Susan Crowley
04/01/2025 - 12:03 am
García Márquez en Netflix, reduccionismo mágico
Puedo decir que no valoré lo suficiente a García Márquez y su enorme poder narrativo. Es increíble. No existe en toda la obra un instante que no sea fascinante. Desde las primeras páginas la familia Buendía nos atrapa en una sarta de situaciones en las que no podemos dejar de reír y pasamos de la ternura al asombro en un santiamén.
¿Cuántos millones de Úrsulas, de José Arcadios Buendía, de Aurelianos han sido construidos por los lectores de Cien años de Soledad? Sus rostros, su manera de moverse, de hablar, de amar y odiar pertenecen a cada uno de nosotros; ni siquiera tenemos la garantía de que en nuestra lectura no varíen y cobren distintas fisonomías. Depende de nuestro estado de ánimo, de cómo nos encontramos en ese momento de la lectura, que tan concentrados, distraídos o no, si fuimos capaces de dejar de atender al mundo de afuera para sumergirnos en Macondo. Ese es uno de los milagros de la literatura: nos abre una puerta distinta para construir universos posibles, instantáneos. Al no ser representados más que en el devenir de las palabras, son deseos y son libres. Una película, o ahora las series de televisión, por buenas que sean, adaptan todos esos posibles a una sola línea. El story board debe incluir lo que se filmará y olvidar lo demás. No puede ser de otra forma.
En el cine, cuando es de arte, el milagro de transformar una novela tiene mejores resultados. Luccino Visconti con Gatopardo, o mejor aún, con Muerte en Venecia, es un ejemplo. Después de leer la novela en la que el profesor Aschenbach se derrumba, como se derrumba una ciudad. Los dos enfermos, los dos desencantados, los dos víctimas de la desolación y la belleza. Basta con los primeros minutos de la película, ante la vista de una soleada tarde en Venecia, como fondo el adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, y la presencia arrasadora de Dick Bogard, sabemos que el director eligió de la mejor manera los elementos para que cerremos las páginas del libro y nos adentremos a una de las versiones más logradas de la historia del cine. No hay un segundo malo, y sabemos que los segundos en el cine cuentan. Silvana Mangano y su elegancia, la belleza inconquistable de Tatsio. La desolación del profesor, su decrepitud, éxtasis agónico y muerte nos convierte en testigos mudos. Cada pasaje es una recreación que se apodera de nuestro imaginario, nos somete. He visto muchas veces en diferentes momentos esa película y es sorprendente, no envejece; al contrario, con el tiempo cobra nuevos valores de representación. Eso no ocurre, o no como debería con Cien años de Soledad en su versión serie de Netflix.
Tal vez se deba a que el incipiente genero aún busca consolidarse y cada vez toma más elementos del cine de arte. Es el caso de Replay, por ejemplo. Pero aún es pronto para atribuirle a las series el valor de obra de arte. Una serie, por más que quiera imitar los atributos del cine de arte, de suyo constituye una narración limitada. El cine plasma y crea un tiempo propio, la serie representa y se vuelve un producto que se ve por capítulos y temporadas, aún no tiene el poder de atrapar lo suficiente como para quedar como obra de arte en nuestro imaginario. Esto que parece igual, en realidad no lo es. El oficio de un director es capturar imágenes en movimiento, dilatar el tiempo interior en una escena que no debe ser lenta, sino crear una duración cualitativa para expandir lo visual y transformarlo en vivencia. No sólo por la minuciosa selección y cuidado en los detalles, los objetos, vestuarios, escenografías, locaciones o el reparto. Todo eso puede ser, y sin embargo carecer de quod, que en filosofía remite a la cualidad expresada en lo material. El tiempo cinematográfico debe saber sintetizar más no reducir el poder de la literatura. Es una suerte de sustitución, un simulacro que en sí constituye una obra de arte y no sólo una representación. Tal vez por eso Gabriel García Márquez se negó tantos años a entregar su obra para ser adaptada y ver a sus personajes encarnados en tal o cual actor. Sabía que eso era una tarea totémica, casi imposible.
