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Héctor Alejandro Quintanar

10/01/2025 - 12:05 am

Muere el fascista Le Pen, pero no muere el fascismo

"Los dichos de Le Pen no sólo fueron tontos, sino muy reveladores, porque retratan de cuerpo entero que el problema central del fascismo no es sólo la ignorancia, sino el negacionismo de la realidad, que es algo mucho peor".

El 29 de junio de 2006, el señor Jean Marie Le Pen, líder de la organización postfascista Frente Nacional en Francia, escupió un exabrupto estridente, porque dijo que la selección francesa de futbol, que en ese momento disputaba la Copa Mundial en Alemania, tenía demasiados jugadores negros y que por eso muchos franceses no se sentían representados por ella, además de insinuar que no habría un buen papel de ese equipo en esa contienda.

Los dichos de Le Pen no sólo fueron tontos, sino muy reveladores, porque retratan de cuerpo entero que el problema central del fascismo no es sólo la ignorancia, sino el negacionismo de la realidad, que es algo mucho peor. Los hechos estaban a la vista: la selección francesa de ese mundial no sólo contó con apoyo unánime en su país, sino que su desempeño en la competencia fue notable, pues ese equipo, entre comillas, “lleno de jugadores de color”, llegó a la final y la perdió en penales, en un tenso partido ante Italia.

Pero la historia no acaba ahí. Le Pen también ignoraba en ese momento de 2006, que el mejor papel de la selección francesa en la historia había sido en 1998, con una escuadra multiétnica donde, liderada por jugadores afrodescendientes como Marcel Desailly o Lilian Thuram, se coronaron campeones del Mundo por primera vez. Con esos datos incontrovertibles, ¿de dónde sacaba Le Pen que Francia no llegaría lejos porque “había muchos jugadores de color”? La única fuente del líder postfascista francés era la estupidez voluntaria, esa actitud esencial en los fascistas, que suelen simplemente cerrar los ojos o voltear a otro lado cuando los hechos incuestionables ponen en jaque a sus dichos, cosa que pasa todo el tiempo.

Viene a cuento esta anécdota porque el siete de enero pasado murió Jean Marie Le Pen, a la edad de 96 años, con la longevidad de la mala hierba, y tras poco más de medio siglo de haber fundado el Frente Nacional en 1972, grupúsculo político en Francia que enarbola, sin más, las posturas clásicas de los movimientos reaccionarios. No era cosa menor, menos aún en un país que, en el tránsito del Siglo XVIII al XIX, fue el escenario de los primeros movimientos contrarrevolucionarios, de cortes monárquicos, religiosos fanáticos y xenófobos que, con personajes como Charles Maurrás a la cabeza, se convirtieron en precursores del prefascismo europeo, cuya herencia llegaría al paroxismo desquiciado en el Siglo XX con las figuras de Mussolini y Hitler.

Le Pen encarnaba esa visión supremacista y violenta del mundo, y se tornó en una figura heredera de los prejuicios más destructivos, como el racismo, al tratarse de un judeófobo e islamófobo cínico, que, fiel a la anti-ilustración que caracteriza a los fascistas, negaba el holocausto de forma sistemática y reducía la gravedad de los crímenes de los nazis, como los campos de exterminio, bravata tan frecuente y grave en Le Pen, que incluso lo llevaría a que su propio partido lo expulsara de sus filas, a pesar de estar conformado por petimetres sectarios y fanatizados, como la propia hija de Le Pen, Marine, debido a que lo consideraron un lastre provocador en tiempos donde el post-fascismo se tiene que adaptar, muy a su pesar, a las lógicas electorales.

La muerte de Le Pen pone de nuevo la pregunta en el aire: ¿qué caracteriza al fascismo? No es ocioso responderla, porque ningún fenómeno histórico, sobre todo uno tan prolongado y destructivo, tiene una desaparición absoluta, así sus facetas más destructivas se hayan circunscrito a la primera mitad del Siglo XX.

Al fascismo lo distingue una visión supremacista de la sociedad, el anticomunismo, la violencia organizada y la abierta propensión a la dictadura. Los fascistas de la historia han solido ponderar la primacía de algunos grupos por encima de otros, casi siempre por condiciones o rasgos no escogidos -como origen étnico, origen nacional, origen de clase o género-, y se abrogan el derecho, e incluso la necesidad, de desplazar o destruir a los grupos, entre comillas, esencialmente “inferiores”.

