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Jaime García Chávez

06/01/2025 - 12:01 am

A mis 80 años

"No quiero ocultar el regocijo de llegar a los 80 años, por las satisfacciones que la vida me ha dado, que aquilato como un preciado tesoro que entrañan el amor, la felicidad y la amistad".

A mis 80 años por Jaime García Chávez
"Los primeros años, como en las semillas, son de latencia y no hay certeza de lo que seremos". Foto: Rogelio Morales, Cuartoscuro

Estamos tocados por el momento en que llegamos a hospedarnos en este mundo. Ahí está el nacimiento, y el reloj de la vida inicia su marcha. Los primeros años, como en las semillas, son de latencia y no hay certeza de lo que seremos. Somos una posibilidad únicamente, invisible, intangible, en la vastedad del universo. Polvo cósmico.

El día preciso de nuestro nacimiento, se convierte en una compañía que llevamos consigo, como nuestra sombra, que existe porque hay luz que la engendra, y sin la cual sería imposible su presencia. Recordar y recordar, hacerlo cíclicamente. Estamos condenados a contabilizar el tiempo, o que otros lo hagan por nosotros, sin que nos abrume la Fe de Bautismo, ni las actas del Registro Civil.

Siempre tendemos a construir una historia: la propia. La única que tenemos y a la que le atribuimos significados que sólo son producto del propio albedrío, como si haber llegado en un momento se tornase en un símbolo tatuado, imborrable.

Fui el mayor, dicen unos; soy el benjamín de esta familia, dicen otros. De cualquier modo, se recuerda al santo y se cincela el onomástico, y de ahí en adelante, inicia el ciclo de lo que puede ser una fiesta intimista, y el propio regocijo de haber nacido.

Así es que ahora les doy cuenta de que un 2 de enero de 1945, nací en Camargo, Chihuahua, y que fui el cuarto hijo de siete. Confieso de paso, que no me gustó el nombre que me asignó el santoral católico.

Tengo mi propia narrativa de lo ocurrido después de mi llegada: 1945 fue el año en el que concluyó una guerra que puso fin a una barbarie aberrante y demencial, que desafió al mundo con el propósito de privar a los seres humanos de su libertad, de la herencia de la cultura a la que estamos integrados desde hace miles de años.

En aquel tiempo, los habitantes de mi país eran pocos, como grandes sus experiencias históricas, realizadas por mujeres y hombres, como ahora se reconoce. Ese mismo año, lo supe con el tiempo, se expusieron nuevas filosofías y se trazaron rutas y perspectivas para la ética, refrendada en la dignidad indestructible de todo ser humano. Nacía Marilyn Monroe; de los laboratorios de los biólogos surgía la penicilina, y muchas vacunas que cancelaron enfermedades que laceraban por todas partes, y eran el azote de los más vulnerables, los olvidados de la Tierra.

En Francia cantaba Edith Piaf, y Agustín Lara componía la canción “Humo en los ojos”, que tanto aprecio le guardo; se hacía presente la ONU, y también el peligro de aquella bomba que llamábamos “H”, terrible amenaza para la diversidad biológica. 

Se proclamaron los derechos humanos, que sirvieron de mucho, sobre todo para liquidar el colonialismo imperante hasta entonces, no sin pagar una alta cuota de sangre. Se fortalecían las utopías, y en un proceso paradójico, también se vislumbraba la deshonra de la que fueron objeto. 

De todo esto, y mucho más, me enteraba conforme crecía, y pasaba el tiempo con sus registros de la historia. Empecé a entender muchas cosas desde que fui habitante de una tierra fértil, derramada en la ribera de un río que ya sólo existe dibujado en los trazos sofisticados de mapas y cartografías.

En la casa de mis primeros años viví, con don Carlos y doña Hortensia, en una sociedad que ya desapareció, y en la que fui prodigiosamente feliz; porque además del hogar, era el albergue de una imprenta, un sindicato, un periódico y centro habitual de reuniones con personalidades municipales y solemnes, muy propias de aquella época. Ahí aprendí mucho: me hice tipógrafo, prensista y repartidor de la cartelera cinematográfica del pueblo. Las escuelas también me ofrecieron otras enseñanzas, aunque fui un alumno al que de manera espontánea no le venían bien, ni le gustaban, las disciplinas, ni las tareas impuestas. Descreía de la educación como instrucción pública.

Aún así, recuerdo con gran cariño a las maestras y maestros que se ocuparon en mi proceso de educación. Dos o tres de ellos, sin afán doctrinario o propagandista, inspiraron buena parte de mis ideas y convicciones, en las que me he afanado como libertario y rebelde. No lo niego: me autodenominaba revolucionario.

Eso germinó en una casa en que padre y madre practicaban la tolerancia, y el respeto a las decisiones propias de los hijos, convencidos de que al fin, la navegación que pronto emprenderían, sería su responsabilidad, y esto a ellos los rebasaba. 

