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Fabrizio Mejía Madrid

01/01/2025 - 12:05 am

2024: No a la impostura

"Al final, la impostura fue rechazada por mucho más gente que la que decía que votaría por ella. Su nivel de rechazo llegó a más de la mitad de los electores".

El año que termina tuvo tres momentos por los que será recordado: la despedida de AMLO y la histórica votación a favor de la primera mujer, Claudia Sheinbaum, para ocupar la Presidencia de México; la decisión de la mayoría del pueblo para cambiar la Constitución para que el Poder Judicial sea electo; y la secuestro del Mayo Zambada y las amenazas de invasión de Estados Unidos a México. Las tres, el cambio en la presidencia, la elección de los juzgadores, y la actuación ilegal del gobierno y las agencias estadunidenses no fueron meros hechos, simples sucesos en un año que se termina. Generaron emociones colectivas.

Hay que decir que, hasta hace muy poco, las emociones se descartaban de la agenda pública porque pervivía ese análisis de que los ciudadanos éramos muy racionales a la hora de decidir, que nuestras elecciones estaban íntimamente relacionadas con nuestros propios intereses, que todos hacíamos cálculos ante la urna electoral. Pero, los mismos que sostuvieron esta falacia del ciudadano como una calculadora, cuando perdieron todas las batallas ---la elección presidencial, las dos terceras partes del Congreso, la supuesta resistencia a la democratización del Poder Judicial y la desaparición de los institutos autónomos---, cuando perdieron, digo, echaban espuma por la boca en sus programas de televisión y radio, pegaban en las mesas, gesticulaban como en una ópera bufa, como en una telenovela barata, con muchas emociones a flor de piel. Y es que la política y lo público siempre han tenido contenidos emotivos, aunque uno trate de negarlos. Estos opinadores que ahora lloran y gritan en sus mesas de debate siempre consideraron que las emociones eran socialmente irresponsables, que debían mantenerse en el ámbito de la privado, y hasta en el espacio de la terapia. Por eso urgieron a los electores a “pensarlo bien”, a “votar bien”, a enterarse de que, según ellos, estaba en peligro la democracia, cuando lo único que estuvo en riesgo de extinción fue la oposición a la que ellos mismos asesoraron. Las democracias no son los reglamentos, el INE o Lorenzo Córdoba. Las democracias están fundadas afectivamente. Las subjetividades no surgen espontáneas del alma de cada individuo sino que son políticas. No hay política sin esperanza, miedo, indignación, dignidad, y decenas de otras emociones, respulsiones y afectos. Las emociones no son privadas, como quieren los Lorenzos Córdobas. Son públicas y, además, políticas, es decir que surjen del conflicto.

Los tres sucesos de este año generaron distintos tipos de emociones. La despedida de Andrés Manuel fue un duelo que todavía no termina. La elección de la Presidenta y un Congreso que pudiera reformar la Constitución, esperanza y un sentimiento de historicidad. El triunfo sobre las resistencias de los juzgadores a ser electos y rendir cuentas fue una sensación de victoria y, del lado de las Normas Piñas, de ignominia. Y, finalmente, los amagos de invasión a México que se derivaron del secuestro del Mayo Zambada, generaron patriotismo y dignidad. De esas emociones trata esta columna. Pero no sólo. Hubo, también, en el 2024 un interés muy extendido que no fue de orden político pero que resonó en él. Me refiero a los casos de las impostoras. Una psiquiatra que no lo era pero recetaba medicamentos controlados, y una grafóloga que es requerida como fuente de autoridad científica por los medios corporativos. Las dos trabajaban para el Poder Judicial haciendo perfiles. Y eso causó una indignación por el papel que tienen las influencias, las palancas, y la corrupción en los lugares que ciertos personajes ocupan y que, por lo visto, usurpan. Al tema judicial lo acompañaron la falsa doctora Coté y a la falsa científica Centeno. El impostor es un tema que le conocemos a la derecha a través de Vicente Fox, el usurpador Felipe Calderón, pero también los periodistas que no lo son, los jueces que meten a sus hijas dentistas al Poder Judicial, los proyectos de media barda o el hospital de fachada. La impostura es, también, Xóchitl Gálvez que recorrió todas las mentiras posibles sobre sí misma, su familia, su origen étnico, su corrupción, y su verdadera ideología. Fue troskista, panista convencida, priista por designio paterno –ah, pero se enojaba si le decían “candidata del PRIAN, aunque lo fuera---, católica devota, protestante, empresaria exitosa y contratista de su propio gobierno, se declaró contra los programas sociales “permanentes”, es decir como derechos constitucionales, y se sacó sangre para firmar un compromiso que la contradecía, se se declaró por la transparencia pero ocultó que había recibido contratos del Instituto de la Transparencia, acusó a todos de estar con el narco pero reivindicó la estrategia de García Luna, convicto por narcotráfico. Al final, la impostura fue rechazada por mucho más gente que la que decía que votaría por ella. Su nivel de rechazo llegó a más de la mitad de los electores. Me parece que la indignación y el deseo de desenmascarar a Marilyn Cote y a Marifer Centeno tuvo que ver más con Xóchitl, Norma Piña, las encuestas de Massive Caller, o, incluso, el falso éxito de Ricardo Salinas Pliego. La indignación y casi incredulidad que generaron las dos impostoras, la psiquiatra y la grafóloga reflejan un sentimiento que marcó también la política en 2024. Quien dijo ser algo que no era, fue rechazado y marginado con la ignominia. Al contrario, quien fue consistente, coherente con su propia historia, fue recompensada por el pueblo y la opinión pública.

