro y los nuevos minerales que están sirviendo para las baterías de autos eléctricos, despiertan el apetito de los norteamericanos que están disponiéndose a negociar su dominio o tal vez inaugurar una nueva era imperialista.
¿Cuánto puede durar esta riqueza en manos de una explotación depredadora?
Ni Dinamarca ni Estados Unidos han sido respetuosos en su afán de expandirse. No puedo olvidar una fotografía tomada a Trump en su primer periodo como Presidente durante los tratados con Alaska para extracción de petróleo y la construcción de un gasoducto. En la difundida imagen de prensa, un grupo inuit lo rodeaba. La expresión aparentemente triunfadora de cada uno, fue como un anuncio apocalíptico. Inyectados de ambición y como si hubieran sido lobomotizados por el ambicioso político, que no cree en el calentamiento global y la crisis ambiental, pero sí en su poder. Y que ahora viene por más.
Lejos de estos hombres quedaban las sabias enseñanzas, el respeto a sus tierras. Pero a cambio de eso recibirían mucho dinero. Frente a un paisaje que soporta y se hunde en la incertidumbre, los rituales continuarán, la madre tierra resiste. Mientras sus cantos antiguos acompañados del tambor y la esperanza se siguen escuchando en las noches eternas, las costumbres ancestrales de una cultura que se niega a desaparecer acompañan el día a día de los inuit y les da el coraje para sobrevivir ante la espeluznante maquinaría de la modernidad y el capitalismo.
@Suscrowley
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