De ahí que los fascistas hayan sido la forma más rabiosa de anticomunismo, dado que se oponían a la visión igualitarista distintiva de las izquierdas; y ponderaran una devoción por el belicismo presuntamente viril, luego de tener como enemigos mortales a los pacifistas que se oponían a la primera Guerra Mundial, lapso donde siempre encarnaron un proyecto político antiliberal y antidemocrático que, de forma abierta, ponderaba la construcción de un sistema dictatorial y la destrucción violenta de sus adversarios internos y un expansionismo imperialista hacia afuera; como lo hizo Hitler en el este europeo, como lo hizo Mussolini en Etiopía, y como lo pretendía el franquismo en el norte africano.

Es importante que se haga la distinción entre los fascistas y los post-facistas, porque, como señalan Federico Finchelstein y Enzo Traverso, para que haya fascismo es necesario que haya una dictadura, y la condición post-fascista de las ultraderechas contemporáneas (como la que lideró Le Pen), no sólo alude a que fueron fundadas de manera ulterior a 1945, sino que, pese a su contenido ideológico elitista, violento y sectario, se han tenido que ceñir a las reglas de la competencia electoral. Son, así, partícipes de una cancha democrática con ideas antidemocráticas.

El peligro que encarnan es explícito y destructivo. De ahí que términos como fascismo nunca tendrían que banalizarse, como hacen muchas voces públicas mexicanas, que, con base en vaguedades absurdas, califican de “fascistas” a todas aquellas cosas que no entienden, como hizo un personaje de nombre Mauricio Merino en días recientes en el periódico El Universal, al acusar “fascismo” en López Obrador y Claudia Sheinbaum, y con ello cometió no sólo un gravísimo error conceptual, sino una brutal falta de respeto a las víctimas reales del fascismo. Y sobre todo cuando hay actores políticos en México que, voluntaria o involuntariamente, reproducen la intolerancia post-fascista, como el “Frente Nacional por la Familia” que, fundado en México en 2016 y usurpando el nombre de la organización de Le Pen, se dedica a exacerbar la homofobia y a combatir los derechos reproductivos de las mujeres.

Si Merino quiere encontrar rasgos fascistoides en México, debe buscarlos en grupúsculos así o en entes como FRENAA o los círculos neonazis vinculados al PAN de Jalisco o el Estado de México, que hasta hace poco llevaban al escritor hitleriano Salvador Borrego, antes de que éste muriera, a las charlas formativas de sus cuadros juveniles.

La muerte de Le Pen implica asomarse a su biografía, donde figuró como el primer peligroso posfascista en la Europa del Siglo XXI en llegar a una segunda ronda presidencial, cuando compitió en Francia en 2002 contra Jacques Chirac. Y, asimismo, debe observarse que su inicio en la vida política se dio como un exacerbado combatiente a favor del colonialismo francés en Argelia e Indochina, países que, con todo el derecho de independizarse, marcaron con su victoria el rencor del fascista francés, quien vivió el resto de su vida rumiando la nostalgia expansionista de una Francia imperialista que perdía terreno ante el ascenso de legítimas luchas de resistencia en África y Asia.

Desafortunadamente, no podemos retomar el dicho de que muerto el perro se acaba la rabia, porque la muerte de Le Pen no implica el fin de sus ideas. No sólo porque la agrupación que fundó hoy es, por desgracia, una fuerza política nada marginal en Francia, sino porque, aun antes de tomar posesión, un energúmeno como Trump expone bravatas caducas, al pretender que su proyecto implica expandir el dominio estadunidense a regiones como Canadá o Groenlandia. El discurso de fascistas y postfascistas podrá cambiar de tono, pero no de intenciones. De nosotros depende demostrarles que, sin embargo, ya no están en el mismo escenario y que sus bravatas se quedarán en meras intenciones malsanas y en sandeces propagandísticas; antes que en reales proyectos expansivos.

 

 

 

Héctor Alejandro Quintanar
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona

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