Concluí mi segunda lectura de Cien años de soledad gracias que se anunció la serie y no es que quisiera comparar. La primera fue en la prepa y la imperiosa necesidad de pasar un examen; fue un poco atropellada. Puedo decir que no valoré lo suficiente a García Márquez y su enorme poder narrativo. Es increíble. No existe en toda la obra un instante que no sea fascinante. Desde las primeras páginas la familia Buendía nos atrapa en una sarta de situaciones en las que no podemos dejar de reír y pasamos de la ternura al asombro en un santiamén. Al lado de estos peculiares y extraordinarios personajes somos testigos del horror y la crudeza de la condición humana; de las pulsiones y sentimientos de amor y odio, de las pasiones que los llevan a trasgredir las normas, a crear sus propias leyes. A sobrevivir en medio de la naturaleza voraz que parece también encarnar las debilidades y fragilidades humanas. El erotismo es el motor que los anima. Reprimirlo o exacerbarlo, llevarlos a la concupiscencia o el incesto aun a costa de la amenaza ancestral de procrear hijos con cola de cochinos.
De la serie me parecen admirables, la reconstrucción de Macondo, sus calles, las casas, los actores y actrices sobre todo al inicio. El arribo de Melquíades y los gitanos sorprende porque es complicado reproducir una situación que desborda el realismo y se convierte en mágico. Las escenas eróticas están muy bien filmadas, la ambientación e iluminación y los cuerpos son espectaculares. La Úrsula joven es bellísima y se entiende que José Arcadio violente su cuerpo dispuesto a tener, no sólo hijos con cola de cochinos, sino hasta iguanas con tal de poseerla.
El problema es que hay un punto en el que la decisión de seguir contando la historia obliga a pasar por alto muchos momentos que son fundamentales en la lectura. Otros que no lo eran, a criterio del adaptador, empiezan a alargar en lugar de sintetizar. Ocho capítulos son mucho o pueden ser poco según se mire. Para la poesía un instante es la eternidad y un mal minuto visual derrota el intento de contar una historia. Si no se ha leído Cien años de soledad, no sé si se logre captar el poder de la obra. Las escenas se suceden unas a otras y descontextualizan el mundo interior de los personajes; ocurren porque así es la novela linealmente, pero no logran profundizar las emociones. No creo que un espectador que no conozca la novela pueda entender la magnitud de las pulsiones y su forma de proceder. Si se acaba de leer, como es mi caso, la sensación es la de ver viñetas del libro. Un cómic ilustrado que traiciona lo que se imaginó.
El exceso de la voz en off delata la angustia del adaptador. Quiere decir que aquello que se está viendo no se entiende. A los personajes les ocurren cosas que no están viviendo sino representando, siguiendo a la voz que les explica. Hay momentos en los que se quedan paralizados escuchando al narrador, casi como si fueran espectadores como nosotros. Los mexicanos debemos agregar que el acento y forma de hablar de los habitantes de Macondo es muy cerrado y eso nos hace perder una buena cantidad de diálogos. En casa a cada rato nos preguntábamos ¿qué dijo? Ni atreverse a poner subtítulos, los únicos que hay son enormes y de close caption con lo cual ya sabemos que aparecerán sobre la pantalla todas las onomatopeyas, distrayendo por completo cualquier posibilidad de adentrarse en la magia de la serie.
El cine es un arte cuando realmente está dirigido por un artista. En el caso de la adaptación de una novela calla la voz del escritor, y expresa con recursos propios y únicos un lenguaje que se puede igualar a la literatura. Vendrán muchas más adaptaciones de obras literarias, se ha puesto de moda. Ojalá que las decisiones vayan más lejos y sean mucho mejor resueltas. El cine sí puede ser tan poderoso como la literatura. En cien años nos quedaron a deber. @Susan Crowley
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