Comencemos por la ignominia o deshonor. Fue Andrés Manuel quien optó por arrojar por la ventana a los personajes que no merecían el lugar en el que estaban. Los periodistas, como Loret, López Dóriga, Ciro, que mentían, hacían montajes o que se convertían en su propia noticia. Los historiadores, Krauze y Aguilar Camín que debían todo a sus relaciones con el PRIAN y no a su supuesta inteligencia. Los Presidentes que habían vendido partes del estado mexicano a cambio de un puesto en las empresas que ellos mismos habían beneficiado. Los empresarios que debían sus actuales fortunas a la deuda que todos pagamos con el Fobaproa. Fue este juego de reconocimientos públicos el que se operó todos los días desde la mañanera. Pero sin su contrario, jamás hubiera tenido efecto. Es decir, sin el ejemplo de honestidad, congruencia del propio Presidente y muchos de sus secretarios de Estado, sin ciertos periodistas en las redes, sin ciertos mexicanos de a pie: los migrantes, que contribuyen con su trabajo a las economías de Estados Unidos y México, el pueblo sabio, que eran los plebeyos que se habían rebelado por medio de los votos y en la defensa masiva de un proyecto de transformación. Sin el honor no hay deshonor. La ignomina es expulsar de una comunidad a aquel cuya conducta resulta indeseable desde un punto de vista moral. Es un descrédito civil. En el caso mexicano bajo la presidencia de López Obrador, fue simbólico pero no por eso menos real.

La ignomina en la República romana, en el siglo IV antes de nuestra era, iba mucho más lejos. Al desacreditado se le quitaba el nombre y la posibilidad de volve a ocupar un cargo público. Se hizo extensivo a los cargos militares. Este ordenamiento jurídico le permitió a los romanos plebeyos acceder al Senado por buen juicio y no sólo por sus relaciones de parentesco o nivel de riqueza. E instaló en los aristócratas el terror a la deshonra. La ignominia simbólica o en el exceso romano de no volver a mencionar el nombre del deshonrado, es un instrumento contra los poderosos que utilizan ese espacio para enriquecerse, cometer tropelías, y esconder abusos. No es, a pesar de que Loret y Ciro así nos quisieron hacer creer, lo mismo que la calumnia. La acusación contra un poderoso no lo hace una víctima sino que desacredita su conducta como algo aceptable por los demás. Así, es una indiferencia violenta. El sujeto que manejó a su antojo las noticias falsas ahora no tiene credibilidad. El que trucó la historia para que no existieran los fraudes electorales de 1988 o 2006, ahora debe responder por esa manipulación. El que aseguró que la economía era una ciencia en donde el aumento al salario mínimo generaba inflación o que no había mejor política industrial que no tener política industrial, ahora debe sostener sus juicios contra las evidencias económicas. Y, en el caso que nos ocupa de este 2024, una Norma Piña que pensó que la independencia de la Suprema Corte que presidía se demostraba no parándose frente a la investudira presidencial, pero a la que luego se le comprobó que cenaba con el lider del PRI y los juzgadores electorales en casa de un ministro de la Corte para ponerse de acuerdo en una golpe jurídico contra la elección de Claudia Sheinbaum, esa persona merece ahora el peso del descrédito. Así lo dijo ella misma en el último acto público, el Congreso de la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia, el útlimo de noviembre. Ante las sillas vacías confesó su ignominia: “No quisiera dejar pasar este momento en especial, el hecho de que muchos de los magistrados y jueces integrantes de esta Asociación, en años anteriores nos acompañaban y buscaban la foto, ahora es patente su ausencia. Naturaleza humana”. Lo que Norma Piña nunca entendió fue que no es “la naturaleza humana” sino el desempeño faccioso que tuvo en el Poder Judicial lo que hizo que las sillas de su Congreso no se llenaran ni en una tercera parte- Fue toda la secuencia, desde su complicidad con el PRI de “Alito” Moreno, sus amparos contra reformas constitucionales, esconder expedientes de deudores a Hacienda, como Salinas Pliego, su huelga de trabajadores todo pagado que irrumpieron violentamente en una sesión del Senado, su uso narciso de la televisión del Poder Judicial, su victimismo cuando se trata de la cabeza de uno de los tres poderes de la Unión, su mentira al negar que exitiera el nepotismo en ese poder o la corrupción o la ineficacia o la complicidad con poderes fácticos. Eso nada tiuvo que ver con la naturaleza humana con la que Norma Piña trató de encobijar su descrédito por haber sido propuesta, electa y trabajando para el PRI y las empresas de sus amigos. Aunque los que antes buscaraan sacarse la foto con ella sean igualmente corruptos, ella es la que carga ahora con el deshonor por sus acciones facciosas desde un poder que se dice árbitro imparcial. Ya la última carta de la infamia y la indignidad de Piña fue interrumpir una sesión de su corte para “consultar” si una ley constitucional que no había podido anular con 8 votos, en realidad se pudiera eliminar con seis. Ni una asamblea estudiantil utiliza jamás una treta tan burda. Esa fue su nivel más bajo en todo el proceso en que se cubrió a sí misma de independencia judicial y un supuesto pundonor que la sociedad, incluso la de los propios abogados, acabó por negarle.