No quiero ocultar el regocijo de llegar a los 80 años, por las satisfacciones que la vida me ha dado, que aquilato como un preciado tesoro que entrañan el amor, la felicidad y la amistad. También el afecto por las muchas joyas del pensamiento que he tocado, desgraciadamente con infinitas limitaciones, que me permiten decir, de cuando en cuando, que he subido a los hombros de gigantes, para entender que hay batallas ineludibles a dar por la humanidad sufriente y que además no esperan.

Aprendí, no sé si lo he logrado del todo, que ser sencillo y vivir con modestia es mejor. Me considero socrático de corazón, y he comprendido el valor del escepticismo, que es rasgo poco común, y de ninguna manera riqueza de cualquiera.

Creo en la libertad y busco la equidad social. Combatí por ellas al lado de estudiantes, de las primeras feministas, como Irma, mi esposa, y de ciudadanos despojados de sus derechos. Obreros, campesinos y menesterosos han sido mi compañía esencial. Para trabar compromisos, me es suficiente comprender a los otros, y luchar con ellos por grandes valores que se sintetizan en la democracia progresiva, la justicia social, la apuesta por la cultura, la ciudadanía eficaz, y todos los bienes reconocidos, como la tolerancia, sin la cual no podríamos entendernos.

En primer lugar, está mi rebeldía contra toda injusticia. Al encararla, he visto en diversos momentos el sacrificio de quienes perecieron en combate. Por ellos profeso admiración, y refrendo compromisos, como levantar las banderas que empuñaron. Creo que hay ideales por los que se debe estar dispuesto a morir, aunque creo más en la figura humana que se ha sacrificado por nosotros, a veces sin que lo mereciéramos. 

He vivido rodeado del cariño de mis hermanas y hermanos, y de mis hijos Hélder y Alán, prendas del amor que compartí con mi adorada Irma Campos Madrigal. Padezco, como dijo el poeta, su “niebla de ausencia”. En los años recientes, mis nietos Sebastián y Emiliano, y mis nietas Camila, Sabina y Janna, son el recuerdo perenne de un gran amor que llega conmigo hasta ahora, y que deseo fructifique en abundancia en sus vidas.

Quiero entrañablemente a mis amigos de juventud y a los de ahora, más allá de toda discrepancia política o ideológica. Continúo ejerciendo una profesión que nunca estuvo en mis deseos, pero que ha sido generosa para ayudarme a vivir. 

Leo, escribo, escucho música que me entusiasma. Me cautiva la poesía, tengo encuentros con la pintura, me gustan las biografías de grandes personajes, practico el ritual de visitar librerías, y padezco la desgracia de no tener todos los libros que añoro. He escrito varios, por cierto, y atiendo mi biblioteca como “un paraíso”, según  la encantadora estimación de otro querido poeta. 

No me da vergüenza decir que soy huelguista y político, porque lo he sido, con y sin partido, y como representante social, desde la huérfana perspectiva ciudadana. Por eso siempre defiendo la política, con la clara intención de utilizarla para civilizar las contradicciones, y la pugnacidad estéril.

Cuido de mis árboles, de mi casa, y alimento a las palomas y gorriones que llegan a diario a mi patio. Tengo una gata negra que no es de nadie; canto en el baño, barro la calle y tiró la basura cada tercer día. Pago el predial, mis impuestos, y una que otra multa de tránsito. Utilizo la crítica para tratar de encausar soluciones, pero aún así algunos me tildan de criticón, cosa que de todas formas gozo, porque con esa habilidad, pongo una lupa sobre los problemas que se disimulan, aunque no me lo crean, y muchos no lo comprendan. 

Amo con la fuerza y la debilidad que me dispensan los años, y profeso la lealtad sin rayar jamás en la abyección. Tengo el corazón puesto en Chihuahua, con todo lo que es y lo que no es. En pocas palabras, como Demóstenes, a la hora de la muerte de la Polis democrática, gusto de “encender fuego, y atizarlo mientras está ardiendo”.

Puedo decirles que libre de espíritu, y aún con claridad, cultivo el huerto, y no me viene mal alguna copa de buen vino. No pronuncio en soledad oraciones porque no tengo religión, pero mientras tenga capacidad de meditar, tendré decisión y fortaleza, para pensar por cuenta propia en los otros. Amar, querer y compartir todo lo que sea posible, para que nadie que ose agredir la dignidad humana, se quede sin respuesta de mi parte, por insignificante que se le valore.

Hay quienes piensan que con los años, se entra en un sopor que impide saltar hacia adelante. Para mí, hoy tenemos un mundo y un país de sombras, nublado, por el que estoy dispuesto a trabajar en todo lo que esté a mi alcance, y remar en favor de mejores puertos. Sé decir “sin embargo”.

A mis ochenta años, estoy aquí por ustedes, por mí, y por los recuerdos que perviven en mi corazón. 

Con alegría, y por estas huellas imborrables del pasado, hasta siempre.

Jaime García Chávez
Político y abogado chihuahuense. Por más de cuarenta años ha dirigido un despacho de abogados que defiende los derechos humanos y laborales. Impulsor del combate a la corrupción política. Fundador y actual presidente de Unión Ciudadana, A.C.

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