Por el contrario, el honor estuvo del lado de quienes hablaron de acuerdo a su propia biografía, a su historia política, a su desempeño. Tal fue el caso de Claudia Sheinbaum. Su votación hizo pasar a México de tener un presidente muy aprobado y querido como Andrés Manuel a tener un consenso social, geográfico, genérico, de ingreso y escolaridad casi absoluto. Fue una construcción de la propia candidatura de Claudia Sheinbaum y su labor territorial por todo el país. Mientras el PRIAN confió en twitter, ahora X, para generar una campaña millonario de suciedad y lodo tratando de vincular todo con la muerte, el crimen, y la violencia, Morena hizo una campaña de cara a la gente a quien había beneficiado con la promesa de “Por el bien de todos, primero los pobres”. En cambio, la candidata Xóchitl se dedicó a insultar a los trabajadors del sureste del país, a los jubilados que no tenían casa propia, y a los migrantes en Nueva York. Recientemente, la propia candidata del PRIAN alegó que su derrota definitiva y contundente había sido porque le faltó dinero. No dijo nada de que se reveló ante los electores como una impostora de sí misma, que ya no se sabía que era. Ni ella misma lo sabe hasta la fecha.

Lo que sí hizo la señora Gálvez fue ir a ofrecer el país al Wilson Center a cambio de que la apoyaran. Habló en inglés. Ofreció las aduanas. Ofreció las energías limpias. Ofreció en España todo a Felipe Calderón, a cambio del apoyo del Atlas Network y Vox. Pero los electores la vieron como una entreguista, una traidora a la Patria. De igual forma, a pesar de que están en vías de extinción, los lideres del PRIAN generaron a últimas fechas esa misma condena. Apoyaron la idea de Donald Trump de clasificar a los narcos mexicanos como organizaciones trerroristas y así justificar una invasión como la que se dio con la entrega engañosa del Mayo Zambada en Sinaloa. La idea es vieja y provino de la comunidad mormona conocida como LeBarón. El 12 de julio de 2022, Adrián LeBaron detalló que le habían pedido a fiscales de EU que pidieran a su vez a Joe Biden esa medida. Pero el apoyo que esa iniciativa injerencista tuvo en la opisición fue de agonía pura: los mismos que se habían escandalizado con la supuesta “militarización” con la Guardia Nacional, ahora pedían que la DEA dirigiera drones contra poblaciones estigmatizadas como “narcotraficantes”, como los estados de Sinaloa, Chihuahua, Tamaulipas, y otros. Ese desenmascaramiento fue equivalente a sus imposturas y surgió un sentimiento de dignidad nacional, de defensa de la soberanía contra las pretensiones de EU de dirigir su arsenal bélico hacia méxico. La dignidad, en este caso, es una emoción de actuar conforme a lo que vales no importando las intenciones de quienes quieren socavarte. Es una dignidad nacional frente al vecino poderoso de hacer valer la estatura de México sin importar lo cálculos utilitarios. Eso estuvo presente este 2024.

Así llego a la última parte, la más morbosa que tuvo que ver con la condena, casi linchamiento, contra la psiquiatra que no lo era y la grafóloga que se vendió como perito judicial dominando una cosa que no es ni ciencia y ni siquiera es un oficio. La condena resonó en la forma política que tiene la indignación popular, en la manera en que ciertos personajes se ostentaron como lo que no son y se sintieron, por mentirle a los dem´ças, como merecedoras de su sitio, sea en una torre de consultorios en Puebla, sea enjuciando la personbalidad de ciertas personas por cómo hacen la “a” o a la “s” o diciendo que se puede adelgazar si se escribe con color verde o morado. No se trataba de hacerlas víctimas o chivos expiatorios sino de sañalarlas por su posición de poder. No era el simpático impostor de Frank Abangale Junior, que protagonizara Leonardo di Caprio en 2002, que se hizo pasar en los sesentas por médico, piloto, y abogado. No es porque Abangale se estaba burlando de los poderosos y de se aprovechaba de los huecos dejados por la buricracia para su impostura. La psiquiatra y la grofóloga en cambio, utlizaron una red de corrupción de los médicos y los medios de comunicación para hacerse pasar por quienes no son. Y esa es quizás la lección pública de 2024. El impostor deberá temer a la deshonra.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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